lunes, 21 de diciembre de 2015

Gagliano alumnus Stradivarius

Siempre me han apasionado los retos, el cuanto más difícil mejor. Por eso, cuando estaba estudiando solfeo y me preguntaron en qué instrumento musical quería especializarme consulté, "¿cuál es el más difícil?", "violín", "pues ese". Algo parecido sucedió cuando tuve que elegir una carrera universitaria, la que a mi me gustaba realmente, astrofísica, no se impartía en Zaragoza, y mis padres no tenían la capacidad económica de mandarme a estudiar fuera de casa. Así que, sin tener una alternativa clara, consulté, "¿cuál es la más difícil?", "ingeniería superior", "pues esa".

Gagliano alumnus Stradivarius
Difícil elección - Dominio Público

Pero volviendo al violín, anécdotas relacionadas con él tengo muchas. Como aquella vez que fui a apuntarme a clases para el curso siguiente, justo un día en el que había convocada una huelga general. Como todos los años, la academia estaba muy solicitada y la cola para inscribirse era enorme, por lo que tuve que esperar varias horas hasta que llegó mi turno. Mientras tanto, mis padres estaban en casa preocupados por mi tardanza, así que mandaron a mi abuela, que vivía justo al lado, para ver si todo iba bien. Sin embargo, como ya era tarde habían cerrado las puertas dejándonos dentro a los que  aún quedábamos, de modo que no me vio, les dijo a mis padres que no había nadie, y estos se preocuparon todavía más. Hasta me echaron la bronca cuando llegué finalmente a casa, como si hubiera sido culpa mía. Al menos conseguí unos horarios aceptables.

Un año mi profesora me acompañó para aconsejarme en la compra de un violín más profesional que el que andaba empleando hasta entonces, y que iba a pagar con los ahorros que había reunido trabajando todo un verano como extra en el bar-restaurante del que mi hermano mayor era encargado. Fuimos a una tienda de su confianza, una de esas de toda la vida, con un gran prestigio, y subimos al almacén, donde el dueño tenía decenas de violines por las paredes, a cada cuál más bonito y con una mejor sonoridad que el anterior. Uno de ellos me llamó especialmente la atención, porque tenía la voluta tallada en forma de cabeza de un león, ¡toda una obra de arte! Al final me llevé un supuesto violín italiano del siglo XVIII fabricado por un miembro de la familia Gagliano, que fue alumno del famoso Stradivarius. Pero digo supuesto, porque años después, investigando por Internet sobre su origen, llegué a la conclusión de que en realidad era una falsificación francesa del siglo XIX.

En el camino de ida y vuelta a la academia también pasaban cosas. Como aquella vez que se me abrió el estuche en mitad de la calle y mi violín se estampó contra el suelo con un gran estrépito. ¡Vaya susto!, pero afortunadamente no le pasó nada.

Un día volvía de clase, violín en mano, cuando se me acercó un yonki que siempre andaba por el centro intentando conseguir alguna moneda con la excusa de que tenía el SIDA. Empezó a seguirme, pidiéndome insistentemente lo que tuviera suelto, argumentando que pudiendo ir amenazando a la gente con una jeringuilla él lo pedía de buenas, pero yo le decía que no tenía nada. Entonces, en un momento dado, me dijo, "si te registro y encuentro algo me lo quedo". Sin dejar de caminar hacia la parada del autobús le miré muy serio, intentando no dejar traslucir mi nerviosismo, y sin pensarlo dos veces le espeté, "es que no voy a dejar que me registres". Fue una respuesta automática e irreflexiva, de esas que te pueden meter en un lío, pero afortunadamente me salió bien porque, al cabo de unos cuantos pasos más, me abandonó para ir en busca de alguna víctima más receptiva. En ese instante me relajé y me quedé más tranquilo, aunque luego, pensándolo fríamente, no sé qué hubiera pasado si su reacción hubiera sido otra. A veces soy así de impulsivo y, por suerte, hasta el momento no he tenido que lamentarlo nunca.

Una vez más ya está aquí la Navidad, y este año me voy a tomar unos días de descanso para disfrutar de la familia, así que.. ¡felices fiestas y hasta el año que viene!

viernes, 18 de diciembre de 2015

Organillo ambulante

Cuando hice la Primera Comunión recibí muchos obsequios, pero sólo dos fueron los regalos estrella. El primero fue una cámara de fotos AGFA Happy. No era una cámara normal como las que pedían los demás chicos. Había salido a la venta el año anterior con un concepto muy novedoso, al menos para mi que no había visto nunca nada parecido, ¡hacía las fotos mediante el gesto de abrir y cerrar la carcasa! Los anuncios de televisión donde se mostraba el funcionamiento cumplieron perfectamente su misión, porque me encandilaron de tal manera que se la pedí explícitamente a mis padres.

Organillo ambulante
Un gran intérprete - Dominio Público

El otro regalo estrella me lo compraron mis padres algo más adelante, usando el dinero que habían aportado familiares y amigos para celebrar mi gran día. Era un pequeño órgano electrónico de la marca Yamaha. Hacía tiempo que se me había antojado un instrumento de esas características, desde que mi amigo Miguel Ángel y yo pasábamos largos ratos aporreando las teclas del que tenía en su casa, intentando producir sonidos armónicos y melodiosos vulgarmente conocidos como música.

La cámara de fotos tuvo una vida útil muy corta. No es que se me rompiera o se perdiese, pero es que en la época de las cámaras analógicas, carretes, negativos y revelados en tienda, la fotografía era un hobby muy caro. Sin embargo, el teclado lo estuve usando durante muchos años, sacando de oído algunas melodías como las bandas sonoras de "Superman" o "2001: Una Odisea del Espacio", o copiando piezas inventadas por Miguel Ángel, al que, como casi todo lo que hacía, también se le daba bien la música.

Creyéndome un gran intérprete, solía sentarme en un rincón del patio de luces de mi casa a tocar, con el volumen al máximo y a la vista de todos los vecinos, que afortunadamente eran muy indulgentes y nunca me arrojaron encima ningún cubo de agua. Incluso un año en el colegio, para celebrar la Navidad de una forma especial y diferente, fui de clase en clase regalando mi escaso repertorio al resto de alumnos, por supuesto con la venia de los profesores, que tenían ya la vista puesta en las vacaciones. Está claro que en aquella época no tenía ni pizca de vergüenza, ni falta que me hacía.

lunes, 14 de diciembre de 2015

La lista de la discordia

Esta es una historia real, aunque no sé si lo que cuento en ella es cierto o no. Me explico:

Cuando nos mudamos al nuevo barrio y cambié de colegio, no fui el único en hacerlo. Mi amigo Miguel Ángel se encontraba en la misma situación y, por lo visto, aunque yo de eso me enteré más tarde, el que había sido nuestro profesor y tutor en 4º de E.G.B. había seguido el mismo camino.

La lista de la discordia
© Villanova Law Library - Flickr

Mis padres estuvieron indecisos sobre a qué colegio llevarnos en la nueva etapa y, aunque finalmente el escogido fue San Braulio, creo que la primera opción era otra y así aparecía en algún listado oficial. Y a ese primer colegio de la lista es al que se movió nuestro antiguo profesor, según le contó a la madre de Miguel Ángel un día que se encontraron por la calle.

Hasta aquí la historia real. Lo que sigue a continuación no sé cómo tomármelo, y más bien me inclinaría a encuadrarlo en la categoría de falsos recuerdos.

Resulta que el profesor también le había confesado a la madre de mi mejor amigo que había elegido ese colegio en particular porque yo aparecía en la lista, y así podía seguir dándome clases. Si eso fuera cierto habría sido un inmenso e inmerecido honor, pero realmente es algo que me cuesta mucho creer. En cualquier caso nunca sabré lo que pasó realmente, ¿quedó el profesor desolado y decepcionado al no verme aparecer por la puerta el primer día de clase después del verano?

viernes, 11 de diciembre de 2015

La revista del colegio

La revista interna del colegio San Braulio era un folleto mensual muy bien valorado por todos los miembros de la vida estudiantil, que daba un plus de notoriedad a cualquiera que consiguiera publicar algo en ella, pues eran tantas las solicitudes de colaboración que recibía el editor, Don Javier, que por mera cuestión de espacio siempre había trabajos que se quedaban en el tintero.

La revista del colegio
© Zarateman - Wikimedia Commons

Mi primera contribución surgió a raíz de una visita que hicimos a la Basílica de Santa Engracia, durante la cual teníamos que hacer un dibujo lo más minucioso posible de su aspecto exterior. Tanto empeño puse en la tarea que, cuando llegó la hora de irnos, sólo había detallado meticulosamente una de las columnas de la entrada, junto a un esbozo general de la fachada. La profesora de historia quedó impresionada por la delicadeza de mi inconcluso trabajo, hasta el punto de que nos pidió a otra chica y a mi que entre los dos completásemos un dibujo de la iglesia para publicarlo en la revista del colegio. Mi compañera, que había sido más efectiva que yo y disponía de un boceto mucho más completo que el mío, se encargó del trabajo principal, y yo realicé únicamente el detalle de las columnas. Aún con todo, me sentí muy orgulloso al contemplar el fruto de mi trabajo entre las páginas de la última edición.

Más adelante volví a colaborar con la revista, esta vez por deseo propio, con una página mensual de un cómic cuyas dos protagonistas femeninas estaban basadas en la célebre novela de Benito Pérez Galdós, "Fortunata y Jacinta". En realidad el argumento no tenía nada que ver con la novela, y sólo tomé el título de la misma para dotar a las protagonistas del relato con nombres arcaicos y rimbombantes que ni siquiera recuerdo. La historia, por otra parte, era poco elaborada, prácticamente improvisada a días de entregar los originales, al igual que los dibujos, desmañados e infantiles. En un par de ocasiones me llamaron la atención debido al poco empeño que ponía en la realización de la obra, y a ciertos contenidos de índole adúltero-lésbico que las mentes de la época no consideraron aptos para todos los públicos. Y seguramente llevaban razón, pero es lo que tiene improvisar una telenovela gráfica que se alargaba meses y meses, por el simple y mero hecho de querer ser popular.

lunes, 7 de diciembre de 2015

¡Nos vamos de excursión!

De vez en cuando, el colegio organizaba una excursión que los profesores consideraran relevante para complementar nuestra formación académica. Algunas veces, dicho acontecimiento no era más que un simple pretexto para disfrutar de una actividad diferente, conocer mejor nuestro entorno y desarrollar nuestras habilidades sociales. Objetivos loables que, al fin y al cabo, también eran pilares básicos de nuestro aprendizaje.

¡Nos vamos de excursión!
© wwworks - Flickr

De esa forma conocimos, entre otros lugares, diversos rincones emblemáticos de nuestra ciudad como la Basílica de Nuestra Señora del Pilar o la Basílica de Santa Engracia, nos asombramos en el Museo de la Ciencia y el Planetario de Barcelona, aprendimos los secretos centenarios de una fábrica de cerámica de Muel, o hicimos ejercicio en los verdes parajes del Moncayo, donde casualmente coincidí con mi amigo Miguel Ángel, que estaba realizando la misma excursión con su colegio. Después de una dura jornada fuera de casa, el autocar de vuelta al colegio era un remanso de paz, un refugio en el que reponer fuerzas, donde muchos alumnos y profesores acababan echando una fugaz cabezada.

Yo solía sentarme junto a una ventanilla y contemplaba embelesado el paisaje, el anochecer y las estrellas que iban apareciendo con cuentagotas en el firmamento, mientras soñaba con los ojos abiertos que iba corriendo por el exterior a la par que el autobús, sin importar la orografía del terreno, esquivando ágilmente cualquier obstáculo que se interpusiera en mi camino. Eran reminiscencias de una película de la época, "El hijo de la jungla", en la que un cazatalentos descubría en la sabana africana a un atleta de capacidades casi sobrehumanas que corría cual gacela junto a su todoterreno y, tras múltiples peripecias, acababa ganando todas las pruebas de atletismo en las que participa. Toda una inspiración para un pequeño atleta en ciernes como yo.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Hormonas desbocadas

Nunca me he comprado una revista porno pero, en plena adolescencia, con las hormonas totalmente desbocadas, varios compañeros del colegio atesoraban algunos ejemplares que iban pasando de mano en mano. Viruete, un chico de la otra clase un tanto perturbado, aunque inofensivo, me dejó en una ocasión una de esas revistas para que la ojeara tranquilamente en casa.

Hormonas desbocadas
© Australian Classification Board - Wikimedia Commons

No era porno propiamente dicho, no había escenas de sexo explícito, sólo aparecían mujeres desnudas mostrando sus enormes y desproporcionados pechos. Tan desproporcionados que ni siquiera me resultaban bonitos o atractivos, aunque sin duda deben de existir fetichistas que consumen ese tipo de contenidos, o simplemente no los habría.

Una vez en casa oculté la revista en una cajón de la mesa de estudio de mi cuarto, y de vez en cuando le echaba un vistazo rápido a escondidas. Una de esas veces oí que mi madre venía por el pasillo y volví a meter la revista rápidamente en el cajón, antes de que la viera. Pero captó un movimiento extraño por el rabillo del ojo y olió mi miedo en forma de feromonas. El sexto sentido de las madres entró en modo alerta y me preguntó: "¿qué tienes ahí?", "nada", mas ya era demasiado tarde.

Rebuscó, encontró el material y lo confiscó. Le confesé su procedencia y que tenía que devolverla, pero me dijo que si Viruete quería recuperar la revista tendría que dar la cara y venir él mismo a casa a buscarla, una humillación adicional que no estaba dispuesto a soportar. Así que un par de días después, aprovechando la ausencia de mis padres, rebusqué en el armario de su cuarto hasta localizar la publicación y se la devolví a su legítimo dueño. Prefería volver a enfrentarme a mi madre yo solo que hacer pasar ese mal trago a un amigo. La verdad es que al final tampoco fue para tanto y pronto quedó todo olvidado, al menos por mi parte.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Nunca bajes la guardia durante un examen

Tenía tan asumido e interiorizado mi rol de empollón de la clase, que a veces iba de sobradito y bajaba demasiado la guardia. Como aquella vez que terminé un examen de matemáticas en la mitad del tiempo disponible, y se lo entregué a Don Luis para que me lo corrigiera, mientras el resto de compañeros seguía batallando contra él. El profesor me dio la oportunidad de repasar mis contestaciones antes de darlo por terminado, pero yo estaba tan confiado que rechacé esa posibilidad. Era un monográfico sobre fracciones, un tema que acababámos de estudiar y que, a priori, no parecía demasiado complicado si tenías claros los conceptos. Y ese fue el problema, al parecer yo no tenía claros todos los conceptos. Mi nota, un simple 6, un bien, un fracaso absoluto comparado con las notas a las que estaba acostumbrado. Pero al menos la experiencia me sirvió para asimilar algo tan básico como la idoneidad de repasar las respuestas de un examen antes de entregarlo.

Nunca bajes la guardia durante un examen
© albertogp123 - Flickr

Hubo otra ocasión en la que también saqué un bien, aunque esta vez inmerecidamente. Fue en sexto de E.G.B., en la asignatura de música, donde durante todo el curso la profesora me puso un bien en el boletín de notas, impidiéndome obtener un pleno de sobresalientes. Me parecía un insulto que me pusiera una nota tan baja cuando tenía el mejor oído musical de mi familia, era un cantante más que aceptable y estaba aprendiendo solfeo con mi abuelo pianista como profesor. Sinceramente creo que me tenía manía, que su valoración de mis cualidades y actitudes estaba sesgada desde una de las primeras clases en que me llamó la atención junto a otros alumnos, porque uno de los compañeros revoltosos estaba haciendo el gamberro a mi lado y creyó que estábamos compinchados. Una profesora pésima, la odié siempre por eso.

Afortunadamente, no todos los profesores juzgaban tan a la ligera. Si así fuera podría haberme metido en un serio lío cuando, ya finalizado el tiempo establecido para realizar un examen, me levanté dispuesto a entregárselo al profesor y un compañero que había estado insistiéndome durante todo el rato para que le pasara las soluciones me las arrancó literalmente de las manos, dispuesto a copiarlas rápidamente. El profesor no vio el robo con sus propios ojos, pero se percató inmediatamente de que algo estaba pasando y no tardó en deducir correctamente lo sucedido. Mi compañero se llevó una reprimenda y, aunque yo pude entregar mi examen sin mayores consecuencias, aprendí otra valiosa lección, ¡protege tus respuestas con tu vida!

viernes, 27 de noviembre de 2015

Marchando una de calamares

Un día estábamos en el interior del aula con Don Andrés. No recuerdo si es que fuera el tiempo estaba demasiado revuelto como para hacer deporte, o estaba sustituyendo a algún profesor que había faltado a clase, o simplemente quería hacer algo diferente. El caso es que nos propuso un reto muy simple, un concurso de preguntas y respuestas, dos equipos, chicos contra chicas, y los perdedores tendrían que pagarle un bocadillo de calamares a los ganadores. Aceptamos, jugamos, y perdimos.

Marchando una de calamares
© Lagambadeoro - Wikimedia Commons

Durante muchos días nadie dijo nada sobre pagar la deuda contraída con las chicas, pero a mi todo ese asunto me estaba reconcomiendo por dentro, ya que mi madre me había enseñado desde pequeño a cumplir mis promesas. Cuando no pude soportar más esa pesada carga le pregunté a mis padres si debía hacer algo, y me animaron a ello. Así que hablé con mi tía Jovita, que regentaba un bar en el Arrabal, para ver si nos prepararía unos calamares a la romana, y cuando me dio el visto bueno escribí de mi puño y letra unas papeletas para todos mis compañeros, indicando el día y lugar donde por fin íbamos a saldar nuestra deuda. Sólo tenían que indicarme quién iba a acudir y quién no, para que mi tía lo tuviera todo dispuesto.

No se animaron todos, pero si muchos más de los que esperaba, más de la mitad de la clase. Pero llegó el día señalado y sólo acudimos a la cita 4 ó 5 personas. Fue un fracaso absoluto. Y aunque al final nos lo pasamos muy bien y comimos calamares hasta reventar, a mi tía no le hizo mucha gracia haber comprado y cocinado provisiones de más.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Presidente por accidente

Durante mi estancia en el colegio San Braulio, fui elegido delegado de clase por mis compañeros al menos en un par de ocasiones. No recuerdo haber tenido ninguna responsabilidad adicional por ostentar ese cargo, y aunque así hubiera sido no me hubiera importado demasiado, me gustaba, era un reconocimiento al aprecio y la confianza que los demás depositaban en mi.

Presidente por accidente
© Davidpar - Wikimedia Commons

Por la misma época, mientras cursaba sexto de E.G.B., se estaba instaurando por primera vez el Consejo Escolar en los colegios de la ciudad, un organismo de gestión y decisión que iba a contar con representación de todos los estamentos educativos, desde profesores y trabajadores no docentes del centro, hasta alumnos y padres de los mismos, pasando por un representante de la administración. Me presenté a las elecciones sin saber muy bien de qué iba el asunto ni esperanzas reales de salir elegido. Y así fue, quedé cuarto en las votaciones, estando la representación estudiantil limitada a tan sólo tres alumnos.

Pero era final de curso, el primer alumno de la lista estaba terminando octavo e iba a abandonar el colegio para dar el salto al instituto, y además el Consejo Escolar no iba a empezar realmente sus actividades hasta después del verano. Así que, extraoficialmente, iba a acabar formando parte del mismo. Yo no tenía ni idea de todo esto, hasta que varios profesores comenzaron a darme la enhorabuena por los pasillos.

Al final pasé dos años acudiendo a cansinas reuniones periódicas fuera del horario lectivo que a mi juicio no aportaban nada realmente destacable a la vida escolar. Hasta parecía que algunos profesores se aburrían más que yo, por ejemplo Don Javier se pasaba todo el rato realizando elaborados dibujos con el bolígrafo, y regalándoselos a algún otro asistente al final de la reunión. La única asamblea que recuerdo es una en la que se discutió la conveniencia o no de expulsar una temporada a un chico de mi clase algo conflictivo, y ni siquiera me acuerdo de cómo acabó aquel tema. Al menos el Consejo Escolar sirvió para darme cuenta de que la vida política y de despachos no estaba hecha para mí.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Míster Universo

Un día, no sé con qué propósito, Don Javier nos pasó un cuestionario donde cada uno de nosotros debíamos responder a una serie de cuestiones sobre nuestros compañeros del sexo opuesto. Los chicos debíamos decidir cuál era la chica más lista, la más guapa, la más limpia, la más ordenada, la mejor deportista, etc. Una vez que hubimos completado la encuesta, nos hizo responder en voz alta uno a uno a todas las preguntas planteadas, mientras él iba contabilizando los votos y tomando nota de qué alumnos eran los más populares.

Míster Universo
© Dominic James - Wikimedia Commons

Fue un momento muy vergonzoso para mi, porque pensando que la encuesta era anónima había respondido tontamente a todas las cuestiones con el nombre de Sofía, la chica que más me gustaba de clase. Salvo a la pregunta sobre la más guapa, donde había contestado Silvia porque realmente pensaba que era la más atractiva. Quedé como un idiota delante de todos, y encima Sofía me recriminó después de clase no haberle votado también a ella en la única categoría que no lo había hecho, ya que al finalizar el recuento Silvia le había ganado por un escaso margen. Yo también quedé segundo, por detrás de Jose María, uno de los gamberretes de la clase que, aún siendo mal estudiante y peor deportista que yo, era muy simpático y un auténtico donjuán que volvía locas a casi todas las chicas.

Creo recordar que ese mismo año Don Andrés publicó un artículo en la revista del colegio donde dilucidaba sobre cómo sería para él el alumno ideal. Debía ser tan listo como fulanito, tan alto como menganito, tan fuerte como zutanito, tan guapo como José Luis.. ¿Qué? Para, para, un momento, ¿tan guapo como yo? Vale, me halaga, no lo voy a negar, ¿a quién no le gusta que le consideren no sólo agraciado, sino de los más atractivos de su curso?, pero la verdad es que hubiera preferido ser recordado como el más listo. ¡En aquella época todavía estaba bien visto sacar buenas notas!

lunes, 16 de noviembre de 2015

Cóctel Mólotov

El laboratorio del colegio era una sala multiusos que normalmente utilizábamos para su propósito principal, realizar diversos experimentos que complementaran el contenido de las clases de ciencias. Otras veces servía como aula de desdoble, o para trabajos manuales, e incluso como cocina improvisada en unas sesiones sobre labores del hogar que dieron origen a mi primera tortilla de patata, curiosamente de buen aspecto y comestible.

Cóctel Mólotov
© deradrian - Flickr

Un día, unos cuantos alumnos estábamos en el laboratorio haciendo experimentos con un mechero Bunsen. El profesor, Don Javier, nos dejó solos un momento para ir a dar vuelta por el aula donde otros estudiantes estaban realizando una actividad diferente. A pesar de que estábamos literalmente jugando con fuego, se fiaba de nosotros porque mi equipo estaba formado en su mayor parte por los empollones de la clase. Pero entre mis compañeros también estaba el patán de las zapatillas Niungi, al que el profesor tenía en muy buena estima, quizás porque se sentía identificado con él debido a las dotes artísticas que ambos compartían.

En un momento dado la llama del mechero empezó a decaer rápidamente y, antes de que pudiera reaccionar, contemplé horrorizado cómo el patán cogía un frasco de alcohol y derramaba un chorro de líquido inflamable sobre el mechero. Su intención era buena, avivar el fuego. Pero el resultado final era más que previsible, el alcohol ardió con un fogonazo y se desparramó por la mesa, que para colmo de males estaba totalmente recubierta con papel de periódico. El incendio se descontroló en un abrir y cerrar de ojos, como si un cóctel Mólotov hubiera estallado bajo nuestras narices. Y en ese instante el profesor entró de regreso en el laboratorio y se hizo cargo del problema, sofocando las llamas antes de que la cosa fuera a peor. Ni que decir tiene que nunca volvió a confiar en nosotros ni a dejarnos solos, ni para cocinar una simple tortilla de patata.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Alas de mariposa

Un año, en el colegio San Braulio pusieron en práctica un pionero programa de desdoble que ofrecía apoyo a los estudiantes más necesitados y una ampliación de contenidos para los alumnos más aventajados. Un par de horas a la semana nos juntaban con los compañeros de la otra clase, nos dividían en dos grupos, y mientras unos se dedicaban a repasar y reforzar conocimientos básicos, otros aprendíamos algo tan valioso como.. poesía.

Alas de mariposa
© juan_e - Flickr

Don Javier era el profesor con mayor sensibilidad artística que he tenido nunca. Era un magnífico dibujante, y el que nos enseñaba en aquellos ratos los entresijos de versos y estrofas, animándonos a crear nuestras propias composiciones literarias. A final de curso, recopiló de entre todos los alumnos los mejores poemas y los publicó internamente en un pequeño volumen encuadernado artesanalmente por él mismo. Hasta hizo su propio pegamento a base de cola de pescado para unir los lomos. Una de mis creaciones formó parte de esa selección, aunque no era precisamente la que más me gustaba a mi, y además la retocó de acuerdo a sus propios criterios sin ni siquiera pedirme permiso, lo cual me pareció una profanación artística en toda regla.

Asimismo, algunos alumnos le facilitamos una antología de todos nuestros escritos de aquel año (en mi caso mecanografiados con una vieja Olivetti, pues los ordenadores e impresoras caseros aún eran cosa del futuro), junto a unas tapas de cartón decoradas a mano, y nos confeccionó nuestro propio librito, un recuerdo que aún conservo en algún rincón de casa. Mis versos trataban fundamentalmente sobre vivencias personales: el día de la madre, las palomas de la plaza del Pilar, la supuesta araña que me picó un día en el pie, un homenaje a un amigo y compañero de clase.. Eso si, no aconsejo releerlos hoy en día, pues la calidad literaria dejaba bastante que desear, al fin y al cabo eran las rimas facilonas de un chiquillo.

Don Javier también nos enseñaba ciencias, y en el laboratorio tenía una colección de insectos disecados que nos animaba a ampliar incorporando nuestros propios hallazgos. Con esa idea en mente, estaba un día rebuscando entre la hojarasca del Parque Deportivo Ebro intentando hallar algún buen ejemplar de escarabajo, cuando me topé con un montón de enormes alas de mariposa desperdigadas por el suelo. No eran aptas para la disección, pues faltaban los cuerpos de los insectos, pero su tamaño y coloración bien podrían haber dado para una buena oda. Lástima que en ese momento no tuve la inspiración adecuada.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Atletismo vs Judo

Empecé a practicar Judo cuando todavía vivíamos en el barrio La Jota, siguiendo los pasos de mi hermano mayor, que llevaba varios años entrenando esa disciplina y coleccionando un abanico multicolor de cinturones. A menudo acudíamos toda la familia a animarle a las competiciones, donde mi madre lo pasaba fatal, siempre hecha un amasijo de nervios, ya que no era raro que acabase magullado o lesionado. A veces también nos acompañaban mis primas, y si Arancha veía que le estaban pegando a su primo mayor, se ponía tan furiosa que había que sujetarla fuertemente para que no saltara al tatami a arrancarle los ojos a su contrincante de turno.

Atletismo vs Judo
© hultstrom - Flickr

Cuando nos mudamos a vivir al Actur, la logística para acudir a los entrenamientos se complicó enormemente. Al principio, aunque nos pillaba muy a desmano, seguíamos yendo al mismo club de siempre, el "Nippon Karate Club", atravesando a pie el Actur, el Arrabal y las vías abandonadas del tren hasta llegar a La Jota, y muchas veces desandando el camino de vuelta ya de noche y en solitario, con temor de que algún yonki te diera un buen susto en cualquier momento. Aún no me explico cómo mis padres me permitían realizar ese trayecto sin la compañía de un adulto. Afortunadamente, esa situación no duró mucho, porque el dueño del club decidió suprimir las clases de Judo y dedicar todo el horario disponible a Karate, su especialidad, dejándonos al resto en la estacada.

Nuestro profesor, Ernesto Granell, consiguió un local en un lugar más remoto todavía, en algún barrio o pueblo de la periferia cuyo nombre no recuerdo. Fuimos por allí un par de veces, pero resultaba inviable, ya que dependíamos del coche y de mis padres por completo. Al final, mi hermano acabó apuntándose al Club de Judo Las Fuentes y yo a las actividades extraescolares del colegio Maristas, muy cerca de casa. En realidad yo no estudiaba allí, así que mi admisión fue un favor personal del entrenador del colegio, Félix Asín, que era amigo de mi antiguo maestro y además conocía y apreciaba a mi hermano Daniel.

Por aquella época ya había empezado a practicar y competir en atletismo, y no sólo me gustaba más, sino que tenía la impresión de que se me daba mejor. La constatación final llegó en Navidad. Por un lado, en una competición-exhibición en la Feria de Muestras fui incapaz de ganar un solo combate. Por otro, algunos compañeros de Judo pusieron en duda mi credibilidad al comentarles mis marcas en diversas pruebas de atletismo, ya que les parecía que eran estratosféricas, por no decir imposibles. Fue la gota que colmó el vaso. Así que, cuando llegó el momento de decidirme por un deporte u otro, la elección fue muy sencilla.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Récord del colegio

Aunque me defendía bastante bien en salto de altura y en carreras de medio fondo, fueron las vallas las que me otorgaron mi primera medalla, el bronce en los 200 metros vallas del Campeonato Provincial de Zaragoza en categoría infantil. Además, vino acompañado de un un preciadísimo récord del colegio, que posiblemente todavía perdure ya que no era una distancia habitual, pero que en cualquier caso inscribió mi nombre para siempre en la historia deportiva del colegio. Un gran mérito si se tiene en cuenta que no era especialmente alto ni rápido, que atacaba la valla desequilibrado al elevar a la vez la pierna y el brazo del mismo lado, y que lo hacía sacando y mordiéndome ligeramente la lengua, lo que podía haber sido fatal de haber tenido algún tropiezo.

Récord del colegio
© Raffaello.fabio.ducceschi - Wikimedia Commons

Ese récord del colegio, junto a mis resultados en las competiciones y mis marcas en saltos de altura y longitud, los 1.000 metros lisos y el resto de pruebas que Don Andrés nos hacía practicar, me hicieron ganar el trofeo al mejor deportista del año durante mi último curso en el colegio. El atletismo, entre otras cosas, me había hecho ganarme mi propio hueco en la vida estudiantil. Era conocido y respetado por casi todos, hasta el punto de que los camorristas de mi clase me defendían si algún gamberro de otra clase tenía la osadía de meterse conmigo en el patio de recreo.

Curiosamente, mi última medalla, casi 20 años después, también fue en vallas. Un oro, mi único oro, en los 110 metros vallas del Campeonato de Aragón absoluto. Entre medias quedaron múltiples platas y bronces en todas las categorías inferiores, tanto en 800 y 1.500 metros lisos, como en 110 y 400 metros vallas. Y muchos recuerdos no menos importantes, como formar parte del equipo del C.N. Helios en la liga de Primera División nacional, compitiendo en diversos rincones de la geografía española, o la participación en el Campeonato de España de Cross por equipos, corriendo junto a grandes leyendas como Martín Fiz, flamante campeón mundial de marathon. Todo un honor.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

La familia está completa

Hoy es un gran día, un día feliz, un día inolvidable. Hoy ha nacido mi segundo hijo, un bebé precioso tan parecido a su hermano mayor que si veo por separado fotos de ambos con la misma edad me cuesta horrores distinguirlos. Y eso es bueno, porque el mayor es un bombón, y lo que más deseaba es que el chiquitín fuera al menos parecido a él en cuanto a tranquilo, dormilón, glotón, adorable.. Si, soy de esos padres babosos, qué le voy a hacer, pero es por una buena razón. Viniendo de familia numerosa nunca quise tener un sólo vástago, así que ya puedo decir que la familia está completa, al menos de momento. Hoy es un gran día, un día feliz, un día inolvidable.

La familia está completa
© kelin - Pixabay

lunes, 2 de noviembre de 2015

Salto de altura

Mi primer contacto con el atletismo de verdad, más allá de correr de un lado para otro en el patio de recreo, fue en clase de educación física en 5º de E.G.B., de la mano de uno de los grandes impulsores del deporte rey en los colegios de la capital aragonesa, Don Andrés Gracia. Un gran profesor y una gran persona, aunque algo chapado a la antigua en algunos aspectos, como sus famosas collejas a los alumnos revoltosos o perezosos, que a punto estuvieron de costarle algún que otro disgusto profesional.

Salto de altura
© Fritz Cohen - Wikimedia Commons

La disciplina elegida aquel primer día era el salto de altura. Contra todo pronóstico, a pesar de no ser ni de lejos de los más grandes, rápidos o fuertes de mi clase, fui el que más alto superó el listón, gracias a unas grandes dosis de flexibilidad, habilidad y propiocepción, las mismas que me hacían ser un vallista más que aceptable pese a mi falta de velocidad punta.

Si te apuntabas al equipo de atletismo del colegio y competías en los Juegos Escolares, tenías asegurado el sobresaliente en la asignatura de educación física. Así que a los 10 años debuté compitiendo en las pistas del Palacio de los Deportes de Zaragoza, "el huevo", saltando casi mi mejor registro, y quedando segundo de entre más de una veintena de chicos de otros colegios. El mejor premio, o al menos el más sabroso, no era el sobresaliente prometido, ni la euforia de haber hecho podio, sino la bolsita de Lacasitos que cada uno de los participantes recibíamos por parte de los patrocinadores de los juegos.

Aunque más tarde destacara y consiguiera mis mejores resultados en vallas y en carreras de medio fondo, el salto de altura siempre fue una de mis pruebas favoritas, y aprovechaba cualquier circunstancia y lugar para practicarla. En casa, para acceder sin emplear la escalera a mi cama situada en la litera de arriba. O en la calle, para sentarme de un brinco sobre el enorme depósito de hormigón que daba acceso a las canalizaciones de gas y electricidad mientras jugábamos a una versión propia del pilla pilla, o para superar sin apoyo el murete que protegía la rampa del garaje si había que ir a recuperar alguna pelota extraviada, e incluso para saltar la valla metálica que cercaba el recinto de la comunidad, simplemente porque sí, porque podía hacerlo.

Con tanto brinco podía haberme dado algún golpe desafortunado en cualquier momento y lugar, pero el único susto que tuve fue durante una competición en la Ciudad Universitaria. Llovía y la pista estaba resbaladiza, yo todavía no competía con zapatillas de clavos, y al ir a batir patiné sobre un charco de agua, me di un costalazo contra el listón y aterricé en el suelo de mala manera. En los dos siguientes intentos entré con algo de miedo y mucha precaución, hice nulos y caí eliminado antes de hora, magullado y decepcionado.

En el instituto también practicábamos el salto de altura en clase de educación física, pero con menos medios materiales que en el colegio, hasta el punto de que en vez de un listón de verdad usábamos una cinta negra atada a los postes para delimitar la altura deseada. Eso dificultaba enormemente alcanzar grandes cotas, por dos motivos. El primero es que perdías la referencia del apoyo debido al color y delgadez de la cinta, batiendo unas veces muy cerca y otras demasiado lejos. El segundo es que el profesor consideraba el salto nulo si la cuerda se movía, aunque sólo fuese ligeramente, aunque no la hubieses tocado y su oscilación se debiese simplemente al desplazamiento de aire provocado por tu cuerpo pasando por encima, lo que te obligaba a tener que superarla holgadamente para poder seguir avanzando.

Por eso, que alguien consiguiera destacar en esa disciplina era motivo más que sobrado de admiración. Como esa vez que me convertí en el centro de atención de medio instituto cuando, ya finalizada la clase de educación física, llegó la hora del recreo y yo seguía superando alturas ante los ojos asombrados de un público cada vez más numeroso, que aplaudía cada intento como si fuera la final de unos Juegos Olímpicos. Un bonito recuerdo.

viernes, 30 de octubre de 2015

Zapatillas Niungi

En La Jota, mi antiguo colegio, todo era muy sencillo, era conocido por alumnos, padres y profesores, y hasta el director sabía mi nombre y se hallaba accesible para hablar con él en cualquier momento, tenía mi sitio. En San Braulio, mi nuevo colegio, todo era más difícil, era un completo desconocido que tenía que encontrar su propio lugar. Y no es fácil hacerse un hueco cuando los demás juzgan cada aspecto de tu vida siguiendo sus propios criterios particulares y subjetivos, poniendo en tela de juicio desde tu forma de ser, de hablar, o de moverte, hasta la ropa y el calzado que llevas.

Zapatillas Niungi
© Zapatillas Niungi - tOrange

Todos los comienzos son complicados, y como muestra un botón. Un día, un patán de mi clase se me acercó en el patio de recreo y para intentar pincharme comenzó a reírse de mi calzado, unas deportivas baratas, diciendo que eran de la marca Niungi, "ni un gitano se las pone". Su ingenioso intento de ofensa no tuvo efecto en mi. Por fortuna o por desgracia, siempre he sido bastante inmune a las opiniones de los demás, al menos a los comentarios de la gente que no me importa en absoluto. Lo que más me desconcertaba del asunto era esa crueldad infantil gratuita a la que no estaba acostumbrado.

En realidad no era un mal chico, quizás un poco rebelde, sin duda mal estudiante, pero con algunos talentos ocultos, como una destreza natural para el dibujo artístico, y una envidiable aptitud para el ajedrez. En un campeonato interno que hacíamos los que nos quedábamos a comer en el colegio sufrí varias derrotas, pero la que me infligió él fue la más humillante, y la más dolorosa. A fin de cuentas, puede que sus hirientes comentarios si que me hubieran afectado de alguna manera.

lunes, 26 de octubre de 2015

La frustración del coleccionista

Cuando mi hermano Daniel hizo la Primera Comunión, alguien le regaló un álbum vacío de esos que se usaban para coleccionar sellos, lo que no dejaba de ser una forma de imponerle una afición por la filatelia que él no había elegido.

La frustración del coleccionista
La rubia de mis ojos - Dominio Público

Yo descubrí mis propios intereses cuando, viviendo todavía en el barrio La Jota, el padre de mi amigo Miguel Ángel nos llevó un día a la fábrica en la que trabajaba y, a escondidas, como si de un valioso tesoro se tratase, nos llenamos los bolsillos con unos pedazos de pirita de brillantes facetas plateadas. Con el tiempo, consiguiendo unas piezas aquí y otras allá, llegué a tener una colección de minerales bastante interesante.

Un día, viviendo ya en el Actur, mi padre se trajo del trabajo una moneda que algún pasajero listillo había hecho pasar por un duro (5 pesetas, o aproximadamente 3 céntimos de euro) para pagar el billete del autobús. Pero no era una moneda falsa, sino una peseta de plata fechada en el año 1901, con la efigie del rey Alfonso XIII cuando todavía era un niño. El tipo que quiso timar a mi padre no sabía lo que tenía entre manos, no es que valga una fortuna, pero actualmente puedes encontrar en eBay piezas similares por un precio que oscila entre 3 y 195 €. Mi padre me la entregó a mi, no porque fuera su favorito (todos sabemos que siempre ha sido mi hermano Rubén), sino porque en aquella época coleccionaba monedas de todo tipo. Al indagar sobre sus orígenes históricos, me entraron ganas de completar una colección de pesetas de todas las épocas, tamaños y colores que pudiera encontrar, desde la típica rubia con las caras del dictador Francisco Franco o del rey Juan Carlos I, hasta las de color aluminio que fueron disminuyendo progresivamente de tamaño, alcanzando proporciones ridículamente pequeñas en sus últimos años de existencia.

Casualmente, nuestro vecino de al lado, Salvador, también era un apasionado coleccionista de minerales y monedas. En un par de ocasiones me invitó a su casa para que contemplara sus piedras, mucho más numerosas que las mías, que tenía expuestas en varias estanterías metálicas en una de las habitaciones, y una vez hasta me regaló una roca de sal para mi recopilación.

Pero la pieza que más me gustaba, anhelaba y codiciaba era una de sus monedas, concretamente una peseta del año 1937 que yo no poseía. Alguna vez, en verano, cuando los vecinos se habían ido de vacaciones y nos habían dejado sus llaves para que regáramos sus plantas y por si surgía algún imprevisto, allanaba su morada y contemplaba esa moneda embobado durante un largo rato. Durante mucho tiempo estuve buscando afanosamente una igual, pero nunca la encontré. Aún guardo mi colección de pesetas a buen recaudo, pero desde la primera vez que le eché un ojo a aquella rubia de finales de la II República, la he notado siempre incompleta, y mis aspiraciones como coleccionista frustradas.

viernes, 23 de octubre de 2015

Dentadura postiza

Años después de que mi cuerpo se hubiera desprendido de mi último diente de leche, estando ya en plena adolescencia, una buena mañana me desperté con la inquietante y turbadora sensación de que uno de mis colmillos superiores comenzaba a moverse ligeramente.

Dentadura postiza
© sandervds - Flickr

Dejé pasar unos días sin decir nada a nadie, esperando que fuese una falsa alarma, pero la oscilación de la pieza y la holgura de la encía iban en aumento con el paso del tiempo. Estaba claro que iba a caerse, y no iba a haber ningún otro diente creciendo por debajo para sustituirlo. Ya me imaginaba usando dentadura postiza como mi abuelo Perico, y dejándola por las noches en un vaso de agua con una pastilla limpiadora como hacía él.

Afortunadamente, mis cálculos eran erróneos y en realidad aún me quedaban algunos dientes de leche. El colmillo volvió a brotar, algo inclinado hacia adentro debido a la falta de espacio, pero totalmente funcional. Cuando un tiempo después el otro colmillo comenzó a moverse también, no me pilló tan de sorpresa y el susto fue mucho menor.

lunes, 19 de octubre de 2015

Río León Safari

De pequeños nuestros padres solían llevarnos a veranear año tras año a la Costa Dorada, normalmente a Salou, conocida popularmente como la playa de Zaragoza debido a la gran cantidad de vecinos de la ciudad que nos acercábamos a pasar unos días de relax estival en dicha localidad tarraconense. Se decía que allí lo primero que se te ponía moreno era el sobaco, ya que no parabas de levantar el brazo para saludar a algún conocido.

Río León Safari
© yellowstonenps - Flickr

Como pasar todo un mes a dieta exclusiva de sol, arena y sal podía resultar excesivo, había que buscar actividades complementarias con las que distraerse de vez en cuando. A veces íbamos de visita a pueblos cercanos como Cambrils, La Pineda, Torredembarra o Altafulla. Algún año disfrutábamos de un día inolvidable lleno de atracciones y espectáculos en Port Aventura. Y dos o tres veces fuimos a divertirnos a Rioleón Safari, una curiosa mezcla entre parque acuático y reserva de animales situado cerca de El Vendrell.

La última vez que estuvimos, la visita por el hábitat de los animales salvajes se hacía dentro de un típico autobús rojo de dos plantas londinense, al que le habían reforzado las puertas y ventanas con resistentes barrotes metálicos. Pero no siempre fue así. Hace muchos años tenías que atravesar toda esa zona en tu propio vehículo, y por supuesto bajo tu propia responsabilidad.

Recuerdo que mi hermano Jesús era todavía muy pequeño y estaba tremendamente emocionado con la idea de ver un elefante de verdad de cerca. Al menos hasta el momento en que nuestro coche comenzó a empequeñecerse conforme nos aproximábamos al paquidermo. Mi hermano empezó a llorar asustado por el enorme tamaño del animal, intentando apartarse lo más posible de él pataleando y retorciéndose en el interior del habitáculo, y no se calmó hasta que nos alejamos del pacífico animal de piel reseca y agrietada. Después pasamos por la zona de los leones, que en su mayor parte estaban tumbados a la sombra sin incomodarse por nuestra presencia. Y llegamos al territorio de los osos.

Al avanzar por la carretera un enorme oso pardo venía caminando directo hacia nosotros, y conforme nos acercábamos a él nuestra inquietud iba en aumento, pues no parecía dispuesto a cambiar de rumbo por causa nuestra. Era casi tan grande como nuestro pequeño automóvil, y sólo en el último momento se desvió lo mínimo preciso para pasar rozándonos, bamboleando el coche como si fuera un simple juguete mientras en el interior, esta vez todos sin excepción, nos apartábamos lo más que podíamos de las ventanas y aguantábamos la respiración aterrorizados. Si hubiese querido hacernos daño habríamos sido presa fácil para sus afiladas zarpas, que hubieran podido destrozar la chapa del coche como si fuera papel de aluminio. Hasta que no dejamos atrás el recinto no empezamos a respirar tranquilos.

Una vez en el parque acuático, las risas y la adrenalina generada por los toboganes gigantes nos hicieron olvidar el mal trago que habíamos pasado. Pero estoy seguro de que esa noche, durmiendo profundamente para reponerme del cansancio acumulado por las emociones vividas a lo largo del día, volví a sufrir aquella pesadilla recurrente en la que me convertía en comida para osos mientras bajaba por las escaleras de casa.

viernes, 16 de octubre de 2015

La niebla

Volvía a casa andando después del colegio, avanzando con parsimonia entre una bruma densa como pocas veces he visto en la ciudad. Seguramente era otoño, a principios de curso, poco antes de las fiestas del Pilar, época en la que solían levantarse persistentes nieblas que bajaban por el valle del río Ebro cubriendo el barrio por completo.

La niebla
La niebla - Dominio Público

Me acompañaba mi amigo Rafa, que vivía junto al macro bloque de viviendas Kasan, a sólo dos centenares de metros de mi casa. Nos separamos a la altura de "la colmena" y, mientras yo seguía recto por la acera, él se dispuso a cruzar perpendicularmente la calzada. Aún no había llegado al otro lado de la avenida cuando la neblina ya lo había engullido completamente. "¿Estás ahí, Rafa?", le grité, pero no llegó respuesta alguna, había caído presa de la niebla y sus invisibles moradores, quizás para siempre. No me quedé del todo tranquilo hasta que lo vi aparecer de nuevo en clase al día siguiente.

lunes, 12 de octubre de 2015

Los primos de mis primos (no siempre) son mis primos

Una vieja canción de Objetivo Birmania decía que "los amigos de mis amigas son mis amigos", toda una promiscua declaración de intenciones que en la vida real no tiene porqué cumplirse. Sin embargo, si cambiamos "amigos/as" por "primos/as", la estrofa deja totalmente de tener sentido, tanto literal como figurado.

Los primos de mis primos (no siempre) son mis primos
Árbol genealógico con tirabuzón - Dominio Público

De pequeños teníamos mucha relación con nuestros primos y primas, sobre todo con los de edad más cercana a la nuestra. También coincidíamos a menudo con algún primo de nuestros primos, como Iván y Cristian, familiares de nuestros parientes Óscar y Sandra, hasta tal punto que no todos mis hermanos pequeños tenían claro que, a pesar de ser primos de nuestros primos, no eran primos nuestros. Parece un trabalenguas, pero sólo es un tirabuzón en el árbol genealógico.

Y como el mundo es un pañuelo, y Zaragoza es un cachirulo pequeñico, en el colegio San Braulio tenía una compañera de clase llamada Salomé, que era prima hermana de mis primas Conchita y Belén pero, al igual que Iván y Cristian, no tenía parentesco alguno conmigo, lo cual nos resultaba extraño, curioso y divertido a partes iguales.

viernes, 9 de octubre de 2015

Mal de ojo (annus horribilis III)

Para terminar de rematar el annus horribilis que médicamente supuso mi primer año en el colegio San Braulio, hacia final de curso sufrí una tremenda conjuntivitis en ambos ojos que me impidieron llevar una vida normal durante un par de semanas.

Mal de ojo (annus horribilis III)
© nyllow - Flickr

Tenía los ojos tan irritados que casi no podía ni abrirlos, y aún así la luz me molestaba de tal manera que llegué a un punto en el que necesitaba llevar gafas de sol a todas horas, incluso en espacios cerrados, como el aula. Algunos profesores fueron muy comprensivos, pero otros no tanto, y hacían comentarios hirientes a mi costa, o directamente pretendían obligarme a quitármelas, pensando que era una provocación o un capricho de adolescente más que una necesidad médica. En esas ocasiones agachaba la cabeza, intentaba hacer oídos sordos y aguantaba estoicamente hasta que amainaba el chaparrón.

Pensándolo detenidamente, es posible que no padeciera la conjuntivitis durante mi primer año en el nuevo colegio, sino algo más adelante. Creo recordar que las gafas de sol que usé eran unas un poco extravagantes y vistosas, con espejos como cristales y la montura blanca, que había llevado mi hermano Rubén para esquiar durante la semana blanca. Y me extrañaría que mis padres le hubieran dado permiso para ir a la nieve yendo todavía a 3º de E.G.B., era demasiado joven, aunque todo es posible.

lunes, 5 de octubre de 2015

Dolor de barriga (annus horribilis II)

Durante un par de meses, las tardes del fin de semana se convertían en mi infierno particular. Al rato de haber terminado de comer, un dolor muy intenso comenzaba a taladrarme el estómago, obligándome a recluirme un par de horas en mi habitación, recostado en la cama, mientras soportaba toda una colección de pinchazos, espasmos y retorcijones, a la espera de que el achaque remitiera por si solo. No había ninguna causa aparente, hasta que un buen día mi madre dijo que tenía los ojos amarillos, me llevó al médico y me diagnosticaron una hepatitis.

Dolor de barriga (annus horribilis II)
Vade retro, Satanás

Estuve postrado en la cama aproximadamente un mes, descansando y cogiendo fuerzas, a dieta de tomate y poco más, aburrido, jugando a ratos con Domingo (mi murciélago de goma, llamado así en honor a mi traicionero amigo de tiempos pasados), sufriendo a diario las inyecciones que me ponía en las nalgas un practicante sudamericano que trabajaba a domicilio, y saltándome prácticamente todo el primer cuatrimestre de 5º de E.G.B. en el nuevo colegio. Mi boletín de notas aparece en blanco en ese primer parcial, pero afortunadamente no tuve problemas para superar el curso sin mayores dificultades. Eso sí, años después me costó horrores aprenderme los huesos del cuerpo humano durante el curso para obtener el título de Monitor Nacional de Atletismo, ya que fue una de las materias que me perdí en su día mientras estaba convaleciente.

Siguiendo mi estela, mis hermanos Daniel y Rubén contrajeron la misma enfermedad, uno detrás de otro. Daniel fue el que sufrió la infección más fuerte, y especulaban con que posiblemente él había sido el paciente cero y me había contagiado una versión más benévola del virus mientras todavía lo estaba incubando. Por fortuna, todos nos recuperamos prontamente y los múltiples análisis y controles posteriores indicaron que no nos habían quedado secuelas. Aunque eso no es del todo cierto, puesto que yo al menos sí que padezco una, un odio permanente, visceral y racional a cualquier tipo de aguja.

viernes, 2 de octubre de 2015

Un mal trago (annus horribilis I)

Debido a mis hipertrofiadas amígdalas, pasé varios años sufriendo multitud de inconvenientes entre infecciones, inflamaciones, dificultades para respirar, e incluso tonsilolitos causados por restos de comida que se quedaban adheridos a las grandes criptas que presentaban mis apéndices intrabucales. Un buen día, los médicos decidieron finalmente extirpármelas. Pero habían esperado demasiado, ya había cumplido mi primera década e iba a recordar la operación para siempre con todo lujo de detalles, muchos más de los que hubiera deseado.

Un mal trago (annus horribilis I)
© rosarioaldaz - Flickr

Me ingresaron en el Clínico la noche anterior, compartiendo casualmente habitación con otro chico de mi antiguo barrio al que iban a someter a la misma operación a la mañana siguiente. Pasé la noche relajado, descansando tranquilamente, sin nervios, porque no tenía ni idea de lo que se me venía encima. Vinieron a buscarme temprano a la habitación, me sentaron en una silla de ruedas y me llevaron por un largo pasillo hasta la sala del quirófano, que estaba situado en la misma planta. Allí había 4 ó 5 sanitarios preparando la inminente intervención.

Cuando todo estuvo dispuesto me hicieron sentarme en el regazo de un enfermero que me sujetó firmemente con sus brazos, lo cual no presagiaba nada bueno. Me introdujeron en la boca un frío y aséptico retenedor metálico para impedir que volviera a cerrarla, mientras mi desasosiego iba en aumento exponencialmente. Otro miembro del equipo se plantó delante de mí blandiendo en sus manos una enorme jeringuilla de acero, rematada por la aguja más grande y larga que he visto mi vida, y mis ojos se abrieron como platos de par en par. Sin poder hacer nada por evitarlo, la aguja penetró en mi cavidad bucal y me anestesiaron toda la zona circundante a las amígdalas. Afortunadamente, la realidad fue mucho más benévola que mi desbocada imaginación y los pinchazos no fueron especialmente dolorosos. Pronto toda mi garganta se quedó adormilada, y el cirujano pudo dar comienzo a la extracción.

Con unas pinzas semiesféricas similares a las usadas para dar forma a las bolas de helado, atrapó una de mis bolas de carne y en sólo unos segundos la arrancó del resto de mi cuerpo. No sentí dolor, pero si la presión ejercida por el tirón. Depositó la amígdala sanguinolenta en una bandeja delante de mis narices, cual albóndiga bañada en salsa de tomate, y se dispuso a atacar la segunda, que no tardó en seguir los pasos de su compañera. Todo acabó muy deprisa. Me quitaron el retenedor maxilar, mi captor soltó la presa, y antes de darme cuenta estaba de nuevo en el pasillo, montado en la silla de ruedas de regreso a mi habitación, convencido de que era una de las experiencias más desagradables que podía sufrir alguien en la vida.

Así se lo hice constar a mi compañero de cuarto cuando nos cruzamos en el pasillo mientras lo llevaban camino de la carnicería. No podía hablarle, pero sacudí mi mano un par de veces mientras le transmitía mentalmente un pensamiento muy claro, "no sabes la que te espera".

lunes, 28 de septiembre de 2015

Rebelión en la granja-escuela

Desde los 7 a los 14 años, cada verano pasaba un par de semanas en algún campamento o colonia urbana, lejos de mis padres y de la civilización. Cada vez iba a un sitio diferente (Benasque, Cantavieja, Broto.. ), pero siempre acompañado de algún hermano, prima y/o vecino. Por ejemplo, un año estuve en una granja escuela con mi hermano Rubén y mi prima Arancha. Fue una experiencia muy interesante, diferente, hacer todas las cosas que se hacen habitualmente en este tipo de vacaciones (excursiones, juegos, competiciones, bailes y cantos a la luz de una hoguera..), aderezado además con el cuidado diario de los típicos animales de granja (cerdos, cabras, gallinas, patos..). ¡Fue la primera (y última) vez que he ordeñado a una cabra! Pero aquellas dos semanas dieron para mucho más.

Rebelión en la granja-escuela
© cronopiazul - Flickr

Para el asombro. Fue allí donde descubrí estupefacto que también los animales no humanos, en concreto los cánidos, pueden mantener relaciones sexuales entre individuos del mismo sexo, desmintiendo así una de las mayores falacias que repiten insistente y machaconamente los detractores de ese comportamiento supuestamente antinatural en nuestra sociedad.

Para el miedo. Un par de veces fuimos de paseo hasta un caserón abandonado situado en la cima de una colina no muy distante. Al anochecer, la silueta del edificio, recortada contra las luces y sombras del ocaso, adquiría un aspecto fantasmal, de película de terror, y los escalofríos te recorrían de arriba a abajo toda la columna vertebral. Una sensación de desasosiego acentuada por una línea de alta tensión cercana, cuyos campos magnéticos te ponían literalmente los pelos de punta. Explorando con las linternas el destartalado interior pronto nos topamos con sus actuales inquilinos, cientos de pequeños murciélagos colgados de paredes y techos, que algunos chicos intentaron atrapar sin demasiado éxito, y que, para terminar de completar la atmósfera de inquietud y desazón, dieron pie a historias de vampiros y muertos vivientes.

Para las travesuras. Al lado de la granja discurría la zanja de una acequia seca. Estaba canalizada con largas tuberías de hormigón de varias decenas de metros, cuyo interior era accesible, pues ambos extremos terminaban abruptamente, abiertos al aire, como invitándonos a explorarlos. A la luz de nuestras linternas nos asomamos a un mundo oscuro, frío y húmedo, lleno de ecos, barro, y alguna que otra rana saltarina. Un primer insensato se envalentonó, se introdujo a duras penas en el estrecho orificio y, tras varios minutos de angustiosa lucha, consiguió pasar a rastras hasta el otro extremo. No fui yo, ni tampoco fui el segundo, ni el tercero. De hecho, no tenía ninguna intención de meterme en un lugar potencialmente claustrofóbico y arrastrarme por el fango. Pero al final la presión de grupo pudo con mis reticencias y yo también pasé por el aro. No fue una experiencia placentera, más bien todo lo contrario. Era un túnel angosto y sucio, que parecía infinitamente más largo una vez que estabas en su interior. Aunque hubiese querido, no hubiera sido sencillo dar marcha atrás, así que la única opción viable era seguir avanzando, intentando mantener a raya la ansiedad y el inevitable subidón de adrenalina que aparece en las situaciones límite. No sé cuánto tiempo estuve allí dentro, pero sí que los últimos metros, ya con la luz al final del túnel casi al alcance de mi mano, fueron un alivio. Tampoco sé si alguien repitió la aventura, pero desde luego yo no. Pero lo peor vino después, cuando tomé conciencia de lo que podía haber pasado si, mientras alguno de nosotros permanecíamos allí atrapados, se hubieran abierto las compuertas de la acequia dando paso al flujo de agua. Sinceramente creo que a veces no hay más accidentes y tragedias por simple y pura suerte.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Regaliz de palo

A las puertas de salida del colegio La Jota se situaba a veces un señor mayor, portando un pequeño fardo de ramitas que vendía entre la chiquillería y sus progenitores. Esas ramitas no eran otra cosa que regaliz de palo, las raíces de una planta que crece y se expande profusamente cerca de las acequias y los lechos de los ríos. Una mala hierba, como las ortigas, pero con una utilidad mayor, ya que podías mascar la madera para extraer su jugo agridulce, dejándote un sabor metálico residual en la boca. Beber agua después de haber masticado un poco de regaliz era toda una experiencia sensitiva. A las ortigas en cambio todavía no les he encontrado ningún uso beneficioso.

Regaliz de palo
Regaliz de palo - Dominio Público

lunes, 21 de septiembre de 2015

Commodore 64

A mediados de los años 80 nuestros padres nos regalaron por Navidad un flamante Commodore 64, C64 para los amigos. Era sin duda el mejor ordenador personal que podías encontrar en el mercado en aquel momento. Fue un regalo muy provechoso, al menos para mi, ya que con él aprendí los rudimentos de la programación y ahora me gano la vida como informático, o mejor dicho, como desarrollador de software. Pero no fue un camino de rosas.

Commodore 64
© MOS6502 - Wikimedia Commons

Mis hermanos lo usaban únicamente para jugar, acaparando la totalidad del restringido tiempo de uso del que disponíamos para dedicarlo a tal fin. Los juegos estaban almacenados en cintas de casete y, a veces, tras pasar unos largos y tediosos minutos cargando en la limitada memoria del dispositivo el juego elegido por consenso, se producía un fallo justo al final, por lo que teníamos que empezar todo el proceso de nuevo desde cero, causándonos una gran frustración, ya que el poco tiempo disponible se iba reduciendo rápidamente segundo a segundo.

Nuestro juego estrella era el jorobado, "The Hunchback", que también le hacía mucha gracia a mi madre, sobre todo cuando mi primo Ángel descubrió por accidente que podíamos hacer moverse a Quasimodo hacia atrás. Pero teníamos muchos otros, algunos pocos comprados, y la mayoría pirateados mediante la elaborada técnica de copiar la cinta original con un radiocasete de doble pletina. Normalmente, la forma de conseguirlos era a través del amigo de algún amigo que también disfrutara de un C64, y ya en la última época los obteníamos directamente sacándolos prestados de un centro lúdico cultural.

Yo también jugaba, por supuesto, pero pronto me interesé más en aprender cómo funcionaba esa maravilla tecnológica y cómo podía crear mis propias aplicaciones y juegos. Con mi exigua paga me compraba la revista mensual "Input Commodore" y, para disponer del suficiente tiempo de computación libre de juegos y jugadores, me levantaba temprano los sábados por la mañana, montaba el equipo en la televisión del salón y hacía mis pruebas con tranquilidad. Así aprendí a programar en BASIC, y más adelante les pedí a mis padres que me regalaran por Navidad un libro sobre el lenguaje ensamblador del procesador Motorola 6510, el increíble motor que el C64 escondía en su interior.

El C64 marcó una época y siempre le he tenido un cariño especial, hasta el punto de haber seguido jugando a alguna de sus pequeñas joyas como "Nebulus", "Ghosts'n Goblins" o "Commando", mediante el uso de emuladores en ordenadores posteriores mucho más potentes, pero que carecen de ese encanto especial de haber sido el primero. Hasta tuve el honor de trabajar durante varios años en la traducción al español de Power64, uno de los mejores emuladores de C64 para ordenadores Apple Macintosh. Una pena que el autor, Roland Lieger, no terminara migrando el código fuente a la última versión del sistema operativo de la manzana. Desde entonces me falta algo muy importante en mi Mac.