Durante la época en que estuvimos aprendiendo y memorizando las tablas de multiplicar en el colegio, la profesora nos sacaba en pequeños grupos a la pizarra, nos ponía alineados de cara al resto de compañeros y nos iba preguntando uno a uno algún resultado al azar, "3 por 7, 5 por 2, 6 por 8", en una especie de trivial matemático.
No recuerdo con exactitud la mecánica del juego, creo que si acertabas te movías una posición hacia un lado y si fallabas te movías en la dirección contraria. Al cabo de varias rondas los más rápidos de reflejos, no obligatoriamente los más listos, terminaban en los primeros puestos, y los últimos eran ocupados por aquellos cuyo fuerte no era el cálculo mental. A menudo yo solía ser el ganador absoluto.
Obviamente, debido a su complejidad, los entresijos de la división se explicaban mucho más tarde. Pero un día me enteré de que mi tío Rafa se había adelantado al colegio y ya estaba aleccionando a mi prima Ana así que, como yo no podía ser menos que ella, le pedí a mis padres que me ilustraran a mi también. ¡Qué mala idea! Recuerdo aquellos días con especial desagrado y aversión. No sé si mi padre se explicaba mal, o no tenía la paciencia suficiente, o yo todavía no estaba mentalmente capacitado para comprender una operación tan abstracta, pero el caso es que hubo regañinas, pataletas, gritos y llantos antes de hacerme finalmente con ella.
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No recuerdo con exactitud la mecánica del juego, creo que si acertabas te movías una posición hacia un lado y si fallabas te movías en la dirección contraria. Al cabo de varias rondas los más rápidos de reflejos, no obligatoriamente los más listos, terminaban en los primeros puestos, y los últimos eran ocupados por aquellos cuyo fuerte no era el cálculo mental. A menudo yo solía ser el ganador absoluto.
Obviamente, debido a su complejidad, los entresijos de la división se explicaban mucho más tarde. Pero un día me enteré de que mi tío Rafa se había adelantado al colegio y ya estaba aleccionando a mi prima Ana así que, como yo no podía ser menos que ella, le pedí a mis padres que me ilustraran a mi también. ¡Qué mala idea! Recuerdo aquellos días con especial desagrado y aversión. No sé si mi padre se explicaba mal, o no tenía la paciencia suficiente, o yo todavía no estaba mentalmente capacitado para comprender una operación tan abstracta, pero el caso es que hubo regañinas, pataletas, gritos y llantos antes de hacerme finalmente con ella.
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