Años después de que mi cuerpo se hubiera desprendido de mi último diente de leche, estando ya en plena adolescencia, una buena mañana me desperté con la inquietante y turbadora sensación de que uno de mis colmillos superiores comenzaba a moverse ligeramente.
Dejé pasar unos días sin decir nada a nadie, esperando que fuese una falsa alarma, pero la oscilación de la pieza y la holgura de la encía iban en aumento con el paso del tiempo. Estaba claro que iba a caerse, y no iba a haber ningún otro diente creciendo por debajo para sustituirlo. Ya me imaginaba usando dentadura postiza como mi abuelo Perico, y dejándola por las noches en un vaso de agua con una pastilla limpiadora como hacía él.
© sandervds - Flickr |
Dejé pasar unos días sin decir nada a nadie, esperando que fuese una falsa alarma, pero la oscilación de la pieza y la holgura de la encía iban en aumento con el paso del tiempo. Estaba claro que iba a caerse, y no iba a haber ningún otro diente creciendo por debajo para sustituirlo. Ya me imaginaba usando dentadura postiza como mi abuelo Perico, y dejándola por las noches en un vaso de agua con una pastilla limpiadora como hacía él.
Afortunadamente, mis cálculos eran erróneos y en realidad aún me quedaban algunos dientes de leche. El colmillo volvió a brotar, algo inclinado hacia adentro debido a la falta de espacio, pero totalmente funcional. Cuando un tiempo después el otro colmillo comenzó a moverse también, no me pilló tan de sorpresa y el susto fue mucho menor.
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