viernes, 27 de febrero de 2015

Hibernación perpetua

Siempre me han fascinado los animales, todo tipo de animales, pero quizás debido a la repulsión y rechazo que provocan en la mayoría de la sociedad, y lo exóticos que son en general, los reptiles tienen un halo que los hace especiales, ya sean simples lagartijas, escurridizas culebras de agua o modernas tortugas de rasgos prehistóricos.

Hibernación perpetua
© pcoin - Flickr

Unos familiares, creo que mis tíos abuelos de Lérida, tenían una tortuga que se paseaba a sus anchas por el suelo de toda la casa. Era una de esas pequeñitas que caben holgadamente en la palma de la mano de un niño, pero que con el paso de los años había crecido hasta alcanzar un tamaño considerable y ya no era posible abarcarla ni con la mano completamente abierta de un adulto. Según dicen, las tortugas no dejan de crecer en toda su vida, sólo hay que ver el tamaño alcanzado por los gigantescos galápagos centenarios que habitan aquellas islas paradisíacas del mismo nombre.

Un año, mis padres nos regalaron uno de esos pequeños quelonios como mascota, junto a los dos accesorios típicos para su cuidado y mantenimiento: el terrario, con su zona más baja para inundarla de agua y un pequeño refugio seco en la parte más elevada, y la comida, consistente en un bote repleto de pequeñas escamas marrones cuyo origen o composición no sabría identificar. Cuando llegó el invierno el pequeño animal hizo caso a la llamada de la naturaleza y se confinó en el interior de su caparazón dispuesto a hibernar durante los meses más gélidos del año, esperando la llegada de la primavera. Pero llegó la primavera y no despertó. No teníamos ninguna experiencia en el cuidado de tortugas, así que le concedimos el beneficio de la duda y esperamos, esperamos, esperamos.. hasta que estuvo claro que algo había ido mal y nuestra mascota no iba a despertar de su sueño eterno. Que descanses en paz en el cielo de las tortugas.

lunes, 23 de febrero de 2015

Las dos orejas y el rabo

Una de las escasas veces que visité Cabolafuente, el pueblo natal de mi madre, coincidió con la celebración de alguna de sus tradicionales fiestas. Sólo recuerdo dos cosas, ambas ambientadas en la pequeña plaza del pueblo, por una lado la verbena nocturna amenizada por una típica orquesta veraniega con un típico repertorio a medio camino entre lo rancio y lo moderno, y por otro lado la vaquilla que habían soltado durante el día para disfrute y revolcón de los jóvenes, cual Grand Prix del verano.

Las dos orejas y el rabo
© herzeleyd - Flickr

No estoy seguro de si mis padres nos dejaron participar en el evento taurino, pero allí estábamos contemplando cómo la vaquilla, poco más que un perro grande, embestía a diestro y siniestro. Afortunadamente, mi buen criterio me hizo parapetarme debajo de un carro, desde donde pude contemplar sin poner en riesgo mi integridad física la masacre que efectuó el nervioso animal entre los jóvenes de la zona. A mi juicio se lo tenían bien empleado, por inconscientes, y suerte tuvieron todos de conservar las dos orejas y el rabo.

viernes, 20 de febrero de 2015

Renacuajos

De pequeño me encantaba atrapar casi cualquier especie de bicho con mis manos desnudas, sin ánimo de causarles ningún daño, simplemente por el puro placer instintivo de acechar y cobrar una pieza escurridiza. Mis presas favoritas, más que nada porque eran las que abundaban en las zonas que solía frecuentar, eran las moscas, bichos bola, saltamontes, caracoles, babosas, lagartijas, sapos, ranas y renacuajos.

Renacuajos
© Huskyherz - Pixabay

Estos últimos proliferaban en primavera entre ese musgo verde llamado pan de rana que crecía en la acequia del barrio. A pesar de su resbaladiza textura, gracias a su limitada movilidad los apresábamos fácilmente haciendo un cuenco con ambas palmas de las manos por debajo de ellos y elevándolas despacio hasta sacarlas del agua junto a nuestra captura. Después de contemplarlos un rato coleteando entre nuestros dedos los devolvíamos al agua sin causarles mayor perjuicio, los pobres no daban para mucho más.

Jamás vi una concentración mayor de renacuajos que la que encontramos en una ocasión en el pueblo natal de mi madre, Cabolafuente. No hemos estado muchas veces allí, pero recuerdo con nitidez un viaje en el que, aburridos, sin amigos y sin nada interesante que hacer, nos fuimos a explorar el pequeño pueblo y dimos con un abrevadero, muy cerca del edificio de una sola planta, ya en ruinas, que había albergado el antiguo colegio. El pilón estaba lleno de agua y poblado por infinidad de gordos renacuajos negros, cabezones y de cola corta. Era casi imposible no atrapar alguno entre tus manos simplemente sumergiéndolas y sacándolas rápidamente en forma de cazo, sin ni siquiera mirar lo que estabas haciendo. El juego ya no se limitaba a ver quién era capaz de atrapar un renacuajo, sino a ver quién era capaz de pescar más de una sola vez. El paraíso para los cazadores de renacuajos.

lunes, 16 de febrero de 2015

Pesca submarina

Estoy sentado dentro del cauce de una acequia, con el agua fría y cristalina cubriéndome casi hasta el pecho, mientras contemplo perplejo cómo un par de enormes barbos pasan nadando tranquilamente junto a mi, indiferentes a mi presencia y a cómo he aparecido de improviso en mitad de su tranquilo hábitat, intentando perturbar sin éxito su apacible existencia.

Pesca submarina
© Hectonichus - Wikimedia Commons

5 minutos antes: Habíamos ido a un pueblo a visitar a unos amigos de mis padres de esos de los de toda la vida, Fina y Luis. Junto a la gran casa de piedra discurría una pequeña acequia, no muy ancha, pero sí lo suficiente para que mis cortas piernas no pudieran pasar de un lado al otro de un salto. Afortunadamente para mis aspiraciones de esparcimiento, muy cerca había un estrechamiento artificial fabricado con cemento y dispuesto estratégicamente para acomodar una inexistente compuerta metálica que hubiera servido para regular el paso del torrente de agua. Encaramado a la cimentación de la esclusa realicé sin problemas varias pasadas en ambas direcciones, hasta que finalmente sucedió lo inevitable, y en una de ellas resbalé y di con mis huesos en mitad del flujo de agua, con mi orgullo herido a medio camino entre las carcajadas de mis hermanos, el enfado de mis padres y la indiferencia de los peces.

viernes, 13 de febrero de 2015

Pequeñas ratas con alas

Desde que tengo uso de razón la plaza del Pilar siempre ha albergado infinidad de palomas, hasta el punto de que no la concibo sin su eterna presencia encaramadas en todos los salientes y rincones de la fachada principal de la basílica, sobrevolando en bandadas el vasto espacio aéreo de la plaza, o picoteando cualquier resto de comida o migaja abandonado que hubiera quedado en el suelo. Y, por supuesto, poniéndolo todo perdido con sus deposiciones.

© bettaman - Flickr

Los fines de semana familias enteras se acercaban hasta allí para dar de comer a las palomas las bolsitas de pienso que ofrecían las mismas gitanas de siempre por unas pocas pesetas, y los niños se divertían encorriéndolas hasta que, cansadas de huir a pie con sus cortas patitas, remontaban el vuelo para alejarse definitivamente del peligro. Era complicado acercarse mucho a una paloma si tenía el estómago lleno, siempre cautas y desconfiadas, si era preciso llegaban a girar el cuello más de 180º con tal de no perderte de vista. Sólo en una ocasión vimos a un hombre que había logrado atrapar una con sus manos desnudas. Parecía algo perturbado y, con una mueca que quería asemejarse a una sonrisa, antes de guardársela a buen recaudo bajo su harapiento abrigo nos la mostró diciendo que iba a ser su cena de esa noche.

Entre semana la situación era completamente diferente, ya que no había tanta afluencia de gente y las aves pasaban hambre. Una vez, en el colegio nos llevaron a una visita guiada al Pilar y a la salida las palomas estaban tan desesperadas que ni tan siquiera esperaban a ver si les echabas algo de comer, se te subían literalmente encima. Recuerdo que extendí mis brazos, me quedé quieto como un espantapájaros y empezaron a posarse por todas partes buscando algo que llevarse al buche. Se me subieron a la cabeza, hombros, brazos y cuerpo, dejándome el abrigo hecho un asco. Debo confesar que pasé algunos momentos de agobio y hasta temí un poco por mi integridad física, no fuera a llevarme algún picotazo en un ojo o algún arañazo que pudiera infectarse más tarde, no en vano dicen que las palomas son pequeñas ratas con alas. Pero al final, cuando me relajé, la experiencia resultó fascinante y cautivadora.

lunes, 9 de febrero de 2015

¿Quién se comió a Roger Rabbit?

Aparte de Miguel Ángel, mi mejor amigo de siempre, en el colegio La Jota tenía otra gran amistad, José Javier, que además vivía en la misma calle que yo. La verdad es que no recuerdo casi nada de lo que hacíamos para entretenernos cuando estábamos juntos, pero si me acuerdo de que sus padres tenían un terreno con una casita, un huerto y un pequeño corral con gallinas y conejos, y que al menos en una ocasión me invitaron a pasar un día de campo con ellos.

¿Quién se comió a Roger Rabbit?
© Masteruk - Wikimedia Commons

Estuvimos corriendo incansablemente de un lado a otro de la finca y jugando a ver quién trepaba más alto entre las ramas de un gran ciprés que crecía junto a la casa, mientras hacíamos hambre hasta la hora de comer. Pero el plato fuerte del día aún estaba por llegar. El padre de mi amigo sacó un par de conejos de una jaula, delante de nosotros les dió golpe seco en la nuca para dejarlos atontados, los degolló, los despellejó tirando con fuerza de su sedosa piel y los dejó colgados boca abajo de unos ganchos para que se desangraran completamente por efecto de la gravedad. Supongo que José Javier estaba acostumbrado a esa escena, pero yo me quedé con la boca abierta por la impresión, aunque eso no impidió que cuando finalmente estuvieron cocinados los degustara y disfrutara como el que más. Al fin y al cabo no eran mis conejos, no los había visto nacer y crecer, no los había alimentado, ni acariciado, ni había jugado con ellos, y por tanto no existía ningún vínculo afectivo que me hubiese impedido su consumo.

Cuando cambiamos de barrio y de colegio perdí el contacto con José Javier, pero me lo encontré años después en una competición de atletismo. Casualmente pertenecíamos al mismo club, aunque teníamos diferentes entrenadores, y competíamos en las mismas distancias. En ese mundillo lo conocían como JJ, y aunque hasta fuimos juntos a un Campeonato de España de Campo a Través de Clubes en Vitoria en 1994 (corriendo junto a grandes como Martín Fiz, campeón del mundo de Maratón y ganador de aquella carrera en su ciudad natal), nunca retomamos la vieja amistad que nos unió en el pasado, una pena.

viernes, 6 de febrero de 2015

Antz

No me siento muy orgulloso de ello pero, cuando aún era pequeño e inconsciente, si me topaba con un hormiguero solía dedicar un buen rato a pisotear indiscriminadamente a sus indefensos habitantes. Los diminutos insectos debían lanzar algún tipo de señal química de alarma, porque al instante oleadas de hormigas comenzaban a salir de su escondrijo a borbotones, desesperadas, sin percatarse de la disparidad de fuerzas y de que sólo en las profundidades de su hogar estaban a salvo. Cuantas más hormigas pisaba más salían, y cuantas más salían más pisaba, en un círculo vicioso que acababa cuando me cansaba de jugar a ser un dios vengativo, como el del Antiguo Testamento castigando a pueblos enteros que le habían ofendido por alguna causa, generalmente por el mero hecho de existir y mostrar voluntad propia.

Antz
© Hans - Pixabay

Existía otra variante del genocidio que yo no practicaba, pero de la cual fui testigo en diversas ocasiones. Cuando nos juntábamos con los amigos de mi hermano mayor y unos cuantos petardos, colocaban una carga explosiva en la entrada del hormiguero, prendían fuego a la mecha y salíamos corriendo para alejarnos lo más posible de la detonación. Cuando volvíamos a contemplar el cráter no quedaba nada ni remotamente parecido a un hormiguero, ni se veía rastro alguno de los habitantes de la colonia, seguramente porque los supervivientes estaban aturdidos y atrapados en los derruidos corredores de tierra. Resulta curioso que esta práctica me pareciera infinitamente más cruel y fría que la mía, ya que técnicamente no se manchaban las manos. No en vano se dice que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio.

Pero un buen día vi la luz. Recuerdo que estábamos de vacaciones en Salou y había empezado a pisotear una fila de hormigas que trabajaban afanosamente para procurarse el sustento de cara al invierno, justo a las puertas del apartamento que habían alquilado mis padres. De repente empecé a pensar en cómo se sentiría la gente, o más bien en cómo me sentiría yo, si de repente un gigante insensible se pusiera a aplastarnos indiscriminadamente a mi y a mi familia. Algo hizo clic en mi cerebro y dije "nunca máis". Y desde entonces rara vez he vuelto a aniquilar a un insecto, ya sea hormiga, araña o cucaracha, sin tener un motivo de peso para ello.

miércoles, 4 de febrero de 2015

Publicidad trending topic

Dentro de las instalaciones del metro hay multitud de espacios preparados para mostrar algún tipo de publicidad, principalmente marquesinas donde los anunciantes pueden colocan grandes carteles propagandísticos, que pasan totalmente desapercibidos para la gran mayoría de usuarios como yo. Por eso, cuando te encuentras con alguna idea de marketing original es más fácil que le prestes algo de atención. Como hace un par de días cuando, al acceder al vagón del metro, me encontré colgados de las barras superiores varios tarjetones, del estilo de los usados en las habitaciones de los hoteles para indicar que no te molesten. Me pareció tan curioso que hasta que quedé con qué anunciaban.

Publicidad trending topic
© Phrontis - Wikimedia Commons

Otra iniciativa interesante, aunque en principio no parece que vendan nada, es la que han llevado a cabo la gente de @lagaleriade en la estación de Legazpi, donde me apeo del metro cada mañana. En varias de las paredes han escrito con rotuladores de colores las frases que la gente ha ido publicando en twitter con el hashtag #tevi, con letras de distintos tamaños, formas y colores, y adornadas en muchos casos con alegres dibujos y caricaturas. Muchas son frases de amor, aunque está claro que algunos lo intentan pero no lo consiguen, como ese que decía "#tevi sin tu perro y no te reconocí", igual es que estaba enamorado del perro y no de ella.

lunes, 2 de febrero de 2015

Nivel básico de Pársel

Un lateral del patio de recreo del colegio La Jota estaba separado de una de las acequias que cruzaban el barrio por una verja compuesta de finos barrotes metálicos. Pero en la esquina más alejada, donde se juntaba con la fachada de una antigua fábrica, había un punto ciego más ancho de lo habitual por el que nuestros pequeños cuerpos podían pasar a través del cercado sin demasiado esfuerzo. Y si existía la posibilidad de hacerlo, ¿cómo no lo íbamos a hacer?

Nivel básico de Pársel
© Mdf - Wikimedia Commons

Un día nos permitieron traer a clase a nuestros animales de compañía, y un compañero nos dejó boquiabiertos al mostrarnos orgulloso su culebra de agua. A algunas de las chicas les daba mucho asco, sin embargo, nada más verla, supe que yo también quería una de mascota. Así que, durante las siguientes semanas, a la hora del recreo, me escapaba a la acequia siempre que podía para rebuscar entre los matorrales de la orilla. Pero no tuve suerte (o sí, si tenemos en cuenta que no me mordió ninguna rata). No es que no consiguiera atrapar mi culebra de agua, es que ni siquiera tuve la oportunidad, nunca vi ninguna. Aunque supongo que tampoco importa demasiado, porque mis padres jamás me hubieran permitido llevarla a casa.