viernes, 29 de abril de 2016

Fuegos artificiales

Durante las fiestas del Pilar, cada noche lanzaban fuegos artificiales desde un rincón diferente de la ciudad. El que teníamos más cercano era la Plaza de Europa, a escasos centenares de metros de nuestra casa cruzando el río Ebro por el Puente de la Almozara. Aunque hubiéramos podido verlos desde el balcón, nos gustaba situarnos muy cerca de la zona cero y disfrutar prácticamente desde debajo de una inmersión sensorial a base de explosiones, luces de colores, chispas y olor a pólvora quemada.

Fuegos artificiales
© azuaje - Flickr

A mi hermana María, a la que acercábamos con nosotros en su sillita de paseo, le encantaba como al que más, aunque unos años después, quizás debido a esa sobreexposición inicial, les cogió algo de respeto. Lo peor de todo es que estábamos tan cerca que a veces llovían a nuestro alrededor los palos finos y largos que se usan para dar estabilidad a los cohetes durante el lanzamiento y ascenso. Si te caía uno encima te podía lastimar, así que no tardaron mucho tiempo en ampliar enormemente la zona de seguridad y se acabó el acercarte tanto. Pero eso no nos impidió seguir disfrutando de los fuegos artificiales, pues tienen algo tan especial y primario que a cualquier distancia siguen siendo igual de mágicos, hipnóticos y fascinantes.

lunes, 25 de abril de 2016

Como dos gotas de agua

Al menos en cuanto a aspecto físico, yo he sido desde pequeño la oveja negra de la familia. Soy el más parecido a la rama de mi madre, de piel oscura, cabello castaño y complexión delgada, mientras que el resto de mis hermanos han sido siempre de la rama paterna, de tez más clara, rubitos y más bien regordetes. Por eso, cuando en la playa había gente que les preguntaba a mis padres si mi hermano Rubén y yo éramos mellizos, nos hacía mucha gracia y nos parecía increíble que alguien pensase siquiera en tamaño disparate. Si hasta hemos sido siempre opuestos incluso en el carácter, yo siempre haciendo el trasto y mi hermano modosito recordándome que "mamá dice que eso no se hace".

Como dos gotas de agua
© donnieray - Flickr

Pero algo de razón sí que debían de tener, pues mi hermano Rubén había ido cambiando paulatinamente su fisonomía hasta parecerse más a mi, mientras el resto de nuestros hermanos permanecían fieles a la rama paterna. Y como nuestra diferencia de edad era mínima, de tan sólo dos años, es lógico que gente que no nos conociese pudiese llegar a imaginar que no éramos simples hermanos.

La confirmación definitiva llegó un día en que Susana, buena amiga y compañera de entrenamientos, y que estudiaba en el mismo instituto que mi hermano, me dijo que lo había visto en el recreo y se había sorprendido pensando que era yo. Si ella, que pasaba a diario varias horas a mi lado, se había confundido de esa manera, es que el parecido debía de ser más que razonable. Eso, o que necesitaba graduarse la vista.

viernes, 22 de abril de 2016

El postre menos deseado

De tanto coincidir en la playa día tras día, año tras año, al final acababas haciendo amigos, como esa familia originaria del sur pero residente en Barcelona que tenían una niña pequeña más o menos de la edad de mi hermana María, y que a veces hasta nos guardaban medio metro cuadrado de las atestadas arenas de Salou si bajaban a la playa antes que nosotros.

El postre menos deseado
© Hgrove - Wikimedia Commons

Una vez nos invitaron a comer a su apartamento, situado en la octava planta del rascacielos que había en primera línea de playa. ¡Menudas vistas! Y eso que sólo estábamos situados a la mitad de la altura total del edificio. Desde la azotea casi se podía apreciar la curvatura de la Tierra en el horizonte, y las boyas que a ras de suelo parecían tan lejanas se veían infinitamente más cerca de la orilla en comparación con la enorme extensión de agua que quedaba por detrás.

No recuerdo qué nos sirvieron de comida aquel día, sólo que el postre no nos gustó a ninguno, pero por educación nos lo comimos igualmente con nuestra mejor sonrisa. En mi memoria era media chirimoya que habían vaciado y vuelto a rellenar tras mezclar su carne con alguna otra cosa, aunque hablando sobre aquel episodio con mi madre, ella asegura que era un aguacate.

En cualquier caso, la cocinera nos preguntó con la bandeja en la mano si nos había gustado. Había sobrado una pieza y todos nos olimos lo que podía ocurrir si decíamos que sí, pero tampoco podíamos decir que no. Afortunadamente, fuimos rescatos in extremis por mi hermano Rubén, siempre tan educado él, que cayó en la trampa y se lanzó inconscientemente a alabar su textura y sabor, obteniendo como recompensa el pedazo sobrante de repetición. Casi morimos asfixiados allí mismo conteniendo la risa, pero aquella noche, ya en nuestro apartamento, comentamos la jugada una y otra vez a carcajada limpia. ¡Toma, por pelota!

lunes, 18 de abril de 2016

No estaba perdida, andaba de parranda

Mi madre se había quedado en el pequeño apartamento preparando la comida, mientras el resto de la familia disfrutábamos una vez más de la playa y el sol de Salou. Mi padre estaba sentado en una tumbona en primera línea, charlando con unos amigos, mientras nosotros jugábamos al lado con las palas, dándolo todo como si estuviésemos en la mismísima final de Roland Garrós. De vez en cuando echábamos un vistazo vigilante a María, que excavaba agujeros y construía castillos en la orilla con sus cubos, palas y rastrillos. Todo era perfecto. Hasta que en un momento dado, coincidiendo con tan solo cinco segundos de despiste generalizado, mi hermana desapareció.

No estaba perdida, andaba de parranda
© picfix - Flickr

El susto inicial fue estremecedor, pero en un acto de extraordinaria lucidez, sin dejarnos llevar por el pánico, nos coordinamos con absoluta precisión y empezamos a buscarla rápidamente por todas partes en estado de máxima alerta. Mi padre marchó hacia la entrada de la playa por si se le había ocurrido irse hacia casa, o peor, por si alguien se la había llevado. Uno de mis hermanos se quedó en el sitio por si aparecía de repente, otro se fue siguiendo la playa en una dirección y yo avancé en la contraria. Alguien habló con los socorristas, creo que alguno de nuestros amigos, que también colaboraron activamente en la búsqueda. Movilizamos a todo el mundo, pero María no aparecía por ningún sitio.

Yo oteaba a partes iguales la playa, por si se había despistado dando un paseo y no encontraba el camino de vuelta a nuestras toallas, y el mar, por si se había adentrado a nadar y se había quedado atrapada por la resaca y las olas. Intentaba calmar mis nervios, pues sabía que era buena nadadora, pero el mar es traicionero y a veces las corrientes son muy fuertes. Tras unos minutos que parecieron horas, uno de mis hermanos llegó a mi encuentro diciéndome que había aparecido, afortunadamente sana y salva. Y cuando regresamos al punto de inicio allí estaba nuestra hermana tan tranquila, jugando con sus cubos y palas otra vez como si nada hubiera pasado. Y así era en realidad, al menos para ella, pues en su mundo ella nunca estuvo ni se sintió perdida.

Fue mi padre quien la encontró, o más bien quien descubrió dónde estaba y lo que había pasado. La explicación era muy sencilla, simplemente a mi hermana le habían entrado ganas de ir al baño y ni corta ni perezosa se fue sin avisar a nadie a los aseos que había a la entrada de la playa. Cuando mi padre la vio estaba volviendo si atisbo de despiste alguno directamente hacia las toallas, después de haber hecho sus necesidades. Comprendiendo todo en un instante, ni la interceptó ni le dijo nada, sólo la siguió en la distancia y la dejó hacer como si nada. Una decisión inteligente, pues lo contrario habría supuesto contagiarle en vano nuestra ansiedad y nerviosismo.

Tengo que reconocer que fueron los cinco minutos más angustiosos de toda mi vida, pero al final todo quedó en un gran susto. Eso sí, velando por nuestra integridad personal, hicimos un pacto de silencio entre los hombres de la casa, y a mi madre no se lo contamos hasta pasado mucho, mucho tiempo.

viernes, 15 de abril de 2016

Natación estilo libre

Nunca me ha gustado demasiado nadar en el mar. Jugar en la orilla a las palas, correr, saltar o dejarme arrastrar por las olas como si mi cuerpo fuera una tabla de surf, sin problemas, pero penetrar aguas adentro hasta zonas más profundas donde no haces pie, sin saber qué tipo de criaturas marinas pueden acecharte desde abajo.. no, gracias. Aunque sé que mis temores son completamente infundados, no puedo evitar sentir cierto desasosiego primigenio cuando tengo toda esa masa de agua y oscuridad por debajo de mi. Cuánto daño han hecho las películas de "Tiburón".

Natación estilo libre
© r36ariadne - Flickr

Las playas de Salou no eran de aguas limpias y cristalinas, solía haber muchas algas, pero jamás vimos nada que nos hiciera sospechar que corríamos peligro y algo podía atacarnos. Veíamos muchos pececitos, algún pez más grande de vez en cuando, pero raramente medusas. El supuesto pez gato que estaba oculto entre la arena y que mi hermano Rubén pisó accidentalmente, produciéndole un dolor insoportable y una fuerte reacción alérgica, no cuenta, ya que nadie llegó realmente a verlo. Lo que si divisamos en una ocasión fue un pez volador que iba dando saltos fuera del agua directo hacia la orilla, hasta que desapareció sin dejar ni rastro tras embestir desde abajo la colchoneta hinchable de una bañista que estaba a la deriva tomando el sol tranquilamente. ¡Vaya susto se pegó!

Muy de vez en cuando, nos desprendíamos de casi todos nuestros recelos y nadábamos hacia las boyas que delimitaban la zona hasta la que podían acercarse las embarcaciones. Serían como mucho unos cien metros mar adentro, aunque una vez en el agua parecían muchos más. A aquella distancia el lecho marino descendía hasta los 5 ó 6 metros de profundidad, prácticamente fuera de nuestro alcance. Nunca me apetecía ir, me daba mucha aprensión, pero si lo hacían mis hermanos yo no podía ser menos. Siempre te quedaba el consuelo de pensar que cuantos más mejor, ya que las probabilidades de ser el aperitivo del monstruo marino de turno eran menores.

En una de esas expediciones, cuando ya estábamos a mitad de camino entre la orilla y la boya, sufrí un calambre en una pierna y se me subió el gemelo. No había problema más allá de que siempre es doloroso, pues podía mantenerme a flote sin gran esfuerzo con una sola pierna y los dos brazos, así que continué avanzando. Sin embargo, cuando ya habíamos recorrido tres cuartas partes de la distancia, supongo que debido al sobreesfuerzo hecho con mi pierna sana, sufrí otro calambre y se me subió el otro gemelo. Afortunadamente, siempre me he movido como pez en el agua y no temía por mi seguridad, sabía que podía permanecer a flote incluso sin utilizar ninguna de las dos piernas. No obstante, tenía dos opciones, volver inmediatamente a la seguridad de la orilla o intentar alcanzar la boya, que estaba mucho más cerca, y descansar aferrado a ella hasta que remitiese el agarrotamiento.

La decisión fue fácil. Claramente, lo más sensato era alcanzar un punto seguro lo antes posible, por si acaso el cansancio me golpeaba inoportunamente antes de tiempo. Inventándome una nueva forma de nadar, con las piernas inertes colgando como un lastre por debajo de mi cuerpo mientras avanzaba gracias a la tremenda fuerza de mis brazos, un estilo no muy vistoso que jamás sería especialidad Olímpica, llegué por fin a la bamboleante boya. Tras un rato de descanso, el retorno a tierra firme fue mucho menos accidentado. No puedo asegurarlo, pero seguramente fue la última vez que me aventuré a realizar ese trayecto.

lunes, 11 de abril de 2016

Atrapado en las redes de la araña

Hasta hace bien poco, del techo del salón de mis padres colgaba una enorme araña, una de esas antiguas lámparas de bronce con varios brazos y florituras rococó, cristales colgantes que atrapan la luz y la descomponen entre sus facetas creando suaves colores que se proyectan sobre las paredes, largos y estrechos casquillos para las bombillas simulando ser obsoletas velas de cera y, como no, una punta asesina como remate en su parte inferior.

Atrapado en las redes de la araña
Espécimen de araña asesina - Dominio Público

Un día que mi primo Jesusín, el fotógrafo, había venido de visita con toda su familia, cogí en brazos a su hijo mayor, Dani, que entonces no tendría más de 4 ó 5 años, y lo alcé en volandas sin percatarme de que estábamos situados justo debajo de la lámpara. Fue un momento espeluznante, un frágil cráneo infantil golpeando duramente contra una punta metálica. Nos quedamos todos completamente horrorizados, y mi sobrino segundo se puso a llorar desconsoladamente mientras le examinábamos con urgencia la zona del impacto en busca de sangre. Afortunadamente, el extremo de la lámpara estaba lo suficientemente desgastado y romo como para provocar una herida abierta y todo quedó en un gran susto y un pequeño chichón. Desde entonces, siempre que me dispongo a elevar por encima de mi cabeza a algún niño en un espacio cerrado, lo primero que hago es comprobar que no haya ningún obstáculo peligroso sobre nosotros.

viernes, 8 de abril de 2016

Sobre ritos paganos

Es curioso la cantidad de cosas que podemos aceptar y considerar como algo absolutamente normal, sin pensar detenidamente en ellas, por el simple y mero hecho de haberlas vivido e interiorizado desde muy pequeños. Una buena muestra de ello son la mayoría de los extravagantes y anacrónicos ritos religiosos, independientemente del credo en el que nos fijemos.

Sobre ritos paganos
Ritos paganos - Dominio Público

Siendo hijo de padres Católicos (como diría Richard Dawkins), presenciar el bautizo de mi prima Saray cuando ella contaba ya con 10 ó 12 años me resultó cuando menos chocante, y no sólo debido a su avanzada edad, sino también a consecuencia de su inmersión completa en un estanque lleno de agua. Aunque no menos peculiares eran los aspavientos y las alabanzas a Dios que los fieles exclamaban a voz en grito en mitad de la celebración, interrumpiendo incluso el sermón de su Pastor.

Resulta que mis tíos Jesús y Manola, así como todos sus hijos, son Evangelistas, y al parecer ambas conductas son bastante habituales durante las ceremonias de la religión que profesan. Lo que me lleva a plantearme que, lo que yo acato como hechos normales dentro de la Iglesia Apostólica Romana, sin duda tiene que ser visto como algo extraño e insólito por otras gentes con una visión diferente del mundo. Cosas veredes.

lunes, 4 de abril de 2016

Hombre lobo en el trastero

Mi padre siempre ha sido muy manitas y ha hecho todo tipo de chapuzas en casa, desde cosas sencillas como montar un armario o arreglar una persiana, hasta trabajos nivel experto como alicatar un suelo o cambiar la instalación de la calefacción al completo, cañerías y radiadores incluidos. Pero, sin lugar a dudas, su obra maestra fue diseñar y construir un altillo en el trastero con el fin de duplicar su superficie útil, dotándolo eso si de un incómodo acceso mediante una escalera metálica excesivamente pegada a la pared.

Hombre lobo en el trastero
¡Como para no salir corriendo! - Dominio Público

Un día, mi padre me pidió que le acompañase al trastero para ayudarle a buscar y subir a casa alguna cosa. Él iba delante y se puso a trepar al altillo mientras yo esperaba mi turno al pie de la escalera, pero a mitad de ascensión se detuvo bruscamente y, completamente agarrotado, comenzó a emitir unos gruñidos escalofriantes y extraños. Al instante supe qué es lo que estaba ocurriendo y, lo que es más importante, qué es lo que tenía que hacer. Sin duda, mi padre se estaba transformando en un hombre lobo, el ser sobrenatural más peligroso de cuantos existen, y del que difícilmente podrías escapar si tienes la mala suerte de toparte con uno cara a cara. Así que, antes de que tuviese tiempo de completar su letal metamorfosis, salí corriendo hacia casa como alma que lleva el diablo.

No me siento muy orgulloso de mi irresponsable comportamiento, pero en aquel momento esa opción fue la primera que se me pasó por la cabeza, y la adrenalina hizo el resto. No pensé en que mi padre pudiera estar sufriendo un infarto al corazón, un ataque epiléptico, un cólico o cualquier otro tipo de dolencia, y que muy probablemente necesitase de mi auxilio y asistencia. Cuando al cabo de un rato apareció por casa sano y salvo, todavía siendo humano, recuperado del temporal achaque y pidiendo explicaciones por mi repentina desaparición, se me cayó la cara de vergüenza.

viernes, 1 de abril de 2016

Maxi, la mejor amiga del hombre

Tras la mala experiencia con Charly, tardamos algunos años en volver a disfrutar de la compañía de un perro. Fue por iniciativa de los hermanos mayores que, en respuesta a un anuncio del periódico, juntamos todos nuestros ahorros y acudimos a La Muela para hacernos con un cachorro de tres meses mezcla entre Husky Siberiano y Alaskan Malamute. Sus anteriores dueños lo llamaban Max, pero era perra, así que por no andar cambiando toda la documentación la rebautizamos como Maxi, diminutivo de Maximiliana.

Maxi, la mejor amiga del hombre
© Jerolek - Flickr

Maxi era una perra extraordinariamente cariñosa y sociable, sobre todo teniendo en cuenta la fama de ariscos e independientes que han tenido siempre los huskies. Cuando mi hermana pequeña me acompañaba en su paseo diario, la perra iba siempre pendiente de ella, protectora, siguiéndola por detrás a muy corta distancia. A pesar de su pelaje adaptado a fríos extremos, le encantaba tumbarse al sol en el salón, bajo la puerta acristalada del balcón, y ser el foco de atención de infinitas caricias. Y, si decidía que no le habías hecho todos los mimos que merecía, se recostaba a tus pies y empezaba a gemir lastimósamente hasta que acababas cediendo a sus exigencias, harto de escuchar ese penetrante y desagradable sonido.

Maxi era tan miedosa como tranquila. Cuando, durante las fiestas del Pilar, lanzaban fuegos artificiales en la cercana Plaza de Europa, corría a esconderse en el baño, acurrucada y echa un ovillo con el rabo entre las piernas y las orejas gachas, hasta que terminaba de escucharse el ruido sordo de las explosiones. Es curioso que eligiera ocultarse allí, porque para conseguir bañarla siempre teníamos que arrastrarla literalmente hasta la bañera. También nos tocaba arrastrarla cuando había que llevarla al veterinario. La consulta estaba un par de portales más allá de nuestra casa, y pasábamos por delante a diario sin ningún problema. Pero tenía un sexto sentido para percatarse de cuando íbamos a entrar y nada más bajar a la calle se cerraba en banda y se negaba a avanzar, sentándose en el suelo y resistiéndose con todas sus fuerzas, que no eran pocas.

Maxi también tenía sus momentos salvajes, y en alguna ocasión me hizo correr como alma que lleva el diablo detrás de ella, pues salía disparada persiguiendo vete tú a saber el qué. Lo más peligroso es que cruzaba la carretera como un rayo sin ningún cuidado, aunque afortunadamente en aquella época todavía no había tanto tráfico en el barrio como ahora. Si jugábamos a peleas de hermanos se ponía muy nerviosa, aullaba como un lobo y se lanzaba a sujetar con su fuerte mandíbula repleta de afilados dientes el brazo de mi hermano Rubén. Curiosamente siempre el suyo, independientemente de que fuera el agresor o el agredido.

Maxi hasta te enseñaba los dientes y gruñía en contadas ocasiones, por ejemplo si intentabas acercarte a su plato de comida mientras estaba masticando. Pero sobre todo si decidía que se encontraba frente a alguien raro o amenazante, como aquella vez que nos cruzamos con un tuno que casi tiene que salir corriendo, o cuando venía a casa mi inquietante compañero Viruete, o mi tío Jesús con alguna copa de más. A veces era algo renconrosa, y estuvo ignorando durante un par de semanas a mi hermano Rubén, al que normalmente adoraba, porque un día volvió de madrugada después de una noche de juerga, aprovechó a bajarla antes de acostarse, y subió a casa sin ella, dejándola olvidada en la calle varias horas hasta que un vecino nos avisó de que la pobre estaba desesperada dando vueltas por la manzana.

Ya hace unos cuantos años que Maxi salió de nuestras vidas, al igual que Yacko, su inseparable amigo y compañero de aventuras. Pero su recuerdo sigue en nuestros corazones, inmutable y eterno, como corresponde a quienes fueron parte de nuestra familia y de nuestras vidas. Estoy seguro de que ellos también se acuerdan y velan por todos nosotros desde el cielo de los perros.