lunes, 3 de octubre de 2016

Retales de mi infancia, el libro

Ya hace unos meses que terminé de escribir estos "Retales de mi infancia". Y ahora, ¿qué?, ¿qué va a ser de este blog? Sinceramente, no lo sé. Quizás amplíe horizontes y me dedique a escribir una segunda parte, los "Retales de mi vida", o quizás ya cumplido su papel lo deje como está. No lo tengo claro todavía. Es una cuestión más complicada que encontrar la respuesta a "el sentido de la vida, el universo y todo lo demás". De hecho eso es muy fácil, es 42, como los años que cumplo hoy.

Retales de mi infancia, el libro
¿El principio de una saga? - Dominio Público

Lo que sí sé es lo que voy a hacer con esta recopilación de recuerdos, un libro. Sin duda me va a llevar una cantidad considerable de trabajo extra, pero creo que el esfuerzo puede valer la pena. La idea es hallar un modo de ordenar cronotemáticamente las historias para darle una mayor coherencia y consistencia a todo el conjunto, buscar por casa de mis padres viejas fotografías que me ayuden a ilustrar y poner cada situación en su contexto, y finalmente autoeditarlo en Lulu.com o alguna otra plataforma similar, para poder regalar un ejemplar físico a cada miembro de mi familia en Navidad. 

Parece fácil, pero es todo un reto. Para empezar tengo que involucrar a uno o varios de mis hermanos y pedirles que empiecen a escanear todas las fotos que encuentren en las viejas cajas de zapatos donde las tienen almacenadas mis padres. Pero tengo que hacerlo sin contarles para qué las quiero realmente. Una solución es apelar a motivos sentimentales, eso nunca falla, simplemente decirles que quiero tener una copia para el recuerdo, e incluso puedo convencerles de que es una gran oportunidad para hacer un buen regalo, pueden grabar un DVD con la colección completa de fotos y entregarnos una copia a cada uno en Navidad. Sería el complemento ideal para mi libro.

Sin duda, la parte más ardua va a ser la ordenación cronotemática, son más de 200 historias divididas en 2 ó 3 grandes bloques espacio temporales, pero en muchas ocasiones la cronología no está del todo clara, y en muchas otras hay temas conectados entre sí que traspasan esas fronteras espacio temporales, así que hay que encontrar una solución intermedia. Necesito desarrollar un algoritmo de ordenación propio, veremos si lo consigo, porque el resultado final pude variar mucho según como lo presente.

Bueno, ya está bien de charla, ¡a trabajar!

viernes, 22 de julio de 2016

Soy un señor

"Señor, ¿puede decirme la hora?". Cuando un chiquillo te suelta eso por la calle sin previo aviso, sabes que se acabó, que por muy joven que te sientas, por muchas fuerzas y energías que te queden, por muchos planes que hayas hecho para el futuro, ya hace tiempo que has dejado la infancia atrás. Podrás seguir acumulando nuevos recuerdos, nuevas anécdotas e historias alegres, tristes, graciosas o simplemente curiosas, pero ya no serán "Retales de mi infancia", serán otra cosa, y como tal ya no tienen cabida aquí. Así que este es el fin. THE END.

Soy un señor
¿Quién dice que no soy joven? - Dominio Público

Si alguien ha llegado a leer esta especie de memorias de mi infancia, espero que las haya disfrutado tanto como yo he disfrutado escribiéndolas. Han sido más de 3 años de arduo trabajo. Ahora valoro mucho más la profesión de novelista, entiendo el terror a la hoja en blanco, el bloqueo del escritor, y la lentitud de George R.R. Martin para publicar de una vez por todas "Vientos de Invierno".

Es posible que a partir de este momento aún afloren a mi memoria algunos recuerdos susceptibles de ser reseñados en este blog. En tal caso los iré añadiendo aquí puntualmente, pero obviamente ya sin seguir la periodicidad habitual.

lunes, 18 de julio de 2016

¿Borracho yo? Tururú

Acababa de salir de casa en dirección al centro cuando, a la altura de Ranillas, me crucé con un señor mayor visiblemente ebrio que caminaba tambaleándose ostensiblemente de un lado a otro y a duras penas se mantenía en pie. No había avanzado más que unas decenas de metros tras el encuentro cuando oí a mi espalda un fuerte estruendo, me giré en redondo, y vi cómo el pobre hombre había terminado por darse de bruces contra el suelo.

¿Borracho yo? Tururú
El alcoholismo no es cosa de risa - Dominio Público

Por unos instantes me quedé petrificado sin saber qué hacer, indeciso entre acudir a socorrerlo o dejar que se apañara por sus propios medios. Durante esos segundos de duda, un par de transeúntes que pasaban más cerca se acercaron para echarle una mano y ayudarle a levantarse, y acto seguido volví a girarme, continuando mi camino como si tal cosa, ajeno a los problemas de un necesitado.

Sé lo que tendría que haber hecho, pero no lo hice, y muchas veces me arrepiento de ello y me pregunto el por qué. Seguramente fui víctima de lo que en psicología se denomina "Efecto Espectador", pero ser tan predecible tampoco me consuela. Desde entonces intento hacer al menos una buena obra al día, y no sólo por la egoísta sensación de sentirme mejor conmigo mismo, sino de sentirme mejor con el mundo.

viernes, 15 de julio de 2016

Opus Dei

En mis años de Universidad trabé amistad con César, un chico en apariencia bastante normal, amable, simpático y buen estudiante, junto al que hice muchas de las prácticas de la carrera. La única pega que tenía el buen hombre es que era numerario del Opus Dei. Al principio pensé que le vendría de familia, que sus padres le habrían inculcado esas ideas, esa filosofía y estilo de vida, pero más tarde supe que no, que sus padres no eran especialmente religiosos, que había sido captado por alguien un tiempo atrás y sus padres no llevaban el tema demasiado bien.

Opus Dei
© Amio Cajander - Flickr (hay sectas para todos los gustos)

Vivía en un piso junto a varios curas y otros numerarios de su secta. En realidad eran varios pisos, todos los de la primera planta del edificio, comunicados internamente entre sí de forma que podías dar una vuelta completa y volver de nuevo al punto de partida sin salir al exterior. A veces quedábamos allí para estudiar o preparar algún trabajo. Todo era muy singular. Por ejemplo, lo primero que hacían al llegar era asomarse a una pequeña capilla y mostrar sus respetos arrodillándose y santiguándose. Si nos daban las 12 del mediodía dejaban absolutamente todo, independientemente de lo que estuvieran haciendo, se ponían en pie y dedicaban unos minutos a rezar el Ángelus en voz alta. Sin embargo, lo más curioso de todo es que la limpieza de la casa corría a cargo de mujeres de la obra, pero nunca las veías, Cuando se iban acercando a la habitación en la que estuvieras trabajando, tenías que trasladarte con todos los bártulos a las estancias contiguas, siguiendo la misma dirección que ellas en el interior del círculo. "Es para evitar tentaciones", decían.

Que César intentaba captarme estaba fuera de toda duda. Me invitaba a charlas sobre la Sábana Santa, a sesiones de meditación, a un fin de semana de esquí en la nieve, a jugar al tenis en unas instalaciones para empleados de Ibercaja de las que era socio su padre, y hasta intentaba que me confesara con uno de los curas con los que convivía. "Tocarse es pecado", solía repetir. Y aunque yo no tenía ningún interés en formar parte de su religión, me dejaba querer, pero sólo por conveniencia. Antes de conocerle nunca hubiera imaginado la cantidad de profesores universitarios que pertenecían al Opus Dei. Tenerlo de amigo y compañero me hacía gozar de ciertas ventajas ocultas.

Es cierto que el muchacho tenía muchas manías y rarezas, pero tengo claro cuál fue la gota que colmó el vaso y fue la causante de que empezáramos a distanciarnos poco a poco. Había ido al Pilar a misa con mi amigo José Pedro. Estábamos pegados a la pared, en un lateral del altar mayor, donde solíamos ponernos muchas veces con mis padres, cuando de repente, casi al final de la ceremonia, apareció César. Les presenté, nos pusimos a charlar y no sé por qué empezó a aleccionarnos sobre que comulgar en pecado era un pecado todavía mayor. Antes de que nos diéramos cuenta la misa había concluido. César estaba visiblemente afectado porque se había despistado hablando del tema y no había pasado a comulgar. "No importa, ya volveré a misa esta tarde para recibir la comunión", afirmó. José Pedro y yo nos miramos estupefactos, ¿tragarse todo ese tostón de nuevo? Una vez a la semana podía aguantarse pero, ¿dos veces en un día? Había algo en la cabeza de ese chico que no funcionaba del todo bien o, para ser más exactos, que no funcionaba como en las nuestras.

En cualquier caso, sus palabras hicieron mella en mí, pues a partir de entonces pocas veces más he pasado a comulgar. Si no podía recibir ese sacramento estando en pecado, y no estaba dispuesto a ir corriendo a contarle a un cura mis intimidades, sean pecado o no, la consecuencia era evidente. Poco a poco empecé a examinar todas las afirmaciones sobrenaturales con ojo crítico y a abandonar las costumbres y creencias religiosas hasta convertirme en el escéptico orgulloso que soy hoy. Y, simplificándolo mucho, todo gracias a un numerario del Opus Dei que me quería captar para su secta. Irónico, ¿no?

lunes, 11 de julio de 2016

El señor de las moscas

En el libro de religión de 5º ó 6º de E.G.B. leí un pasaje de una novela protagonizada por niños de aproximadamente mi edad, que me llamó poderosamente la atención. Era "El señor de las moscas", del escritor inglés William Golding, galardonado con el Premio Nobel de literatura en 1983. Esa Navidad, el único regalo que pedí fue un ejemplar del texto completo para poder leer toda la historia que me había cautivado en unos pocos párrafos. Y aunque la narración contiene momentos sobrecogedores de tensión, angustia y casi diría que terror, quizás no demasiado aptos para la mente aún en desarrollo de un chiquillo, el argumento es tan apasionante de principio a fin que enseguida se convirtió en uno de mis libros favoritos de todos los tiempos. Un imprescindible en cualquier biblioteca que se precie.

El señor de las moscas
© sundazed - Flickr

viernes, 8 de julio de 2016

Séptimo mandamiento, no robarás

Habíamos cargado el coche hasta mucho más allá de su capacidad, rozando los límites de estabilidad y seguridad aceptables, encajando sobre la baca maletas, bolsas y bultos inclasificables en un tetris perfecto, y cubriéndolo todo con una vieja manta tensada sobre el vehículo con varias cinchas elásticas, siguiendo el ritual que ejecutábamos dos veces al año, el primer y último día de vacaciones.

Séptimo mandamiento, no robarás
Jugando al tetris sobre la baca del coche

Tras un mes de veraneo en Salou volvíamos por fin a casa. Pero mis padres querían asistir a misa antes de irnos, así que nos acercamos hasta la iglesia con el coche completamente preparado para marchar en cuanto terminase la ceremonia y aparcaron cerca de la entrada, supongo que actuando de buena fe, pensando que nadie se iba a molestar en robar en un viejo coche a las puertas de un lugar sagrado. ¡Qué ingenuos!

Afortunadamente, un vecino se percató de la situación, se acercó a mis padres y les dijo que ni se nos ocurriera dejar el coche allí sin vigilancia, que cuando saliésemos de misa ya no quedaría nada para llevar de vuelta a Zaragoza. Fue muy amable por su parte al avisarnos, y además sus palabras tuvieron dos consecuencias muy beneficiosas, por una parte volvimos a casa con todas nuestras pertenencias, y por otra nos libramos de media hora de soporífero sermón.

lunes, 4 de julio de 2016

El patio de mi casa es particular

"El patio de mi casa es particular, cuando llueve se moja como los demás. Agáchate, y vuélvete a agachar, que..". ¡Espera!, un momento por favor, rebobina, ¿qué tiene de particular si se moja como los demás? Esa era la gran duda que me entraba de pequeño cada vez que oía o entonaba esta popular canción infantil.

El patio de mi casa es particular
© José Luis Filpo - Wikimedia Commons

Hasta que un día descubrí que la palabra particular tiene varios significados en nuestro idioma, y el hecho es que el que yo interpretaba como correcto en la canción no era el acertado según el contexto de la misma. Y, por cierto, ni siquiera era la primera acepción en el diccionario de la Real Academia Española:
particular
Del lat. particulāris
1. adj. Propio y privativo de algo, o que le pertenece con singularidad.
2. adj. Especial, extraordinario, o pocas veces visto en su línea.
etc.

viernes, 1 de julio de 2016

Mecano

Mecano era con diferencia mi grupo de música favorito, Es cierto que a veces sus letras no estaban muy elaboradas y dejaban un poco que desear, como bien apuntaba mi amigo Miguel Ángel para burlarse de mi gusto musical. Desde luego, "no hay marcha en Nueva York, y los jamones son de york" no pasará a los anales de la historia como una de sus mejores rimas. Pero en conjunto me gustaba su estilo, sus melodías, y sobre todo su cambio de registro cuando José María Cano empezó también a componer para el grupo y lanzaron en 1986 el disco "Entre el cielo y el suelo". "Hijo de la Luna", "Cruz de navajas", "Me cuesta tanto olvidarte".. son himnos imperecederos.

Mecano
Mi primer CD

En 1987, después de volver del campamento de verano en Broto, vi ese álbum expuesto en una tienda y no pude resistir la tentación de comprármelo, a pesar de que sabía que no iba a poder escucharlo en una larga temporada. Era mi primer CD, pero por aquel entonces en casa aún no teníamos un lector de Compact Disc. No me importaba, me sabía todas las canciones de memoria. Bueno, más o menos, porque en el campamento sonaba mucho ese disco y recuerdo que una chica me señaló con el dedo mientras le cantaba a otra "elijo primero que le engendres a él". No sé qué me sorprendió más, si el dedo acusador o la estrofa elegida. Cuando más tarde descubrí que la canción realmente dice "el hijo primero que le engendres a él", tampoco se disiparon mis dudas.

El concierto de La Romareda de 1989 me pilló aún demasiado joven como para obtener el visto bueno de mis padres, pero no así los dos siguientes que dieron en la Plaza de Toros en los años posteriores. El lleno fue absoluto, como era habitual tratándose de Mecano, pero tuve suerte y conseguí un par de entradas, y encima gratuitas, porque el encargado de seguridad de la plaza durante los conciertos era hijo de una amiga de mi madre. Con dos entradas en mi haber y Miguel Ángel renegando del grupo, invité a mi amigo y vecino José Pedro a acompañarme.

Mi intención era situarme de pie en la arena, lo más cerca posible del escenario, y disfrutar de una experiencia inmersiva única e irrepetible. Pero, cuando estábamos en la fila de acceso a la plaza, José Pedro se encontró a dos conocidas y decidió que debíamos acompañarlas. Supongo que buscaba algo más que sólo acompañarlas. El caso es que yo podía elegir entre ayudarle en su objetivo de caza y captura, renunciando a mi plan original, o disfrutar como pudiera del concierto en solitario, haciéndome un hueco entre una multitud de desconocidos que iban a estar saltando, empujando y sudando durante horas. Así que finalmente acabamos los cuatro sentados en un lateral de las gradas.

Cuando, después de una larga y aburrida espera, por fin aparecieron los integrantes del grupo y Ana Torroja comenzó a cantar y a moverse torpemente por el escenario, como era habitual en ella, se me pasó el disgusto ipso facto. No me lo podía creer, era impresionante estar allí, tan cerca de mis ídolos musicales, viéndolos en directo y escuchando las canciones que habían marcado toda mi vida. Canté, bailé y aplaudí como si no lo hubiera hecho nunca antes.. y en cierto modo así era, pues al fin y al cabo era el primer concierto al que asistía. Y después de dos intensas horas de espectáculo, me fui a casa con una sensación de satisfacción enorme, que aún era un poco más placentera por el simple hecho de que José Pedro no había conseguido engatusar a ninguna de sus amigas.

lunes, 27 de junio de 2016

Mallorca

Para conmemorar el final de etapa de la Educación General Básica, era costumbre hacer un viaje fin de curso o viaje de estudios a algún destino elegido por los propios alumnos, bajo la tutela de varios profesores y/o padres de alumnos dispuestos a aceptar semejante responsabilidad. El año que me tocaba a mí decidimos por consenso ir a Mallorca, y desde principio de curso estuvimos preparándonos para ese gran acontecimiento.

Mallorca
© oggd - Flickr

Con el fin de sufragar parte del coste que suponía un viaje de esas características preparamos diversas rifas, mercadillos y demás actividades por el estilo, y en las semanas previas a Navidad nos recorrimos todos los pisos del barrio intentando vender algunos boletos de lotería. Era una labor muy desagradecida, te daban con la puerta en las narices, te decían que ya le habían comprado el día anterior a otro compañero cuando nos acababan de repartir los talonarios esa misma tarde, te abría la puerta un negro enorme medio desnudo gritándote cosas ininteligibles en otro idioma.. Al final conseguí vender muchos aparentando que sólo me quedaba uno, parece que entonces la gente se sentía más predispuesta a hacerte el favor de ayudarte a terminar la tarea.

El día de la partida estaba muy excitado. No era la primera vez que salía de casa, pues llevaba años asistiendo a campamentos de verano, pero sí era la primera ocasión en que iba a volar en avión. Estaba tan nervioso que no me percaté de que llevaba un cortauñas en el bolsillo del pantalón, y el arco de seguridad del aeropuerto se puso a pitar como loco. Varias veces me palpé los bolsillos y al no encontrar nada volvía a pasar y la máquina volvía a delatarme con su estridente sonido, ¡qué vergüenza! Hasta que al final hallé al culpable en un recodo casi oculto y pude pasar el control dejando el utensilio atrás, ya que quedó confiscado como peligrosa arma blanca.

No recuerdo gran cosa de las visitas por la isla, tan sólo que desde el hotel bajábamos a una playa cercana plagada de piedras en lugar de arena, que fuimos a visitar las espectaculares Cuevas del Drach, donde nos pasearon en barca por el lago subterráneo mientras unos músicos interpretaban en directo la preciosa "Barcarola de Los cuentos de Hoffman" de Offenbach, junto a otras obras de Chopin y Mozart, que nos condujeron a la fábrica de perlas Majorica bajo un diluvio de proporciones bíblicas con la esperanza de que gastásemos lo que no teníamos, o que una noche nos llevaron a una discoteca apta para menores de edad donde tenían preparados varios juegos para que el público se lo pasase bien y bailamos como locos al son de la música del momento, yo como Jon Travolta en "Fiebre del sábado noche" si hacemos caso a los comentarios de mi compañeros, que supongo que sólo se estaban quedando conmigo.

Como no podía ser de otra manera, al estar lejos de sus padres muchos chicos y chicas aprovecharon para hacer gamberradas, como reventar naranjas contra el techo de las habitaciones del hotel, dejando una mancha de zumo coloreando todo aquello que la explosión había alcanzado, o pasar de unas habitaciones a otras andando sobre unas vigas que atravesaban el patio de luces, en un claro e irresponsable acto precursor del balconing moderno, o simplemente fumar a escondidas. Qué desilusión pillar in fraganti a una chica sensata e inteligente como Silvia con un cigarrillo en la mano. Pero mayor decepción fue que al verme intentó esconderlo, como si yo fuera a revelar su terrible secreto a alguien, qué poca confianza.

El día que volvíamos a casa casi pierdo el autobús que debía llevarnos al puerto para embarcar rumbo a Barcelona. Pero es que no podía irme de Mallorca sin llevar conmigo al menos un par de sus famosas ensaimadas para compartir y degustar en familia a mi regreso. El problema es que pasé tanto hambre en las 8 horas de travesía en barco por el Mediterráneo que acabé por comerme una de ellas, y para no terminar con la restante tuve que comprarme un bocadillo de jamón. Tanta hambre tenía que me comí hasta el tocino que habitualmente separo, a pesar de que mucha gente afirma que es la mejor parte. En este caso la mejor parte es que la segunda ensaimada sobrevivió, aunque era demasiado pequeña para que nos tocara a mucho en una familia numerosa. Sí, nos, yo también tuve mi parte, al fin y al cabo era quien la había porteado, y sin probarla no hubiera podido decir si estaba mejor o peor que la que me había comido en solitario. ¿No he contado nunca lo goloso que soy?

viernes, 24 de junio de 2016

Volando bajo el mar

Me encanta moverme dentro del agua. Más que nadar, lo que me apasiona es bucear, flotar a media profundidad y disfrutar de esa libertad y ligereza que deben de sentir los pájaros cuando surcan los aires. Seguramente es la sensación más parecida a volar que podemos experimentar sin usar ningún artilugio, pero para que el efecto sea más realista hace falta adquirir velocidad, y una forma sencilla de conseguirla es utilizando unas aletas.

Volando bajo el mar
Volando bajo el mar - Dominio Público

Siempre había querido poseer unas aletas de bucear, y un año mis padres por fin me regalaron un par. Eran de esas baratas que venden en cualquier puesto de recuerdos de cualquier ciudad costera, pero para mí eran más que suficiente. Además, no pude estrenarlas con mejor fortuna, pues el primer día que me las puse encontré bajo el agua un billete de 2.000 pesetas (unos 12 euros) enrollado en forma de canuto, mecido sobre el lecho arenoso en un suave movimiento de vaivén provocado por las olas y las corrientes marinas. ¡Qué gran inversión, si ni siquiera las aletas habían costado tanto! Fue la suerte del principiante, porque lo único que encontré a partir de entonces fueron algas, desperdicios y algún que otro cangrejo ermitaño.

Después del increíble hallazgo dejé las aletas junto a las toallas durante un rato, y cuando me las fui a poner de nuevo, el sol había calentado tanto la goma que se ajustaba a los tobillos que al estirarla para introducir los pies se rajó de arriba a abajo. ¡Qué disgusto! Aún se podían usar, pero ya no se adaptaban tan bien como al principio. También descubrí relativamente pronto que si querías avanzar muy deprisa tenías que ejercer mucha fuerza, y entonces las piernas se cansaban enseguida, se agarrotaban y hasta te podía dar un calambre en los gemelos. Lo cual me hacía preguntarme, ¿sufrirán los pájaros calambres en las alas cuando se lanzan a cruzar los cielos a gran velocidad?

lunes, 20 de junio de 2016

Jarabe del Dr. Manceau

Que mi golosonería no tenía límites era un hecho bien conocido. Aún así, mis padres seguían empeñados en poner a mi alcance una y otra vez dulces manjares de lo más variopintos que mi nula fuerza de voluntad no podía dejar de degustar.

Jarabe del Dr. Manceau
La sobredosis de este jarabe nunca me ha afectado

De niño, hacía continuos viajes a escondidas hasta la nevera para dar pequeños sorbos directamente de la botella de Jarabe del Dr. Manceau, más popularmente conocido como jarabe de manzana. Era un medicamento, un laxante, pero estaba tan bueno.. ¿Mis padres no se daban cuenta de lo poco que duraba? De todas formas no debía de ser muy eficaz, porque siempre he ido al baño un poco estreñido.

Siendo algo más mayor, abría disimuladamente la lata de la leche de almendras que le ponían a mi abuelo Perico para desayunar, cogía una cucharada bien colmada de su denso contenido, la acercaba hasta mi boca salivante dándole vueltas y vueltas rápidamente sobre su eje para que no se derramara ni una sóla gota, y saboreaba su pastosa dulzura con los ojos cerrados por el éxtasis.

Seguramente hubiera sido feliz viviendo en la casita de chocolate de Hänsel y Gretel, al menos hasta que hubiera abierto un agujero en alguna pared.

viernes, 17 de junio de 2016

Esquí estilo kamikaze

La primera vez en mi vida que fui a esquiar estaba ya en la Universidad. Un amigo de clase que pertenecía al Opus Dei me invitó a unirme a una escapada de fin de semana junto a algunos integrantes de su secta, La compañía me echaba para atrás, pero la oportunidad de disfrutar de una experiencia como aquella fue más fuerte que mi aversión, así que pronto estaba camino del Pirineo aragonés, en dirección a una bonita casa que el acaudalado padre de alguno de ellos tenía cerca de la estación de Astún.

Esquí estilo kamikaze
Nivel principiante - Dominio Público

A primera hora de la mañana nos plantamos en la entrada de las instalaciones, ataviados con todo el equipo necesario, dispuestos a aprovechar cada minuto del día. Yo era el más novato de todos, pero había algún otro, como mi compañero de clase, que tampoco tenía demasiada experiencia, de modo que nos llevaron a una pista verde, larga, recta y de escasa inclinación, para darnos los primeros consejos, practicar la cuña y aprender a guardar el equilibrio. Fácil, hicimos el recorrido un par de veces y lo básico estaba dominado. Siguiente parada, ¿una pista roja? Yo no lo sabía entonces, era un principiante e iba a donde me llevaban, pero acabábamos de saltarnos las pistas intermedias, las de color azul.

Allí estábamos, en lo más alto de una pequeña colina cuya pronunciada pendiente casi producía vértigo. Cuando llegó mi turno me lancé hacia abajo en línea recta sin pensármelo dos veces. Fui ganando velocidad rápidamente, demasiada, tanta que la cuña era totalmente inútil y no conseguía reducir mi creciente inercia ni tan solo un ápice. Aguanté como pude el equilibrio, pero finalmente un pequeño bache que en otras circunstancias no hubiera supuesto un mayor problema me desestabilizó por completo, salí volando por los aires y acabé rodando por la nieve mientras mis esquíes eran lanzados a metros de distancia. El golpe fue brutal, pero afortunadamente no me hice nada.

Volví a subir a lo alto de la colina y a lanzarme por esa pista muchas veces, y siempre acababa de la misma manera, dando con mis huesos en el suelo, tragando nieve mientras me deslizaba sin control hasta una zona más llana, y tremendamente magullado. Hasta que una persona, no alguien de mi grupo, sino un esquiador anónimo que me había estado observando, me dijo que no tenía que lanzarme en línea recta sino bajar haciendo zig-zag. ¡Claro, eso tenía sentido! Estaba indignado de que nadie me lo hubiese explicado antes, ¿acaso estaban esperando a que me rompiese la cabeza?

A partir de ese momento todo mejoró. Empecé a bajar la pista una y otra vez, deslizándome con soltura mientras trazaba amplias curvas, disfrutando de la sensación de libertad y velocidad, pero sin caerme y jugarme el tipo cada vez. Pasaron las horas, y mi amigo comenzó a sufrir calambres en las piernas debido a tanta actividad, pero en aquella época yo estaba bien entrenado y para mi no suponía un gran esfuerzo físico, quería más, necesitaba más, tenía que aprovechar cada segundo, pues no sabía cuando volvería a tener una oportunidad semejante, así que seguí subiendo y bajando la pista en solitario..

Al final llegó lo inevitable, la hora de marchar. Para bajar hasta los aparcamientos teníamos que seguir otra pista roja que partía de la que nos habíamos adueñado durante horas. Mientras bajábamos nos topamos casualmente con otra chica de la Universidad, no sé cómo nos reconocimos mutuamente con tanta parafernalia contra el frío como llevábamos puesta. Después de saludarnos nos preguntó si veníamos mucho a esquiar, yo le dije que era mi primera vez, y entonces la expresión de su cara se transformó en una mezcla entre asombro y terror y exclamó, "¿y estás bajando por aquí?". Fue entonces cuando realmente me di cuenta de que quizás había estado tentando a la suerte más de la cuenta, y me acordé de otro compañero de clase que se fue a esquiar y volvió con la pierna escayolada. Quedaban pocos metros hasta los coches, pero el resto del descenso lo hice con mucho más cuidado, por si acaso.

lunes, 13 de junio de 2016

Remedios de la abuela

Mi madre creía que la ingesta de zanahorias ayudaba a tener un buen bronceado y mejoraba la vista. Así que cada verano, cuando íbamos de vacaciones a Salou, nos obligaba a hacer una parada técnica al día para engullir a mordiscos una zanahoria cruda en mitad de la playa. La verdad es que esos supuestos beneficios para la salud no tenían ninguna base científica. ¿Quiere decir que mi madre era muy crédula? Bueno, más bien que no tenía las herramientas adecuadas para contrastar la información que recibía y discernir entre hechos veraces y mitos o remedios de la abuela. Puede que comer una zanahoria al día no nos beneficiase en esos términos, pero tampoco nos hacía ningún mal.

Remedios de la abuela
Michael Jackson dejó de comer de estas y.. - Dominio Público

Otro asunto eran los timadores y embaucadores profesionales que querían hacer dinero fácil a costa de la gente más humilde y desinformada, vendiéndoles remedios milagrosos y aparatos de supuestas propiedades extraordinarias, anunciándose incluso en televisión aprovechándose de una legislación aún demasiado laxa con este tipo de productos. Tal era el caso de un imantador de agua que adquirió mi madre y colocó en el grifo de la cocina, para que toda el agua que bebiésemos fuera mágica. Ninguna base científica, por supuesto, pero lo peor, aparte del desembolso económico, es que mi madre sí creía sentir sus efectos beneficiosos. El efecto placebo ha hecho rica a mucha gente sin escrúpulos.

viernes, 10 de junio de 2016

La niña del orinal

Hoy en día sería impensable, pero antes las cosas eran distintas, sin tanta burocracia, controles, restricciones y prohibiciones, que hubieran impedido a mi madre traer a casa durante un fin de semana a ninguno de los niños que estaban a su cuidado bajo tutela gubernamental. No fueron muchas veces, de hecho sólo recuerdo dos, pero seguro que fueron un soplo de aire fresco para la monótona y restringida existencia de aquellas pequeñas almas.

La niña del orinal
© Ceridwen - Wikimedia Commons

Uno de ellos era un niño que, aunque suene cruel decirlo, me recordaba enormemente al teleñeco Animal en su versión bebé. Era como un monito, delgado, de largas y finas extremidades y una cabeza grande y redonda aderezada por un poblado ceño cejijunto. El hecho de que su garganta sólo emitiese sonidos guturales tampoco ayudaba demasiado. Por lo demás, era un chico muy alegre y cariñoso. Años después lo vi ya convertido en una persona adulta y, aunque aún se podía reconocer en él a aquel divertido personaje de trapo, había cambiado enormemente transformándose en un joven normal, perfectamente integrado en la sociedad.

También hubo una vez una niña de visita en nuestro hogar. La única imagen que guardo de ella es ver cómo nos seguía por el pasillo de casa camino del salón. Solo que en lugar de ir andando o gateando, se movía arrastrando el orinal en el que estaba sentada para hacer sus necesidades. No recuerdo nada más, ni su nombre, ni su aspecto físico, ni ninguna otra característica que me hubiera permitido reconocerla en un futuro. Lo que dudo seriamente es que en la actualidad siga empleando ese medio de locomoción.

lunes, 6 de junio de 2016

Violencia sin sentido

Eran los años de secuestros, tiros en la nuca y bombas lapa. Ni siquiera durante la dictadura la barbarie de ETA estaba justificada o legitimada, pero aún menos entonces. Era un completo sinsentido, se mire por donde se mire, en una sociedad moderna, civilizada y democrática como la nuestra, y ninguna de sus acciones armadas tenía su razón de ser. Hasta consiguieron que el resto de los ciudadanos mirásemos con recelo a los vascos y navarros, y nos alejásemos atemorizados de cualquier vehículo matriculado en estas comunidades autónomas.

Violencia sin sentido
© Macotera Nieto - Wikimedia Commons

En nuestro barrio se levantaba una casa cuartel de la Guardia Civil, donde muchos integrantes de este cuerpo de seguridad del Estado trabajaban y vivían con sus familias. Se accedía a la entrada principal a través de una estrecha calle que tomábamos a menudo con el coche para desembocar en la Avenida de Cataluña, pero en la que por motivos obvios de seguridad no estaba permitido el estacionamiento. Quizás era muy pequeño, pero nunca tuve la sensación de que pudiera ser peligroso transitar por aquella zona.

Tres años después de mudarnos al nuevo barrio, en diciembre de 1987, ETA colocó un coche bomba en la casa cuartel, matando a 11 personas, entre ellas 5 niñas, y dejando más de 80 heridos, la mayoría civiles. La onda expansiva destrozó ventanas en cientos de metros a la redonda, entre ellas las del edificio en el que habíamos vivido durante tantos años. Las imágenes de televisión mostrando las ruinas de la fachada principal eran espeluznantes, hasta el punto de que costaba reconocer el lugar por el que tantas veces habíamos pasado antaño.

Ese mismo año, unos meses antes, ETA había atentado con otro coche bomba al paso de un autobús de la Academia General Militar junto a la iglesia de San Juan de los Panetes, matando a dos personas e hiriendo a más de 30. Recuerdo muy bien aquella fecha, porque mi hermano Daniel solía hacer ese trayecto regularmente, a la misma hora en que se produjo la explosión, para acudir a su instituto, el Mixto 4. Afortunadamente, por algún motivo que desconozco, ese día mi hermano no había asistido a clase, librándose de verse involucrado y quizás afectado por la atrocidad perpetrada.

Pero estas dos acciones terroristas que nos tocaban tan de cerca, te hacían sentir que no estabas a salvo en ningún lugar. Supongo que eso es justo lo que querían conseguir, provocar terror. Y de paso, el odio de una gran mayoría de la población española. Hasta hubo una época en la que disfrutaba imaginando que me convertía en un comando de las fuerzas especiales, me infiltraba más allá de las líneas enemigas y acababa de una vez para siempre con esa lacra de la sociedad. Por fortuna, las cosas han cambiado mucho y a mejor desde entonces.

viernes, 3 de junio de 2016

Pederasta al acecho

En el pasaje comercial situado en las entrañas del edificio Kasan había muchas tiendas pequeñas y algún supermercado donde solíamos abastecernos de los productos de primera necesidad, como pan, frutas y verduras, enormes tambores redondos de detergente Luzil, o algún pollo recién asado los domingos a la hora de comer. Al principio íbamos de compras acompañando a nuestra madre, pero pronto empezamos a realizar esa tarea por nosotros mismos, aunque para ello tuviéramos que cruzar en solitario las grandes avenidas que separaban la colmena de nuestra propia calle. Pero ese no era el mayor peligro.

Pederasta al acecho
© anothereye - Flickr

Apostado casi siempre junto a la arboleda situada a mitad de trayecto, acechaba a menudo un individuo bastante peculiar. De mediana edad, alto, delgado, desgarbado, con el pelo medio cano, largo y lacio, repeinado hacia un lado, y una expresión en la cara a medio camino entre desequilibrada y bobalicona. No sabías a ciencia cierta si estabas ante un pobre diablo al que le faltaba algún hervor, o algo peor. El caso es que solía acercarse a los chicos que andaban solos por la zona y les pedía que le ayudasen a cruzar alguna de las múltiples calzadas, mientras aprovechaba para agarrarse con fuerza a ellos y manosearles todo lo que pudiera.

Al menos esas eran las historias que corrían por el barrio. La verdad es que a mí nunca me tocó. Aunque también es cierto que en cuanto lo veía en la lejanía hacía todo lo posible por no pasar cerca de él. Por si acaso.

lunes, 30 de mayo de 2016

Relevos 4x400

Mi primera competición de atletismo por equipos fue como integrante del relevo 4x400. No sé qué criterio siguieron para seleccionarme, supongo que la falta de candidatos, porque era la primera vez que corría un 400. Además me pusieron en la segunda posta, la que tiene que coger la calle libre y por tanto la más complicada técnicamente hablando.

Relevos 4x400
La recta interminable - Dominio Público

Sonó el pistoletazo de salida y los primeros relevistas salieron en estampida a toda velocidad, mientras los segundos nos colocábamos en nuestras calles en espera de recibir el testigo. Mi equipo, el Helios, era toda una institución en aquella época, el mejor club de atletismo de Aragón sin ninguna duda, acaparando a los mejores atletas de la Comunidad. Así que no es de extrañar que en la recta final de la primera vuelta fuésemos ya en cabeza y yo fuera el primero en comenzar la segunda vuelta.

Salí como alma que lleva el diablo, sin preocuparme de dosificar fuerzas, pendiente únicamente de no tomar la calle libre hasta haber superado la compensación de la primera curva. Terminé la contrarrecta en primera posición. En la segunda curva mantuve el ritmo, y después supe por boca de mi antiguo amigo JJ que mis compañeros estaban boquiabiertos, preguntándose de dónde había salido ese corredor desconocido que estaba realizando una gran prueba. Completé los primeros 300 metros y encaré la última recta aún en cabeza. Fue entonces cuando, sin previo aviso, el ácido láctico al que no estaba acostumbrado ni por asomo agarrotó todos los músculos de mi cuerpo.

Los últimos 100 metros se me hicieron eternos. El cuerpo me pesaba una tonelada y la meta parecía cada vez más lejana debido al efecto túnel que difuminaba entre una preocupante neblina mi visión periférica. El resto de corredores comenzaron a adelantarme uno a uno, mientras mis compañeros me seguían animando a grandes voces, gesticulando aparatosamente como si pudieran empujarme en la distancia hacia la línea de llegada. Pero yo no entendía nada de lo que decían, porque el sonido de sus voces me llegaba ralentizado y distorsionado, como el canto de una ballena. Finalmente llegué hasta el tercer relevista de mi equipo y le entregué el testigo.. en última posición. En sólo 100 metros había dilapidado toda la ventaja que teníamos pasando de ser cabeza de carrera a terminar como farolillo rojo.

No me enteré de nada más. Salí de la pista como pude y me derrumbé en un rincón hasta bien concluida la prueba. Nadie se preocupó por mi estado físico, que no empezó a mejorar hasta que vomité todo lo que tenía en el estómago. Poco a poco fui recuperando la nitidez en la vista, y las fuerzas necesarias para poder ponerme en pie, para descubrir con sorpresa que finalmente habíamos ganado la carrera a pesar de mi desastrosa actuación. Así es como yo lo veía, pero la verdad es que nadie me lo echó nunca en cara. Quizás si hubiéramos acabado perdiendo la cosa hubiera sido diferente.

Siempre lo digo, sin duda alguna la prueba más dura del atletismo son los 400 metros lisos. Sé de lo que hablo, y no sólo por esa primera experiencia, pues me tocó disputar el relevo muchas otras veces, algunas incluso pocos minutos después de haber corrido los 800 metros, la segunda prueba más dura del atletismo. Pero era joven y tenía toda la energía del mundo.

viernes, 27 de mayo de 2016

Italia

El viaje de estudios a Italia dio pie a muchas anécdotas y situaciones embarazosas que quedarán para siempre en el recuerdo. Entre las más graciosas destacaría la ocasión en la que un compañero me arrebató la cámara de fotos para hacerle un robado a una chica despampanante que estaba posando sensualmente frente al Coliseo, y que finalmente resultó ser el primer travesti que veíamos en nuestras vidas. O cuando andábamos un poco perdidos, callejeando despistados por Roma, y ese mismo compañero se acercó a una pareja de ancianos con el mapa en la mano para intentar situarnos en el plano y el matrimonio salió huyendo despavorido como si fuéramos unos indeseables que les iban a desvalijar.

Italia
© Diliff - Wikimedia Commons

Menos gracioso, pero si bastante curioso, fue que el bedel del instituto, que nos acompañaba al viaje en calidad de responsable porque ningún profesor estaba dispuesto a hacerlo, nos había advertido de que había muchos ladrones que utilizaban el método del tirón para llevarse cámaras, bolsos y mochilas. Y, casualmente, él fue el único afectado cuando, paseando por Florencia, una moto pasó a su lado y el sujeto que iba de paquete le arrancó del hombro una estupenda cámara réflex que debía de haberle costado el equivalente a varios meses de salario.

Vivimos momentos de tensión cuando una noche nos cruzamos con unos hinchas de un equipo de fútbol, alguno de los nuestros gritó "¡hala Madrid!" o "¡visca el Barça!", y tuvimos que salir corriendo perseguidos por una jauría enrabietada. Y rabia es lo que sentí cuando en el escaparate de una de las tiendas del puente de Rialto en Venecia vi la miniatura de un violín tallado en madera, entré para interesarme por su precio, y el dueño me echó de malas maneras como si yo no tuviera la categoría suficiente para optar a adquirir esa pieza.

La última anécdota no sabría como clasificarla, pero me reafirmó en mi compromiso de mantenerme alejado del alcohol y demás vicios insanos. Algunos compañeros montaban cada noche su propia fiesta en las habitaciones del hotel en el que estuviéramos alojados, donde no faltaban risas, gritos, música, alcohol y tabaco. Y si faltaba algo.. se improvisaba. Así que, cuando una noche se les acabó la bebida demasiado pronto, empezaron a mezclar los refrescos con colonia hasta conseguir un buen colocón al filo de la intoxicación etílica. Y supongo que también una buena jaqueca a la mañana siguiente.

lunes, 23 de mayo de 2016

Don Juan

Yo nunca he sido de los que salen por ahí de fiesta cada fin de semana dispuesto a ligar cueste lo que cueste y emborracharse hasta que el cuerpo aguante, así que entre mis compañeros de instituto tenía fama de ser bastante tímido y reservado. Seguramente tenían toda la razón del mundo, pero en un par de ocasiones me complació enormemente dejarles con la duda y parecer a sus ojos un auténtico Don Juan.

Don Juan
Los testigos de mi osadía - Dominio Público

Era el cumpleaños de mi prima Ana y para celebrarlo salimos una noche de sábado con su novio y sus amigas por la zona de Dr. Cerrada. Mientras nos movíamos de un bar a otro me topé con varios compañeros de clase, que se sorprendieron visiblemente al verme pasar por allí. Me quedé rezagado charlando con ellos un rato, hasta que de pronto aparecieron mi prima y una de sus amigas, muy guapas las dos, me cogieron cada una de un brazo y me llevaron con ellas hacia otra parte, dejando a mis compañeros con expresión de asombro y la boca abierta. No debieron de cerrarla en todo el fin de semana, porque el lunes a primera hora lo primero que hicieron al llegar al instituto fue correr a interrogarme, "¿quienes eran?, ¿de qué las conoces?, ¿dónde ibais?".

En 3º de B.U.P. hicimos un viaje de fin de curso, el famoso viaje de estudios, visitando diversas ciudades de Italia como Venecia, Pisa, Florencia o Roma. Estábamos dentro del Museo del Vaticano cuando de repente vi a lo lejos, al otro extremo de un largo pasillo, que una chica muy guapa venía en nuestra dirección. Mirando con cara de póker a mis colegas les reté, "¿qué os apostáis a que me acerco a esa chica y le doy dos besos?". Obviamente no esperaban tal reacción por mi parte, así que ni corto ni perezoso me adelanté, me puse enfrente de ella cortándole el paso, le planté dos sonoros besos y nos pusimos a charlar animadamente. Mis compañeros estaban con la mandíbula desencajada, una mezcla entre desconcierto y fascinación. Aunque lo realmente asombroso era haberme encontrado a mi prima Olga, que también estaba en su viaje de estudios, en un pasillo de un museo de una ciudad a más de mil kilómetros de nuestras casas, hecho que mis amigos tardaron mucho tiempo en averiguar.

viernes, 20 de mayo de 2016

Héroes del Silencio

Una tarde estaba entrenando en las pistas del Palacio de los Deportes de Zaragoza, "el huevo". Había salido a correr al Parque Primo de Rivera y, cuando volvía, vi que a lo lejos, ocupando completamente la misma acera por la que iba yo, se acercaba un grupo de 4 ó 5 jóvenes melenudos con muy malas pintas.

Héroes del Silencio
© Manerasdevivir.com

No llevaba nada de valor encima, sólo unas zapatillas deportivas sudadas y un pantalón y una camiseta corta aún más sudados. Sin embargo, por precaución, me cambié de acera disimuladamente, pues había oído muchas historias de gente a la que van a atracar y al no llevar nada de valor encima le daban una paliza.

Al llegar a la altura del grupo, nunca mejor dicho, me di cuenta de quiénes eran realmente, los componentes de "Héroes del Silencio", con el cantante Enrique Bunbury a la cabeza. ¡Qué miedo!, estaba claro que mi instinto de supervivencia no había fallado en absoluto.

lunes, 16 de mayo de 2016

¡Rubia!

Durante los entrenamientos lo primero que teníamos que hacer era un buen calentamiento, un trote largo de no menos de media hora que realizábamos por fuera de las instalaciones de La Granja para que no nos resultara demasiado tedioso. Dábamos vueltas alrededor de todo el recinto, del parque homónimo situado a su lado, del pabellón Príncipe Felipe, e incluso si disponíamos de más tiempo salíamos al cuarto cinturón o callejeábamos hacia el Parque Primo de Rivera.

¡Rubia!
Yo no me metería con ellos - Dominio  Público

Una tarde que Susana y yo volvíamos de nuestro recorrido habitual, mientras pasábamos por la curva que hay detrás de La Granja, en dirección contraria a la circulación, vimos que se acercaba una furgoneta llena de jóvenes uniformados que obviamente estaban cumpliendo el servicio militar en la ciudad. Cuando el vehículo pasó a nuestro lado varios de ellos asomaron la cabeza por las ventanillas y entre risas y gestos obscenos gritaron: "¡Rubiaaaa!". Cláramente no se referían a mi, pero fui yo quien, sin tan siquiera mirarles, les respondió levantando un brazo con el puño cerrado y el dedo corazón apuntando directamente al cielo. Fue algo instintivo, no me paré a pensarlo.

También fue instintiva su reacción, pues unas décimas de segundo después oímos a nuestra espalda un fuerte frenazo en seco y un montón de insultos y gritos airados, mientras la furgoneta echaba marcha atrás en mitad de una curva peligrosa y con escasa visibilidad. Aparentemente sin inmutarnos, Susana y yo seguimos a nuestro ritmo alejándonos de ellos, que afortunadamente pronto desistieron de su arriesgada persecución y decidieron continuar su propio camino. Es curioso que, después de media hora corriendo a una velocidad más que decente, fue casualmente durante esos pocos segundos cuando el corazón se me puso a doscientas pulsaciones por minuto, ¿casualidad?

viernes, 13 de mayo de 2016

Baloncesto extremo

Cuando mis padres no estaban en casa aprovechábamos para hacer cosas que teníamos absolutamente prohibidas, como jugar al baloncesto en el salón. Usábamos como balón una pelota de tenis, y la canasta era el hueco superior que quedaba entre la pared y la puerta cuando ésta estaba completamente abierta. Encestar desde lejos era complicado, así que mi jugada favorita era esquivar al contrincante para penetrar hasta la canasta y machacar.

Baloncesto extremo
Machacando sin piedad - Dominio Público

Aunque más bajito, yo era mucho más ágil que mi hermano Daniel, que se exasperaba con mis anotaciones. Así que un día, desesperado, cogió disimuladamente el machete que se había comprado en unos campamentos un tiempo atrás y, cuando me dispuse a machacar, lo colocó de punta cubriendo el exiguo hueco de la puerta. Lo vi justo a tiempo de apartar la mano, aunque no pude evitar que el metal me rozara un poco la palma, afortunadamente sin llegar a hacerme una herida. Por supuesto ahí se terminó el juego, ¡vaya ideas tenía mi hermano de vez en cuando! Y lo peor es que me hizo fallar el punto final.

Las pachangas que echaba con mi amigo José Pedro en las canastas de Ranillas eran más normales. Solíamos jugar uno contra uno, a un juego llamado "tipi". A pesar de que José Pedro casi me sacaba una cabeza y de que jugaba habitualmente en un equipo de baloncesto, no era rival para mi. Seguro que jugando en grupo las cosas hubieran cambiado radicalmente, porque él tenía más visión de conjunto que yo, pero en solitario solía ganarle con contundencia gracias a mi rapidez y, sobre todo, a que saltaba más que él y me llevaba casi todos los rebotes. Siempre me gustó el baloncesto, pero no era lo suficientemente alto como para dedicarme a ello, y además mi carácter más reservado iba más con los deportes individuales, por eso cuando descubrí el atletismo supe al instante que era ideal para mi.

lunes, 9 de mayo de 2016

Los guardianes de la escalera

La hija de los vecinos de arriba tenía un par de años más que yo, y era una chica fea, corpulenta y arisca. No tengo ni idea de qué es lo que le atraía de ella a mi hermano Daniel. Afortunadamente para todos los que no la aguantábamos y no la queríamos dentro de nuestra familia, la vecina pronto se echó un novio aún más feo, corpulento y arisco que ella.

Los guardianes de la escalera
© kevlar - Flickr

A última hora de la tarde la parejita acostumbraba a sentarse a charlar, comer pipas y fumar dentro del portal, acomodados en los primeros peldaños de la escalera, cuyo acceso quedaba completamente bloqueado. Por supuesto, si venía cualquier vecino se levantaban amablemente y le cedían el paso, salvo si ese vecino era un servidor. Yo vivía en el primer piso y siempre subía andando, pero a menudo, cuando volvía a casa después de entrenar, me los encontraba en actitud melosa y me pedían de malas maneras que cogiera el ascensor. Obviamente me negaba, y entonces apelaban a que eran mayores que yo y debía guardarles un respeto que no se habían ganado. Algunas veces cedía, otras me quedaba allí de pie hasta que me dejaban pasar y, puntualmente, trepaba por la pared y saltaba la barandilla accediendo a la escalera justo un tramo por encima de ellos, que se quedaban abajo farfullando y protestando, pero sin llegar a levantarse.

Para colmo de males, eran unos guarros y siempre dejaban la escalera llena de cáscaras de pipas y colillas, no sé cómo el resto de vecinos no protestaban. Un día, harto de su comportamiento desagradable y anticívico, recogí con cuidado todos los desperdicios que habían dejado y los deposité en el buzón de su casa. Sus padres no tenían culpa de nada, y seguro que se sorprendieron ante el regalito que se encontraron a la mañana siguiente cuando abrieron el buzón.. ¡pero funcionó! Seguramente conocían la procedencia de esos restos y le cantaron las cuarenta a su hija, porque desde aquel día no volvieron a ensuciar la escalera, y hasta querría pensar que empezaron a ser un poquito más amables conmigo.. No, eso seguro que no.

viernes, 6 de mayo de 2016

Cincomarzada arruinada

Una cincomarzada fui a pasar el día al Parque del Tío Jorge con mi amigo Miguel Ángel y algunos de sus compañeros de instituto. Dimos unas vueltas por los puestos de las peñas, donde la cerveza y el vino corrían a raudales y las morcillas, chorizos y longanizas a la brasa impregnaban el aire con su delicioso aroma haciendo rugir nuestros vacíos estómagos, señal inequívoca de que la hora del almuerzo había llegado. Tomamos posesión de un trozo de césped en la explanada junto al lago y sacamos nuestros bocadillos.

Cincomarzada arruinada
© johnloo - Flickr

Estábamos allí sentados, charlando y comiendo tranquilamente, cuando de repente algo se estampó contra mi espalda. Me giré para ver qué había pasado y descubrí que era tan solo una bolsa con una botella de plástico en su interior, pero obviamente había llegado hasta allí de alguna manera. Levanté la vista y unos metros más allá estaba el responsable de haberla lanzado en nuestra dirección de una patada, un chulito de barrio con una cohorte de aduladores a sus espaldas, que nos miraba desafiante. No recuerdo cuál fue mi reacción, si le dije que tuviera más cuidado o si simplemente pasé del tema sin prestarle más atención de la que merecía, pero en cualquier caso estaba claro que andaba buscando bronca e independientemente de mi actitud habría encontrado la excusa que buscaba.

El pandillero se acercó hacia mí y empezó a increparme. Nos pusimos todos de pie, unos pocos amigos intentando pasarlo bien en un día de fiesta enfrentados a una pandilla más numerosa de camorristas buscando follón. No teníamos posibilidades de ganar una pelea que ni queríamos ni habíamos provocado. Así que dejé que se desahogara insultándome, las palabras se las lleva el viento, y hasta aguanté impertérrito una torta-empujón que me propinó en la cara, mientras Miguel Ángel y el resto se removían nerviosos a mi lado. Nadie de entre los numerosos grupos de gente que había alrededor movió un sólo dedo para defenderme, aunque evidentemente no nos quitaban el ojo de encima.

Al final la paciencia y pasividad dio sus frutos y en cuanto el macho alfa vio que no iba a conseguir lo que andaba buscando, dio media vuelta y se fue con su jauría a buscar otras víctimas más propensas a iniciar una batalla campal. Pero esa desagradable experiencia nos había arruinado la cincomarzada, así que tras dar un par de vueltas más por el parque, nos fuimos cada uno a la seguridad de nuestros hogares, donde poder lamernos las heridas de nuestro ego humillado en la intimidad.

lunes, 2 de mayo de 2016

Promesas rotas

Durante unas fiestas del Pilar, después de una reunión familiar con motivo de alguna boda, bautizo o comunión, varios de los primos más jóvenes acabamos la noche de juerga en el recinto ferial. Nos montamos en alguna atracción, comimos algunos churros, pero sobre todo hablamos mucho de nuestras cosas aprovechando la ocasión. De entre los que tenían una edad similar a la mía, a mis primas Ana y Arancha las tenía muy vistas y conocía sus vicios y manías, pero con Iván no coincidíamos tan a menudo y casi se había convertido en un extraño para mi, hasta el punto de que me sorprendí cuando Ana le ofreció un cigarrillo, lo aceptó y se pusieron a fumar tranquilamente, con soltura, como quien lleva mucho tiempo haciéndolo. Se rieron al ver mi cara de estupefacción, y también me tentaron con un pitillo, aunque les dije que no.

Promesas rotas
© lanier67 - Flickr

Unos años atrás mi amigo Miguel Ángel y yo habíamos hecho una solemne promesa infantil, "juro que nunca jamás beberé alcohol ni fumaré", y no la había roto hasta entonces. Pero decirles que no a mis primos era como darles alas a que insistieran e insistieran e insistieran. Así que al final, por hastío, tomé un cigarro y le di unas caladas para que me dejaran tranquilo, solo que en vez de aspirar y tragarme todo el humo enrarecido, soplé disimuladamente y conseguí engañarles y que me dejaran tranquilo. Lo mejor de todo es que mantuve mi promesa y me sentí orgulloso de ello. Por eso, un día que estábamos celebrando un cumpleaños de Miguel Ángel junto a varios de sus compañeros de clase, me decepcionó comprobar que él sí la había roto y, a pesar de su diabetes, le daba a la cerveza como el que más.

viernes, 29 de abril de 2016

Fuegos artificiales

Durante las fiestas del Pilar, cada noche lanzaban fuegos artificiales desde un rincón diferente de la ciudad. El que teníamos más cercano era la Plaza de Europa, a escasos centenares de metros de nuestra casa cruzando el río Ebro por el Puente de la Almozara. Aunque hubiéramos podido verlos desde el balcón, nos gustaba situarnos muy cerca de la zona cero y disfrutar prácticamente desde debajo de una inmersión sensorial a base de explosiones, luces de colores, chispas y olor a pólvora quemada.

Fuegos artificiales
© azuaje - Flickr

A mi hermana María, a la que acercábamos con nosotros en su sillita de paseo, le encantaba como al que más, aunque unos años después, quizás debido a esa sobreexposición inicial, les cogió algo de respeto. Lo peor de todo es que estábamos tan cerca que a veces llovían a nuestro alrededor los palos finos y largos que se usan para dar estabilidad a los cohetes durante el lanzamiento y ascenso. Si te caía uno encima te podía lastimar, así que no tardaron mucho tiempo en ampliar enormemente la zona de seguridad y se acabó el acercarte tanto. Pero eso no nos impidió seguir disfrutando de los fuegos artificiales, pues tienen algo tan especial y primario que a cualquier distancia siguen siendo igual de mágicos, hipnóticos y fascinantes.

lunes, 25 de abril de 2016

Como dos gotas de agua

Al menos en cuanto a aspecto físico, yo he sido desde pequeño la oveja negra de la familia. Soy el más parecido a la rama de mi madre, de piel oscura, cabello castaño y complexión delgada, mientras que el resto de mis hermanos han sido siempre de la rama paterna, de tez más clara, rubitos y más bien regordetes. Por eso, cuando en la playa había gente que les preguntaba a mis padres si mi hermano Rubén y yo éramos mellizos, nos hacía mucha gracia y nos parecía increíble que alguien pensase siquiera en tamaño disparate. Si hasta hemos sido siempre opuestos incluso en el carácter, yo siempre haciendo el trasto y mi hermano modosito recordándome que "mamá dice que eso no se hace".

Como dos gotas de agua
© donnieray - Flickr

Pero algo de razón sí que debían de tener, pues mi hermano Rubén había ido cambiando paulatinamente su fisonomía hasta parecerse más a mi, mientras el resto de nuestros hermanos permanecían fieles a la rama paterna. Y como nuestra diferencia de edad era mínima, de tan sólo dos años, es lógico que gente que no nos conociese pudiese llegar a imaginar que no éramos simples hermanos.

La confirmación definitiva llegó un día en que Susana, buena amiga y compañera de entrenamientos, y que estudiaba en el mismo instituto que mi hermano, me dijo que lo había visto en el recreo y se había sorprendido pensando que era yo. Si ella, que pasaba a diario varias horas a mi lado, se había confundido de esa manera, es que el parecido debía de ser más que razonable. Eso, o que necesitaba graduarse la vista.

viernes, 22 de abril de 2016

El postre menos deseado

De tanto coincidir en la playa día tras día, año tras año, al final acababas haciendo amigos, como esa familia originaria del sur pero residente en Barcelona que tenían una niña pequeña más o menos de la edad de mi hermana María, y que a veces hasta nos guardaban medio metro cuadrado de las atestadas arenas de Salou si bajaban a la playa antes que nosotros.

El postre menos deseado
© Hgrove - Wikimedia Commons

Una vez nos invitaron a comer a su apartamento, situado en la octava planta del rascacielos que había en primera línea de playa. ¡Menudas vistas! Y eso que sólo estábamos situados a la mitad de la altura total del edificio. Desde la azotea casi se podía apreciar la curvatura de la Tierra en el horizonte, y las boyas que a ras de suelo parecían tan lejanas se veían infinitamente más cerca de la orilla en comparación con la enorme extensión de agua que quedaba por detrás.

No recuerdo qué nos sirvieron de comida aquel día, sólo que el postre no nos gustó a ninguno, pero por educación nos lo comimos igualmente con nuestra mejor sonrisa. En mi memoria era media chirimoya que habían vaciado y vuelto a rellenar tras mezclar su carne con alguna otra cosa, aunque hablando sobre aquel episodio con mi madre, ella asegura que era un aguacate.

En cualquier caso, la cocinera nos preguntó con la bandeja en la mano si nos había gustado. Había sobrado una pieza y todos nos olimos lo que podía ocurrir si decíamos que sí, pero tampoco podíamos decir que no. Afortunadamente, fuimos rescatos in extremis por mi hermano Rubén, siempre tan educado él, que cayó en la trampa y se lanzó inconscientemente a alabar su textura y sabor, obteniendo como recompensa el pedazo sobrante de repetición. Casi morimos asfixiados allí mismo conteniendo la risa, pero aquella noche, ya en nuestro apartamento, comentamos la jugada una y otra vez a carcajada limpia. ¡Toma, por pelota!

lunes, 18 de abril de 2016

No estaba perdida, andaba de parranda

Mi madre se había quedado en el pequeño apartamento preparando la comida, mientras el resto de la familia disfrutábamos una vez más de la playa y el sol de Salou. Mi padre estaba sentado en una tumbona en primera línea, charlando con unos amigos, mientras nosotros jugábamos al lado con las palas, dándolo todo como si estuviésemos en la mismísima final de Roland Garrós. De vez en cuando echábamos un vistazo vigilante a María, que excavaba agujeros y construía castillos en la orilla con sus cubos, palas y rastrillos. Todo era perfecto. Hasta que en un momento dado, coincidiendo con tan solo cinco segundos de despiste generalizado, mi hermana desapareció.

No estaba perdida, andaba de parranda
© picfix - Flickr

El susto inicial fue estremecedor, pero en un acto de extraordinaria lucidez, sin dejarnos llevar por el pánico, nos coordinamos con absoluta precisión y empezamos a buscarla rápidamente por todas partes en estado de máxima alerta. Mi padre marchó hacia la entrada de la playa por si se le había ocurrido irse hacia casa, o peor, por si alguien se la había llevado. Uno de mis hermanos se quedó en el sitio por si aparecía de repente, otro se fue siguiendo la playa en una dirección y yo avancé en la contraria. Alguien habló con los socorristas, creo que alguno de nuestros amigos, que también colaboraron activamente en la búsqueda. Movilizamos a todo el mundo, pero María no aparecía por ningún sitio.

Yo oteaba a partes iguales la playa, por si se había despistado dando un paseo y no encontraba el camino de vuelta a nuestras toallas, y el mar, por si se había adentrado a nadar y se había quedado atrapada por la resaca y las olas. Intentaba calmar mis nervios, pues sabía que era buena nadadora, pero el mar es traicionero y a veces las corrientes son muy fuertes. Tras unos minutos que parecieron horas, uno de mis hermanos llegó a mi encuentro diciéndome que había aparecido, afortunadamente sana y salva. Y cuando regresamos al punto de inicio allí estaba nuestra hermana tan tranquila, jugando con sus cubos y palas otra vez como si nada hubiera pasado. Y así era en realidad, al menos para ella, pues en su mundo ella nunca estuvo ni se sintió perdida.

Fue mi padre quien la encontró, o más bien quien descubrió dónde estaba y lo que había pasado. La explicación era muy sencilla, simplemente a mi hermana le habían entrado ganas de ir al baño y ni corta ni perezosa se fue sin avisar a nadie a los aseos que había a la entrada de la playa. Cuando mi padre la vio estaba volviendo si atisbo de despiste alguno directamente hacia las toallas, después de haber hecho sus necesidades. Comprendiendo todo en un instante, ni la interceptó ni le dijo nada, sólo la siguió en la distancia y la dejó hacer como si nada. Una decisión inteligente, pues lo contrario habría supuesto contagiarle en vano nuestra ansiedad y nerviosismo.

Tengo que reconocer que fueron los cinco minutos más angustiosos de toda mi vida, pero al final todo quedó en un gran susto. Eso sí, velando por nuestra integridad personal, hicimos un pacto de silencio entre los hombres de la casa, y a mi madre no se lo contamos hasta pasado mucho, mucho tiempo.