En Zaragoza no es habitual disfrutar de una buena nevada. A grosso modo diría que antes caía aproximadamente una cada lustro, pero sólo terminaba cuajando una cada década, y hoy en día ni siquiera eso. Una de las mejores nevadas que viví aconteció durante mi época de instituto, y era tan insólito que hasta los profesores nos dieron vía libre para salir a jugar, moldear grandes muñecos de nieve y lanzarnos bolas unos a otros indiscriminadamente. Fue un día diferente y divertido.
La siguiente gran nevada que recuerdo ocurrió muchos años después. Nuestra perra Maxi, mezcla entre Husky Siberiano y Alaskan Malamute, ya era adulta y era la primera vez que veía la nieve. Cuando la bajamos a la calle para uno de sus paseos diarios, pensábamos que el instinto de sus antepasados le haría gozar, saltar y correr fuera de control, pero sucedió todo lo contrario, apenas quería entrar en contacto con esa sustancia fría y húmeda que lo cubría todo. Siempre fue un poco especial.
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