lunes, 18 de abril de 2016

No estaba perdida, andaba de parranda

Mi madre se había quedado en el pequeño apartamento preparando la comida, mientras el resto de la familia disfrutábamos una vez más de la playa y el sol de Salou. Mi padre estaba sentado en una tumbona en primera línea, charlando con unos amigos, mientras nosotros jugábamos al lado con las palas, dándolo todo como si estuviésemos en la mismísima final de Roland Garrós. De vez en cuando echábamos un vistazo vigilante a María, que excavaba agujeros y construía castillos en la orilla con sus cubos, palas y rastrillos. Todo era perfecto. Hasta que en un momento dado, coincidiendo con tan solo cinco segundos de despiste generalizado, mi hermana desapareció.

No estaba perdida, andaba de parranda
© picfix - Flickr

El susto inicial fue estremecedor, pero en un acto de extraordinaria lucidez, sin dejarnos llevar por el pánico, nos coordinamos con absoluta precisión y empezamos a buscarla rápidamente por todas partes en estado de máxima alerta. Mi padre marchó hacia la entrada de la playa por si se le había ocurrido irse hacia casa, o peor, por si alguien se la había llevado. Uno de mis hermanos se quedó en el sitio por si aparecía de repente, otro se fue siguiendo la playa en una dirección y yo avancé en la contraria. Alguien habló con los socorristas, creo que alguno de nuestros amigos, que también colaboraron activamente en la búsqueda. Movilizamos a todo el mundo, pero María no aparecía por ningún sitio.

Yo oteaba a partes iguales la playa, por si se había despistado dando un paseo y no encontraba el camino de vuelta a nuestras toallas, y el mar, por si se había adentrado a nadar y se había quedado atrapada por la resaca y las olas. Intentaba calmar mis nervios, pues sabía que era buena nadadora, pero el mar es traicionero y a veces las corrientes son muy fuertes. Tras unos minutos que parecieron horas, uno de mis hermanos llegó a mi encuentro diciéndome que había aparecido, afortunadamente sana y salva. Y cuando regresamos al punto de inicio allí estaba nuestra hermana tan tranquila, jugando con sus cubos y palas otra vez como si nada hubiera pasado. Y así era en realidad, al menos para ella, pues en su mundo ella nunca estuvo ni se sintió perdida.

Fue mi padre quien la encontró, o más bien quien descubrió dónde estaba y lo que había pasado. La explicación era muy sencilla, simplemente a mi hermana le habían entrado ganas de ir al baño y ni corta ni perezosa se fue sin avisar a nadie a los aseos que había a la entrada de la playa. Cuando mi padre la vio estaba volviendo si atisbo de despiste alguno directamente hacia las toallas, después de haber hecho sus necesidades. Comprendiendo todo en un instante, ni la interceptó ni le dijo nada, sólo la siguió en la distancia y la dejó hacer como si nada. Una decisión inteligente, pues lo contrario habría supuesto contagiarle en vano nuestra ansiedad y nerviosismo.

Tengo que reconocer que fueron los cinco minutos más angustiosos de toda mi vida, pero al final todo quedó en un gran susto. Eso sí, velando por nuestra integridad personal, hicimos un pacto de silencio entre los hombres de la casa, y a mi madre no se lo contamos hasta pasado mucho, mucho tiempo.

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