viernes, 29 de agosto de 2014

Frenadol

Siempre he pensado que el funcionamiento del metro podría ser perfectamente automático. No sería complicado dotarlo de sensores que detectaran el movimiento de la gente para controlar la apertura y cierre de las puertas. Tampoco sería complicado que estuviera en contacto permanente con el resto de convoyes de su línea y de toda la red a través del centro de control. De esa manera podría salir de las estaciones en el momento oportuno, optimizar su velocidad para evitar paradas innecesarias en los cruces de vías cuando se acercara otro tren con mayor prioridad, o frenar en el momento y lugar preciso al entrar en una estación.

Frenadol
© BMW Werk Leipzig - Wikimedia Commons

Así se evitaría lo que me pasó hace unos días, cuando el maquinista se despistó, no sé si iba demasiado rápido o empezó a frenar demasiado tarde, y se pasó de largo la estación unos veinte metros, quedando la puerta por la que me iba a bajar dentro del siguiente túnel. Algunos pasajeros se movieron hacia las puertas que quedaban dentro del andén, pero no se abrieron hasta que el conductor dió marcha atrás y reculó hasta situar todo el tren donde debía estar. Los sistemas automáticos también pueden fallar, pero siempre he pensado que son el futuro.

lunes, 25 de agosto de 2014

Flying man!

Quién no ha soñado alguna vez que era capaz de volar, elevándose y flotando a su antojo por encima del vulgar mundo terrenal, sintiendo por un instante la libertad más completa y absoluta que puede experimentar un ser humano. De pequeño tenía un sueño recurrente en el que, con un simple pensamiento, ascendía sin esfuerzo por encima de los edificios y los grandes chopos que salpicaban las aceras de mi barrio. Si por algún motivo perdía la concentración un solo momento la gravedad hacía su trabajo y caía a plomo, pero al instante recuperaba el control mental de mi cuerpo y volvía a elevarme sin problemas.

Flying man!
© sharekoube - Flickr

Algunas veces iniciaba el vuelo desde parado, y otras dando grandes zancadas hasta terminar en un largo salto horizontal que ya no acababa nunca. Dentro de esta última modalidad destacaban aquellas veces que bajaba corriendo por las escaleras de mi casa y, al llegar al último tramo, saltaba los 4 ó 5 escalones finales que desembocaban en el pequeño rellano que había justo antes de la puerta acristalada que daba a la calle. Si saltaba con el ángulo adecuado me quedaba flotando en el aire, como si nadara en una piscina, pero si fallaba caía al suelo sin mayores contratiempos desde una altura de apenas un metro.

Ese salto lo hice millones de veces en la vida real, quizá tratando de poner en práctica mi sueño, hasta que un día tropecé al aterrizar y resbalé hasta dar con mi cabeza contra la puerta de la calle, rompiendo el cristal en mil pedazos. No me hice daño, pero mi sueño de volar se hizo añicos para siempre.

lunes, 18 de agosto de 2014

Un clavo saca otro clavo

En ocasiones nos acercábamos a las lindes del barrio, y por ende de la ciudad, a merodear alrededor de unas grandes naves en ruinas pertenecientes a viejas fábricas abandonadas tiempo ha. Entre los escombros buscábamos reliquias de tiempos pasados: espejos rotos, chapas, baldosines de colores, o simplemente restos de maquinaria en general: tornillos, tuercas, bobinas, imanes..

Un clavo saca otro clavo
© Laborratte - Pixabay

Un día nos encontramos un pequeño tablón con un enorme clavo oxidado que lo atravesaba de lado a lado y dirigía su punta hacia el cielo amenazadoramente. Para aprovechar el juguete nuevo ideamos una inocente prueba de valor que consistía en pasar andando por encima del clavo, apoyando todo el peso del cuerpo sobre él. Llevábamos zapatos de suela gorda y dura, así que no parecía especialmente peligroso. Después de varias rondas disfrutando sin ningún percance de nuestro improvisado juego llegó mi turno de nuevo, apoyé el pie en el clavo y, por unos breves instantes, me alcé y me quedé en equilibrio sobre su punta. Entonces la suela de mi zapato cedió y me hundí. Afortunadamente arqueé instintivamente el pie todo lo que pude y sólo me hice un pequeño rasguño superficial. Mi hermano mayor me ayudó a quitarme el zapato y después arrojó el tablón lo más lejos que pudo, se había acabado el juego.

Pero no las emociones fuertes porque, mientras seguíamos con la mirada la trayectoria del trozo de madera, vimos que desde aquella dirección se acercaba hacia nosotros el matón del barrio, el Molina, con su pandilla. El enfrentamiento parecía inevitable. Pero entonces sucedió el milagro, el matón pasó justo por donde había aterrizado nuestro desechado juguete y, de repente, cayó al suelo aullando de dolor, y en nuestra imaginación supimos que había pisado el clavo y se lo había hundido hasta el hueso. Sus acólitos le ayudaron a incorporarse y, con una visible cojera, se alejaron de allí y de nosotros. Mi herida debía de ser ridícula en comparación con la suya pero, sólo por si acaso, ya que el clavo estaba oxidado, mis padres me llevaron al médico y me pusieron un recordatorio de la vacuna antitetánica. Que yo recuerde no fue la primera ni la última vez.

lunes, 11 de agosto de 2014

Lucha de bandas

Allá por 1º de E.G.B. surgieron en nuestro curso, de forma totalmente espontánea, un par de bandas rivales que durante un breve espacio de tiempo pugnaron por hacerse con el control del patio de recreo. Yo podía haberme quedado al margen, pero opté por alistarme a la que lideraba uno de mis compañeros de clase.

Lucha de bandas
Cosas de niños - Dominio Público

No es que hubiera grandes enfrentamientos entre ambos grupos, de hecho la mayor parte del tiempo simplemente nos evitábamos e ignorábamos, ya que el patio de recreo era lo suficientemente grande como para dar cabida a ambas bandas y a unas cuantas más. Sin embargo, la cosa cambiaba si por casualidad uno de los grupos se topaba con un rival aislado de su manada, como pude comprobar por mi mismo en una ocasión en la que caminaba solitario y despreocupado hacia mi fila para entrar a clase.

De repente me vi rodeado por 6 ó 7 de mis enemigos viscerales que sin mediar palabra me derribaron al suelo y comenzaron a propinarme patadas desde todas las direcciones. No sentí miedo, ni dolor, su objetivo era más asustar que hacer daño, aunque por precaución me protegí la cabeza con los brazos a la espera de que amainara la tormenta. No duró mucho, porque un adulto acudió enseguida al rescate. Pero no fue un profesor como hubiera cabido esperar, sino Antonio, vecino y padre de un amigo, que me quitó a los asaltantes de encima con suma facilidad, como si estuviera acostumbrado a ese trabajo, y así era, al fin y al cabo se ganaba la vida como policía antidisturbios.

Finalmente, cuando todo acabó, no sentí odio o ansias de venganza, eran las reglas del juego de bandas, y aunque no soy agresivo o violento por naturaleza, es probable que yo hubiera hecho lo mismo de haber estado en su lugar. Como diría Terry Pratchett: "la inteligencia de una turba viene dada por el coeficiente intelectual de su miembro más tonto dividida por el número de miembros". Precisamente hace poco leí un artículo que profundizaba en el por qué de este comportamiento tan irracional.

lunes, 4 de agosto de 2014

Tarzán de los monos

Al lado de casa, atravesando una amplia explanada de tierra donde solíamos jugar al fútbol, discurría una estrecha acequia de caudal normalmente escaso y muchas veces inexistente. La orilla izquierda estaba flanqueada por un ancho muro de tierra de aproximadamente metro y medio de altura, coronado por un manto de árboles y matorrales que albergaban una amplia variedad de alimañas, como ratas, ratones, arañas o culebras de agua.

Tarzán de los monos
© skayne - Flickr

Un día, jugando por la zona, descubrimos que alguien había dejado atada a la rama de un árbol una soga, que pendía a más de dos metros de altura sobre el cauce seco de la acequia. Casi de inmediato, decidimos hacer uso de ella para balancearnos como si fuéramos Tarzán de los monos. Desde lo alto del muro de tierra nos lanzábamos al vacío bien sujetos con ambas manos a nuestra improvisada liana y, tras una o dos oscilaciones, pisábamos tierra firme de nuevo y le pasábamos la cuerda al siguiente.

Después de varias rondas disfrutando sin ningún percance de nuestro improvisado juego llegó mi turno de nuevo, agarré la soga y, sin pensármelo demasiado, me impulsé con todas mis fuerzas. Cuando me encontraba en lo más alto de la trayectoria, prácticamente en la horizontal, la soga se rompió y caí hacia el suelo a plomo. El choque fue muy duro, aterricé totalmente plano, golpeando con toda la espalda contra el fondo de la acequia, y por un momento me quedé sin respiración. Pero una vez que pasó el primer instante de shock pude incorporarme sin mayores problemas, magullado pero entero. Podía haber sido mucho peor, porque justo donde tenía que haber aterrizado mi cabeza había una piedra puntiaguda que evité sólo por milímetros. Por suerte, las clases de Judo me habían enseñado cómo caer y protegí mi cabeza instintivamente llevando la barbilla hacia el pecho con rapidez durante el fugaz descenso. Eso sí, el dolor de espalda me duró varias semanas.