viernes, 30 de enero de 2015

El Parque del Tío Jorge

En Zaragoza hay varios parques de considerable tamaño. El más representativo es sin duda el conocido popularmente como Parque Grande, cuyo nombre real hasta hace poco era Parque Primo de Rivera, y que fue rebautizado como Parque Grande José Antonio Labordeta tras la muerte del gran cantautor y político aragonés. Otros grandes espacios verdes son el Parque Bruil, el Parque Delicias, el Parque Torre Ramona, el Parque Pignatelli o de más reciente creación el Parque del Agua, inaugurado con motivo de la Exposición Internacional de 2008.

El Parque del Tío Jorge
© paspro - Flickr

Pero para los habitantes de la margen izquierda del Ebro el parque por excelencia ha sido siempre el Parque del Tío Jorge. Normalmente mis padres nos acercaban hasta allí en coche, ya que nuestra casa no quedaba precisamente cerca, y una vez en el parque disfrutábamos realizando actividades tan sanas como pasear, montar en bici o jugar al fútbol, aunque también dábamos rienda suelta a nuestra energía ilimitada trepando a los árboles o saltando bancos y setos.

Cerca de la entrada principal había un viejo vagón de los antiguos tranvías de la ciudad, una especie de monumento en recuerdo de una época pasada, abandonado a su suerte, oxidándose sobre una pequeña sección de raíles y resistiendo los embites de vándalos y niños revoltosos. Nos encantaba subirnos a él y recorrer todo su interior, aunque hubiera que tener cuidado para no cortarte con restos de cristales rotos, pisar excrementos malolientes o pincharte con jeringuillas usadas y abandonadas por yonkis sin escrúpulos.

Muy cerca del tranvía había un par de piscinas al aire libre, no muy grandes y poco profundas, pero públicas y gratuitas para todo el mundo que quisiera acercarse a darse un chapuzón. No existían vestuarios propiamente dichos, sino una estructura metálica similar a un biombo gigante donde te ocultabas a la vista de los demás para cambiarte de ropa. En verano las piscinas estaban siempre atestadas de gente, sobre todo niños, principalmente gitanos, y el manteniemiento no era para nada comparable al de una instalación privada y de pago, así que las condiciones higiénicas no eran precisamente las mejores y no recuerdo habernos bañado muchas veces allí.

El Parque del Tío Jorge
© fotoxronika - Pixabay

Años más tarde hicieron un lago, con una isla en medio y un puente de madera para acceder a ella, y lo poblaron de peces de colores. A veces, en invierno, la superficie se congelaba totalmente y la gente aprovechaba para patinar sobre hielo, y mientras los humanos se divertían en el exterior los pobres peces sucumbían en las heladas aguas, que debían ser repobladas a la primavera siguiente.

El prado principal también era escenario cada año de la conmemoración de la cincomarzada, de los croses del Colegio San Braulio y muchas celebraciones más. En mi querido Parque del Tío Jorge he vivido mil historias que perdurarán por siempre en mi memoria.

lunes, 26 de enero de 2015

Entretenimiento biodegradable

Siempre que íbamos al campo de excursión, mi madre solía sorprendernos fabricando con sus propias manos diferentes utensilios de entretenimiento infantil, empleando únicamente para ello las diversas materias primas perecederas que cualquiera puede encontrar en medio de la naturaleza.

Entretenimiento biodegradable
© Hans - Pixabay

Por ejemplo, si estábamos paseando por los Pinares de Venecia, utilizaba las agujas de los pinos para confeccionarnos coronas, collares, brazaletes y anillos, mediante una técnica muy simple a la par que laboriosa y entretenida. Consistía en tomar una aguja de pino, que en realidad está formada por dos filamentos unidos en la raíz, arrancar uno de ellos y doblar la punta del otro hasta introducirla en la base formando una especie de aro. Ese era el abalorio fundamental. Repitiendo el mismo proceso las veces que quisieras, teniendo cuidado de intercalar cada eslabón dentro del anterior, podías hacer una cadeneta tan larga como quisieras.

Otras veces cogía una hoja ovalada, verde y flexible de algún arbusto del camino, la doblaba por la mitad siguiendo su eje longitudinal y soplaba por un extremo produciendo un agudo y penetrante silbido. Una variante de este silbato ecológico se construía con un simple brote de césped sujeto entre los pulgares de ambas manos manteniéndolo bien tenso, como si fuera la lengüeta de un instrumento de viento. Al soplar entre los dedos la vibración producida en el tallo emitía un zumbido semejante al graznido de algún ave. La de veces que he asombrado a mi hijo y a mis sobrinos lanzando ese extraño sonido al aire por sorpresa.

viernes, 23 de enero de 2015

Bomba de humo

Hace años la mayoría de los fósforos no disponían de un soporte de madera como ahora, sino que éste estaba compuesto por un papel o cartón plegado y fijado con cera, de ahí que recibieran el nombre de cerillas. Con ellas realizábamos un truco muy vistoso y nada peligroso que consistía en fabricar una bomba de humo.

Bomba de humo
Bomba de humo - Dominio Público

Desenrollábamos el papel del vástago, sin separarlo de la cabeza, y luego lo doblábamos sobre ésta cubriéndola por completo. Después prendíamos el fósforo raspándolo a través de su envoltorio y una vez encendido el calor comenzaba a consumir rápidamente el papel y la cera. Era el momento de arrojarlo lo más lejos posible y disfrutar de la preciosa estela de humo que dibujaba en el aire durante su breve trayectoria parabólica.

lunes, 19 de enero de 2015

Pasen y vean al asombroso tragaclavos

Aquella tarde habíamos quedado al cuidado de nuestros abuelos paternos, tres niños revoltosos e hiperactivos recluidos en una habitación llena de juguetes, bajo la atenta mirada de nuestros queridos ancestros. Después de asegurarse de que estábamos entretenidos y tenían la situación bajo control, mi abuela se dispuso a tejer un jersey de lana y mi abuelo a leer el periódico. De vez en cuando levantaban la cabeza para echarnos un vistazo y regalarnos una reprimenda gratuita con el fin de cerciorarse, mediante el abuso de autoridad, de que no cometiéramos ninguna travesura.

Pasen y vean al asombroso tragaclavos
© Gelpgim22 - Wikimedia Commons

Pero no funcionó. En un momento de descuido mi hermano mayor se tragó un pequeño objeto metálico, no estoy seguro de si era una moneda, un tornillo o un clavo, y estalló la revolución. No es que se atragantara y casi muriera asfixiado, de hecho en mi recuerdo lo engulló limpiamente y mostraba al mundo una sonrisa picarona, como quien ha realizado una gran proeza. Pero mis abuelos montaron un enorme alboroto y entre gritos y aspavientos acabaron llevando a mi hermano a urgencias, donde los médicos poco pudieron hacer salvo indicarles que tuvieran paciencia mientras esperaban a que el cuerpo se deshiciera del elemento intruso de forma natural.

Nunca me he explicado qué pasó por la cabeza de mi hermano Daniel en el instante previo a cometer semejante estupidez. Quizás había oído eso de que el hierro es bueno para la salud, o que Popeye obtenía su fuerza sobrehumana gracias al hierro contenido en las latas de espinacas que consumía en cada episodio, y atando cabos decidió acelerar el proceso. En cualquier caso no parece una explicación demasiado coherente, porque a mi, que soy tres años menor que él, jamás se me habría ocurrido tamaña insensatez.

viernes, 16 de enero de 2015

Ni encima ni debajo, sino todo lo contrario

Si una persona tiene un percance con un automóvil, ¿qué es preferible, que el coche le pase por encima o que le pase por debajo (o dicho de otro modo, que sea él quien pase por encima del vehículo)? A priori la respuesta parece evidente, pero como sucede con casi todo, depende.

Cual precoz cazador de mitos yo mismo realicé un par de simples experimentos utilizando mi propio cuerpo como conejillo de indias, aunque desde luego el resultado no es para nada concluyente o extrapolable a ninguna otra situación similar, ya que los factores que influyen en el resultado final son múltiples y variados, y difícilmente controlables en una situación de atropello real.

Experimento 1: Al doblar la esquina de la Avenida de la Jota para encarar el último tramo hasta el colegio homónimo, había un amago de acera estrecha e intermitente junto a la tapia de una vieja fábrica que nunca supe a qué se dedicaba, por lo que en cuanto era posible solíamos cruzar al otro lado de la calle para transitar por un lugar más seguro. Un día, un coche tomó la curva con demasiada celeridad y escasas precauciones y nos sorprendió con un pie ya en la calzada. Frenó en seco, y milagrosamente no se llevó a nadie por delante, aunque quedó parado justo delante de mi, con el lateral del chasis a escasos centímetros de mi cara y una rueda encima de mi zapato. Afortunadamente, sólo me pisó la puntera, y además debía de llevar un calzado crecedero que me venía grande, porque no me aplastó los dedos del pie ni recuerdo ningún tipo de presión o dolor. En cierto modo acabé debajo del coche, pero todo quedó en un susto.

Ni encima ni debajo, sino todo lo contrario
Ruedas asesinas - Dominio Público

Experimento 2: Muchos años después volvía a casa después de dar un paseo en bici, pedaleando por la acera junto a un largo muro de ladrillo que protegía el hueco de la rampa de acceso al garaje de un edificio del Actur. Los coches que salían del aparcamiento obligatoriamente debían girar a la derecha y atravesar la acera por la que yo avanzaba, y ese día un coche tomó la curva con demasiada celeridad y escasas precauciones, cerrándome el paso. Sin poder hacer nada por evitarlo choqué con el lateral del vehículo, volé por encima de la bici y aterricé en el capó del automóvil. Afortunadamente, salvo alguna magulladura sin importancia, no hubo que lamentar daños físicos ni materiales. Acabé encima del coche, pero todo quedó en un susto.

Ni encima ni debajo, sino todo lo contrario
© bertozland - Flickr

Conclusión: Por tanto, según mi propia experiencia, fue más traumático acabar encima del segundo coche que terminar debajo del primero, aunque yo no le recomendaría a nadie hacer la prueba, por si acaso.

lunes, 12 de enero de 2015

Muñecas de porcelana

En los tórridos días de verano solíamos refrescar nuestros acalorados cuerpos en las piscinas del Parque Deportivo Ebro. A principio de temporada mis padres adquirían el abono familiar, con descuento por familia numerosa, y durante los meses estivales lo amortizábamos con creces haciendo un uso intensivo de él.

Muñecas de porcelana
© MLaLov - Pixabay

Algunos de mis tíos también eran socios de las mismas instalaciones, así que una vez allí nos juntábamos con ellos y pasábamos el día entero bañándonos y jugando con nuestros primos y primas. Con unas teníamos mucho más trato, no sólo eran primas hermanas, hijas de una hermana de mi madre, sino que además vivían en nuestro mismo edificio. A otros, primos segundos, hijos de un primo de mi padre, prácticamente sólo los veíamos en la piscina.

Estos últimos eran dos hermanos, chico y chica, Andresito y María José (curiosamente el mismo nombre que hubiera tenido yo de haber nacido chica, aunque seguramente yo no hubiera sido tan guapa y delicada como mi prima). Eran algo más jóvenes que yo y bastante simpáticos, aunque extremadamente tímidos, pero lo que más me llamaba la atención de ellos era su aspecto. Parecían dos muñecos de cera, con la piel pálida, tersa, suave y limpia, sin defectos apreciables a simple vista, ni una sola peca, lunar, mancha, grano o arañazo. Tanta perfección era un poco escalofriante, me semejaban una mezcla entre los niños de "El pueblo de los malditos" y los de "Los chicos del maíz". Sin duda contrastaban claramente con cualquiera de nosotros, curtidos por mil golpes, cicatrices, riñas y travesuras. A veces me preguntaba si su madre los tenía guardados en una caja junto a su colección de muñecas de porcelana y sólo los sacaba de su aislamiento forzoso los días que venían a la piscina.

viernes, 9 de enero de 2015

Bailes regionales

Viviendo en el barrio La Jota y yendo desde pequeños al colegio La Jota, no es de extrañar que tarde o temprano alguno acabáramos asistiendo a clases extraescolares para aprender a bailar la jota (aragonesa, por supuesto). Lo curioso es que, siendo mi interés por los bailes regionales tan nulo o más que el de mis hermanos, ellos se libraron y yo no. Supongo que fui el único que no supo decir un no a tiempo ante la proposición de nuestros padres.

Bailes regionales
© manelzaera - Flickr

El primer año las clases de jota eran la novedad del barrio y acudíamos muchos niños en tropel, tantos que nos tenían que impartir las clases en una enorme y lúgrube bodega que había en los bajos de un edificio del vecindario. Era imposible hacerse con el control de todos nosotros a la vez, así que las profesoras nos dividían en pequeños grupos y mientras explicaban algún paso de baile a unos pocos, el resto campábamos a nuestras anchas explorando, jugando y alborotando como sólo lo saben hacer los niños de esa edad. Nos llevamos más de una reprimenda por alterar el transcurso natural de las clases.

Debo reconocer que el baile nunca ha sido uno de mis puntos fuertes, y la jota no es una excepción, pero es que además no empecé su aprendizaje con buen pie. El primer día de clase, cuando le llegó el turno a mi grupo, me pusieron frente a una niña a la que le indicaron que adelantara el pie derecho apoyando en el suelo únicamente la puntera (la punta del famoso punta-tacón). A continuación me dijeron que hiciera lo propio, así que obedientemente adelanté el pie derecho, visualmente el contrario a mi pareja de baile, pero lo que realmente esperaban era que adelantara el izquierdo para que nuestras puntas casi se tocaran como si fuéramos el uno la imagen especular del otro. No hacía mucho que había aprendido los secretos de tu imagen reflejada en un espejo, cuando al mover un brazo o una pierna tu álter ego mueve el miembro contrario, así que me costó un poco asimilar lo que se esperaba de mi, pero al final me hice con ello.

Aún así, años después aún seguía equivocándome de vez en cuando al ejecutar algún giro en espejo, dando la vuelta en el sentido contrario al esperado. Era especialmente bochornoso si me sucedía encima del escenario, durante el festival de fin de curso, vestidos con el traje de baturro, las castañuelas y demás parafernalia, y mostrando nuestras habilidades frente a los alumnos de otros colegios y sus familiares. Y aunque debo reconocer también que durante toda esa época disfruté de muchos momentos inolvidables, la jota nunca me cautivó, ni en su modalidad bailada, ni mucho menos en la cantada.

martes, 6 de enero de 2015

Noche de Reyes

Mucha gente recuerda el momento exacto en el que se enteró de que los Reyes Magos (atención, spoiler, si aún no conoces sus verdaderas identidades y quieres permanecer en la ignorancia, disfrutando cada año de la magia y los regalos de Sus Majestades, no sigas leyendo) son en realidad, y contra todo pronóstico, los propios padres de cada uno. El traumático acontecimiento del entendimiento suele producirse cuando un hermano mayor o algún compañero del colegio se va de la lengua antes de tiempo.

Noche de Reyes
© Kaz - Pixabay

Pero yo no recuerdo esa etapa, para mí es como si lo hubiera sabido desde siempre, así que nunca ha sido ningún trauma de mi infancia. Y desde luego lo disfrutaba igualmente, preparando la noche de antes los zapatos y una bandeja con turrones y una copa de coñac para que los Reyes tomaran un descanso, cogieran fuerzas y entraran en calor, y marchando pronto a la cama para despertarnos temprano y correr en tropel al salón ansiosos por descubrir qué le habían traído a cada uno.

Lo habitual era recibir regalos simples, como unas muñecas para mis primas o unos libros con ilustraciones para colorear junto con unas pinturas nuevas para nosotros, que si encima teníamos la suerte de que eran rotuladores Carioca ya era lo más. Sin embargo, ahora muchos niños se sienten desgraciados si cada Navidad no consiguen la última videoconsola del mercado o el último modelo de smartphone, pobrecitos, qué infancia tan traumática.

Después de comer saboreábamos el típico roscón de bizcocho y nata. No solía haber mucha expectación sobre quién iba a ser el afortunado al que le tocara la sorpresa, porque mi padre tenía la extraña habilidad de cortar siempre justo por donde estaba escondida. Así que, para compensarnos, un año mis padres escondieron multitud de pequeños regalos dentro del roscón. Eso si que fue una sorpresa, nuestra extrañeza y asombro aumentando exponencialmente conforme íbamos devorando el postre e iban apareciendo obsequios en cada ración. Fue el mejor regalo de Reyes de todos los tiempos.

viernes, 2 de enero de 2015

¿Castigo divino?

¡Feliz año nuevo!

La tarde anterior al día de mi Primera Comunión teníamos que pasarnos por la parroquia para que nos dieran las últimas instrucciones antes de la ceremonia: cuándo y en qué orden entrar, cómo colocarnos frente al altar, quién iba a leer cada lectura o las peticiones, qué debíamos responder en cada momento, etc. Pero lo más importante de la cita era que nos confesáramos con el cura para recibir por primera vez la hostia consagrada lo más puros de espíritu posible.

¿Castigo divino?
© Tamorlan - Wikimedia Commons

Yo acudí a la hora indicada a la iglesia-guardería del barrio, pero no vi a nadie de mi grupo ni por los alrededores ni en el interior. Bajé las escaleras hacia el corazón del edificio y recorrí todas las estancias sin encontrar a nadie conocido, así que me marché sin darle mayor importancia, suponiendo que habían cancelado o cambiado la reunión y no me había enterado. De vuelta a casa me encontré por la calle con algún conocido y me quedé jugando un rato, así que cuando llegué a casa nadie dudaba de que había pasado todo ese tiempo donde se supone que tenía que haber estado. De hecho mis padres me preguntaron que cómo había ido la reunión y por no dar explicaciones mentí y dije que bien.

Al día siguiente la celebración fue un éxito y al finalizar recibí multitud de felicitaciones y regalos de toda la familia. Después estuve jugando con mis hermanos y mis primas al lado de la acequia, hasta que marchamos a festejarlo degustando un montón de riquísimos pinchos, tapas y bocadillos en el bar que mis tíos Ángel y Lola regentaban en el Arrabal. Me harté tanto de comer y jugar que por la noche acabé vomitándolo todo.

Años más tarde, en la Universidad, tenía un compañero numerario del Opus Dei que me contó que no está permitido comulgar en pecado, al parecer es un pecado todavía mayor. Entonces me acordé de la mentira que le dije a mis padres el día antes de mi Primera Comunión y pensé "¿mi vómito de aquel día fue algún tipo de castigo divino?". No, sólo una mezcla explosiva de comida, juegos y emociones fuertes.