viernes, 15 de abril de 2016

Natación estilo libre

Nunca me ha gustado demasiado nadar en el mar. Jugar en la orilla a las palas, correr, saltar o dejarme arrastrar por las olas como si mi cuerpo fuera una tabla de surf, sin problemas, pero penetrar aguas adentro hasta zonas más profundas donde no haces pie, sin saber qué tipo de criaturas marinas pueden acecharte desde abajo.. no, gracias. Aunque sé que mis temores son completamente infundados, no puedo evitar sentir cierto desasosiego primigenio cuando tengo toda esa masa de agua y oscuridad por debajo de mi. Cuánto daño han hecho las películas de "Tiburón".

Natación estilo libre
© r36ariadne - Flickr

Las playas de Salou no eran de aguas limpias y cristalinas, solía haber muchas algas, pero jamás vimos nada que nos hiciera sospechar que corríamos peligro y algo podía atacarnos. Veíamos muchos pececitos, algún pez más grande de vez en cuando, pero raramente medusas. El supuesto pez gato que estaba oculto entre la arena y que mi hermano Rubén pisó accidentalmente, produciéndole un dolor insoportable y una fuerte reacción alérgica, no cuenta, ya que nadie llegó realmente a verlo. Lo que si divisamos en una ocasión fue un pez volador que iba dando saltos fuera del agua directo hacia la orilla, hasta que desapareció sin dejar ni rastro tras embestir desde abajo la colchoneta hinchable de una bañista que estaba a la deriva tomando el sol tranquilamente. ¡Vaya susto se pegó!

Muy de vez en cuando, nos desprendíamos de casi todos nuestros recelos y nadábamos hacia las boyas que delimitaban la zona hasta la que podían acercarse las embarcaciones. Serían como mucho unos cien metros mar adentro, aunque una vez en el agua parecían muchos más. A aquella distancia el lecho marino descendía hasta los 5 ó 6 metros de profundidad, prácticamente fuera de nuestro alcance. Nunca me apetecía ir, me daba mucha aprensión, pero si lo hacían mis hermanos yo no podía ser menos. Siempre te quedaba el consuelo de pensar que cuantos más mejor, ya que las probabilidades de ser el aperitivo del monstruo marino de turno eran menores.

En una de esas expediciones, cuando ya estábamos a mitad de camino entre la orilla y la boya, sufrí un calambre en una pierna y se me subió el gemelo. No había problema más allá de que siempre es doloroso, pues podía mantenerme a flote sin gran esfuerzo con una sola pierna y los dos brazos, así que continué avanzando. Sin embargo, cuando ya habíamos recorrido tres cuartas partes de la distancia, supongo que debido al sobreesfuerzo hecho con mi pierna sana, sufrí otro calambre y se me subió el otro gemelo. Afortunadamente, siempre me he movido como pez en el agua y no temía por mi seguridad, sabía que podía permanecer a flote incluso sin utilizar ninguna de las dos piernas. No obstante, tenía dos opciones, volver inmediatamente a la seguridad de la orilla o intentar alcanzar la boya, que estaba mucho más cerca, y descansar aferrado a ella hasta que remitiese el agarrotamiento.

La decisión fue fácil. Claramente, lo más sensato era alcanzar un punto seguro lo antes posible, por si acaso el cansancio me golpeaba inoportunamente antes de tiempo. Inventándome una nueva forma de nadar, con las piernas inertes colgando como un lastre por debajo de mi cuerpo mientras avanzaba gracias a la tremenda fuerza de mis brazos, un estilo no muy vistoso que jamás sería especialidad Olímpica, llegué por fin a la bamboleante boya. Tras un rato de descanso, el retorno a tierra firme fue mucho menos accidentado. No puedo asegurarlo, pero seguramente fue la última vez que me aventuré a realizar ese trayecto.

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