lunes, 21 de diciembre de 2015

Gagliano alumnus Stradivarius

Siempre me han apasionado los retos, el cuanto más difícil mejor. Por eso, cuando estaba estudiando solfeo y me preguntaron en qué instrumento musical quería especializarme consulté, "¿cuál es el más difícil?", "violín", "pues ese". Algo parecido sucedió cuando tuve que elegir una carrera universitaria, la que a mi me gustaba realmente, astrofísica, no se impartía en Zaragoza, y mis padres no tenían la capacidad económica de mandarme a estudiar fuera de casa. Así que, sin tener una alternativa clara, consulté, "¿cuál es la más difícil?", "ingeniería superior", "pues esa".

Gagliano alumnus Stradivarius
Difícil elección - Dominio Público

Pero volviendo al violín, anécdotas relacionadas con él tengo muchas. Como aquella vez que fui a apuntarme a clases para el curso siguiente, justo un día en el que había convocada una huelga general. Como todos los años, la academia estaba muy solicitada y la cola para inscribirse era enorme, por lo que tuve que esperar varias horas hasta que llegó mi turno. Mientras tanto, mis padres estaban en casa preocupados por mi tardanza, así que mandaron a mi abuela, que vivía justo al lado, para ver si todo iba bien. Sin embargo, como ya era tarde habían cerrado las puertas dejándonos dentro a los que  aún quedábamos, de modo que no me vio, les dijo a mis padres que no había nadie, y estos se preocuparon todavía más. Hasta me echaron la bronca cuando llegué finalmente a casa, como si hubiera sido culpa mía. Al menos conseguí unos horarios aceptables.

Un año mi profesora me acompañó para aconsejarme en la compra de un violín más profesional que el que andaba empleando hasta entonces, y que iba a pagar con los ahorros que había reunido trabajando todo un verano como extra en el bar-restaurante del que mi hermano mayor era encargado. Fuimos a una tienda de su confianza, una de esas de toda la vida, con un gran prestigio, y subimos al almacén, donde el dueño tenía decenas de violines por las paredes, a cada cuál más bonito y con una mejor sonoridad que el anterior. Uno de ellos me llamó especialmente la atención, porque tenía la voluta tallada en forma de cabeza de un león, ¡toda una obra de arte! Al final me llevé un supuesto violín italiano del siglo XVIII fabricado por un miembro de la familia Gagliano, que fue alumno del famoso Stradivarius. Pero digo supuesto, porque años después, investigando por Internet sobre su origen, llegué a la conclusión de que en realidad era una falsificación francesa del siglo XIX.

En el camino de ida y vuelta a la academia también pasaban cosas. Como aquella vez que se me abrió el estuche en mitad de la calle y mi violín se estampó contra el suelo con un gran estrépito. ¡Vaya susto!, pero afortunadamente no le pasó nada.

Un día volvía de clase, violín en mano, cuando se me acercó un yonki que siempre andaba por el centro intentando conseguir alguna moneda con la excusa de que tenía el SIDA. Empezó a seguirme, pidiéndome insistentemente lo que tuviera suelto, argumentando que pudiendo ir amenazando a la gente con una jeringuilla él lo pedía de buenas, pero yo le decía que no tenía nada. Entonces, en un momento dado, me dijo, "si te registro y encuentro algo me lo quedo". Sin dejar de caminar hacia la parada del autobús le miré muy serio, intentando no dejar traslucir mi nerviosismo, y sin pensarlo dos veces le espeté, "es que no voy a dejar que me registres". Fue una respuesta automática e irreflexiva, de esas que te pueden meter en un lío, pero afortunadamente me salió bien porque, al cabo de unos cuantos pasos más, me abandonó para ir en busca de alguna víctima más receptiva. En ese instante me relajé y me quedé más tranquilo, aunque luego, pensándolo fríamente, no sé qué hubiera pasado si su reacción hubiera sido otra. A veces soy así de impulsivo y, por suerte, hasta el momento no he tenido que lamentarlo nunca.

Una vez más ya está aquí la Navidad, y este año me voy a tomar unos días de descanso para disfrutar de la familia, así que.. ¡felices fiestas y hasta el año que viene!

viernes, 18 de diciembre de 2015

Organillo ambulante

Cuando hice la Primera Comunión recibí muchos obsequios, pero sólo dos fueron los regalos estrella. El primero fue una cámara de fotos AGFA Happy. No era una cámara normal como las que pedían los demás chicos. Había salido a la venta el año anterior con un concepto muy novedoso, al menos para mi que no había visto nunca nada parecido, ¡hacía las fotos mediante el gesto de abrir y cerrar la carcasa! Los anuncios de televisión donde se mostraba el funcionamiento cumplieron perfectamente su misión, porque me encandilaron de tal manera que se la pedí explícitamente a mis padres.

Organillo ambulante
Un gran intérprete - Dominio Público

El otro regalo estrella me lo compraron mis padres algo más adelante, usando el dinero que habían aportado familiares y amigos para celebrar mi gran día. Era un pequeño órgano electrónico de la marca Yamaha. Hacía tiempo que se me había antojado un instrumento de esas características, desde que mi amigo Miguel Ángel y yo pasábamos largos ratos aporreando las teclas del que tenía en su casa, intentando producir sonidos armónicos y melodiosos vulgarmente conocidos como música.

La cámara de fotos tuvo una vida útil muy corta. No es que se me rompiera o se perdiese, pero es que en la época de las cámaras analógicas, carretes, negativos y revelados en tienda, la fotografía era un hobby muy caro. Sin embargo, el teclado lo estuve usando durante muchos años, sacando de oído algunas melodías como las bandas sonoras de "Superman" o "2001: Una Odisea del Espacio", o copiando piezas inventadas por Miguel Ángel, al que, como casi todo lo que hacía, también se le daba bien la música.

Creyéndome un gran intérprete, solía sentarme en un rincón del patio de luces de mi casa a tocar, con el volumen al máximo y a la vista de todos los vecinos, que afortunadamente eran muy indulgentes y nunca me arrojaron encima ningún cubo de agua. Incluso un año en el colegio, para celebrar la Navidad de una forma especial y diferente, fui de clase en clase regalando mi escaso repertorio al resto de alumnos, por supuesto con la venia de los profesores, que tenían ya la vista puesta en las vacaciones. Está claro que en aquella época no tenía ni pizca de vergüenza, ni falta que me hacía.

lunes, 14 de diciembre de 2015

La lista de la discordia

Esta es una historia real, aunque no sé si lo que cuento en ella es cierto o no. Me explico:

Cuando nos mudamos al nuevo barrio y cambié de colegio, no fui el único en hacerlo. Mi amigo Miguel Ángel se encontraba en la misma situación y, por lo visto, aunque yo de eso me enteré más tarde, el que había sido nuestro profesor y tutor en 4º de E.G.B. había seguido el mismo camino.

La lista de la discordia
© Villanova Law Library - Flickr

Mis padres estuvieron indecisos sobre a qué colegio llevarnos en la nueva etapa y, aunque finalmente el escogido fue San Braulio, creo que la primera opción era otra y así aparecía en algún listado oficial. Y a ese primer colegio de la lista es al que se movió nuestro antiguo profesor, según le contó a la madre de Miguel Ángel un día que se encontraron por la calle.

Hasta aquí la historia real. Lo que sigue a continuación no sé cómo tomármelo, y más bien me inclinaría a encuadrarlo en la categoría de falsos recuerdos.

Resulta que el profesor también le había confesado a la madre de mi mejor amigo que había elegido ese colegio en particular porque yo aparecía en la lista, y así podía seguir dándome clases. Si eso fuera cierto habría sido un inmenso e inmerecido honor, pero realmente es algo que me cuesta mucho creer. En cualquier caso nunca sabré lo que pasó realmente, ¿quedó el profesor desolado y decepcionado al no verme aparecer por la puerta el primer día de clase después del verano?

viernes, 11 de diciembre de 2015

La revista del colegio

La revista interna del colegio San Braulio era un folleto mensual muy bien valorado por todos los miembros de la vida estudiantil, que daba un plus de notoriedad a cualquiera que consiguiera publicar algo en ella, pues eran tantas las solicitudes de colaboración que recibía el editor, Don Javier, que por mera cuestión de espacio siempre había trabajos que se quedaban en el tintero.

La revista del colegio
© Zarateman - Wikimedia Commons

Mi primera contribución surgió a raíz de una visita que hicimos a la Basílica de Santa Engracia, durante la cual teníamos que hacer un dibujo lo más minucioso posible de su aspecto exterior. Tanto empeño puse en la tarea que, cuando llegó la hora de irnos, sólo había detallado meticulosamente una de las columnas de la entrada, junto a un esbozo general de la fachada. La profesora de historia quedó impresionada por la delicadeza de mi inconcluso trabajo, hasta el punto de que nos pidió a otra chica y a mi que entre los dos completásemos un dibujo de la iglesia para publicarlo en la revista del colegio. Mi compañera, que había sido más efectiva que yo y disponía de un boceto mucho más completo que el mío, se encargó del trabajo principal, y yo realicé únicamente el detalle de las columnas. Aún con todo, me sentí muy orgulloso al contemplar el fruto de mi trabajo entre las páginas de la última edición.

Más adelante volví a colaborar con la revista, esta vez por deseo propio, con una página mensual de un cómic cuyas dos protagonistas femeninas estaban basadas en la célebre novela de Benito Pérez Galdós, "Fortunata y Jacinta". En realidad el argumento no tenía nada que ver con la novela, y sólo tomé el título de la misma para dotar a las protagonistas del relato con nombres arcaicos y rimbombantes que ni siquiera recuerdo. La historia, por otra parte, era poco elaborada, prácticamente improvisada a días de entregar los originales, al igual que los dibujos, desmañados e infantiles. En un par de ocasiones me llamaron la atención debido al poco empeño que ponía en la realización de la obra, y a ciertos contenidos de índole adúltero-lésbico que las mentes de la época no consideraron aptos para todos los públicos. Y seguramente llevaban razón, pero es lo que tiene improvisar una telenovela gráfica que se alargaba meses y meses, por el simple y mero hecho de querer ser popular.

lunes, 7 de diciembre de 2015

¡Nos vamos de excursión!

De vez en cuando, el colegio organizaba una excursión que los profesores consideraran relevante para complementar nuestra formación académica. Algunas veces, dicho acontecimiento no era más que un simple pretexto para disfrutar de una actividad diferente, conocer mejor nuestro entorno y desarrollar nuestras habilidades sociales. Objetivos loables que, al fin y al cabo, también eran pilares básicos de nuestro aprendizaje.

¡Nos vamos de excursión!
© wwworks - Flickr

De esa forma conocimos, entre otros lugares, diversos rincones emblemáticos de nuestra ciudad como la Basílica de Nuestra Señora del Pilar o la Basílica de Santa Engracia, nos asombramos en el Museo de la Ciencia y el Planetario de Barcelona, aprendimos los secretos centenarios de una fábrica de cerámica de Muel, o hicimos ejercicio en los verdes parajes del Moncayo, donde casualmente coincidí con mi amigo Miguel Ángel, que estaba realizando la misma excursión con su colegio. Después de una dura jornada fuera de casa, el autocar de vuelta al colegio era un remanso de paz, un refugio en el que reponer fuerzas, donde muchos alumnos y profesores acababan echando una fugaz cabezada.

Yo solía sentarme junto a una ventanilla y contemplaba embelesado el paisaje, el anochecer y las estrellas que iban apareciendo con cuentagotas en el firmamento, mientras soñaba con los ojos abiertos que iba corriendo por el exterior a la par que el autobús, sin importar la orografía del terreno, esquivando ágilmente cualquier obstáculo que se interpusiera en mi camino. Eran reminiscencias de una película de la época, "El hijo de la jungla", en la que un cazatalentos descubría en la sabana africana a un atleta de capacidades casi sobrehumanas que corría cual gacela junto a su todoterreno y, tras múltiples peripecias, acababa ganando todas las pruebas de atletismo en las que participa. Toda una inspiración para un pequeño atleta en ciernes como yo.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Hormonas desbocadas

Nunca me he comprado una revista porno pero, en plena adolescencia, con las hormonas totalmente desbocadas, varios compañeros del colegio atesoraban algunos ejemplares que iban pasando de mano en mano. Viruete, un chico de la otra clase un tanto perturbado, aunque inofensivo, me dejó en una ocasión una de esas revistas para que la ojeara tranquilamente en casa.

Hormonas desbocadas
© Australian Classification Board - Wikimedia Commons

No era porno propiamente dicho, no había escenas de sexo explícito, sólo aparecían mujeres desnudas mostrando sus enormes y desproporcionados pechos. Tan desproporcionados que ni siquiera me resultaban bonitos o atractivos, aunque sin duda deben de existir fetichistas que consumen ese tipo de contenidos, o simplemente no los habría.

Una vez en casa oculté la revista en una cajón de la mesa de estudio de mi cuarto, y de vez en cuando le echaba un vistazo rápido a escondidas. Una de esas veces oí que mi madre venía por el pasillo y volví a meter la revista rápidamente en el cajón, antes de que la viera. Pero captó un movimiento extraño por el rabillo del ojo y olió mi miedo en forma de feromonas. El sexto sentido de las madres entró en modo alerta y me preguntó: "¿qué tienes ahí?", "nada", mas ya era demasiado tarde.

Rebuscó, encontró el material y lo confiscó. Le confesé su procedencia y que tenía que devolverla, pero me dijo que si Viruete quería recuperar la revista tendría que dar la cara y venir él mismo a casa a buscarla, una humillación adicional que no estaba dispuesto a soportar. Así que un par de días después, aprovechando la ausencia de mis padres, rebusqué en el armario de su cuarto hasta localizar la publicación y se la devolví a su legítimo dueño. Prefería volver a enfrentarme a mi madre yo solo que hacer pasar ese mal trago a un amigo. La verdad es que al final tampoco fue para tanto y pronto quedó todo olvidado, al menos por mi parte.