viernes, 20 de febrero de 2015

Renacuajos

De pequeño me encantaba atrapar casi cualquier especie de bicho con mis manos desnudas, sin ánimo de causarles ningún daño, simplemente por el puro placer instintivo de acechar y cobrar una pieza escurridiza. Mis presas favoritas, más que nada porque eran las que abundaban en las zonas que solía frecuentar, eran las moscas, bichos bola, saltamontes, caracoles, babosas, lagartijas, sapos, ranas y renacuajos.

Renacuajos
© Huskyherz - Pixabay

Estos últimos proliferaban en primavera entre ese musgo verde llamado pan de rana que crecía en la acequia del barrio. A pesar de su resbaladiza textura, gracias a su limitada movilidad los apresábamos fácilmente haciendo un cuenco con ambas palmas de las manos por debajo de ellos y elevándolas despacio hasta sacarlas del agua junto a nuestra captura. Después de contemplarlos un rato coleteando entre nuestros dedos los devolvíamos al agua sin causarles mayor perjuicio, los pobres no daban para mucho más.

Jamás vi una concentración mayor de renacuajos que la que encontramos en una ocasión en el pueblo natal de mi madre, Cabolafuente. No hemos estado muchas veces allí, pero recuerdo con nitidez un viaje en el que, aburridos, sin amigos y sin nada interesante que hacer, nos fuimos a explorar el pequeño pueblo y dimos con un abrevadero, muy cerca del edificio de una sola planta, ya en ruinas, que había albergado el antiguo colegio. El pilón estaba lleno de agua y poblado por infinidad de gordos renacuajos negros, cabezones y de cola corta. Era casi imposible no atrapar alguno entre tus manos simplemente sumergiéndolas y sacándolas rápidamente en forma de cazo, sin ni siquiera mirar lo que estabas haciendo. El juego ya no se limitaba a ver quién era capaz de atrapar un renacuajo, sino a ver quién era capaz de pescar más de una sola vez. El paraíso para los cazadores de renacuajos.

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