viernes, 31 de julio de 2015

Vandalismo involuntario

Estaba haciendo un par de recados para mis padres por la calle. Llevaba una bolsa de plástico con algo duro, creo que una botella de cristal. Giré para encarar la puerta de entrada a la zapatería que había en el pasaje, donde tenía que recoger algún encargo, cuando la bolsa bamboleó demasiado y golpeó accidentalmente contra el escaparate del establecimiento, provocando una aparatosa grieta en el cristal.

Vandalismo involuntario
© racatumba - Flickr

El dueño de la tienda se encaró conmigo, como si lo hubiera hecho a propósito, echándome una bronca monumental y preguntándome que quién iba a pagar el arreglo ahora. Yo me quedé cohibido y cabizbajo sin decir palabra, sólo quería que la reprimenda acabara cuanto antes para salir de allí lo antes posible y no volver nunca más. Tenía al zapatero por una persona algo retraída pero amable, sin embargo aquella experiencia cambió mi percepción por completo. No sé, supongo que a lo mejor no tenía seguro y se agobió pensando en cómo iba a afrontar el pago de una luna nueva, o simplemente el hombre tenía un mal día.

Y con esta historia no termino de plasmar en el blog mis recuerdos, ni mucho menos, ¡aún faltan unos cuantos! Pero necesito un descanso, así que me voy a tomar un mes de vacaciones antes de afrontar la recta final y en septiembre vuelvo a la carga con energías renovadas. ¡Hasta pronto!

lunes, 27 de julio de 2015

El arco más grande del mundo

Lo mejor que tenía el piso nuevo es que, al ser un primero, disfrutábamos de un amplio patio de luces donde correr, saltar y jugar a la pelota sin ningún peligro. El mayor inconveniente es que si golpeábamos el balón demasiado fuerte era fácil que éste sobrepasara la altura de la valla de separación y aterrizara en algún otro patio de luces. Aunque tampoco era demasiado problema, avisabas al vecino o vecina de turno y normalmente te la devolvían amablemente. Pero a veces no había nadie en casa, o la pelota caía en el único piso en el que todavía no vivía nadie. En esas ocasiones, no nos quedaba más remedio que saltar la valla y recuperar la pelota por nuestros propios medios, o buscarnos otro entretenimiento. Por cuestión de agilidad, normalmente yo era el afortunado saltador que entre un cóctel de nervios y adrenalina se jugaba una buena reprimenda. Afortunadamente, si alguien me vió alguna vez nunca dijo nada.

El arco más grande del mundo
© roapma - Flickr

El patio de luces también servía para secar la ropa húmeda recién salida de la lavadora. Las cuerdas del tendedor lo atravesaban en toda su longitud, y si colocabas una pinza encima a modo de flecha y las tensabas hasta casi tocar el suelo, podías lanzar el proyectil hasta alcanzar la altura del cuarto y último piso. Con un poco más de tensión podríamos haber hecho aterrizar las pinzas en el tejado empedrado del edificio. Pero no daba para tanto, así que tenías que estar atento para esquivarlas cuando la gravedad hacía su trabajo y volvían a caer sobre nosotros a la misma peligrosa velocidad con que las habíamos arrojado con el arco más grande del mundo.

viernes, 24 de julio de 2015

El misterio de Salem's Lot

Empezaba una nueva serie de televisión, una terrorífica historia de vampiros basada en un bestseller de Stephen King, "El misterio de Salem's Lot". La habían anunciado a bombo y platillo durante semanas y yo quería verla a toda costa, pues sabía que sería la principal comidilla durante los recreos y no quería ser el único en quedarse al margen de las conversaciones. Pero mis padres, sabiamente, no estaban dispuestos a darme permiso por temor a que me provocara pesadillas.

El misterio de Salem's Lot
Drácula - Dominio Público

Al final la insistencia dio sus frutos y conseguí sentarme a disfrutar del primer episodio, cuya trama consistía en ir presentando a los múltiples personajes que siempre pueblan las historias del rey del misterio, centrándose a continuación en la llegada del vampiro al pueblo de Jerusalem's Lot, y en las primeras muertes y desapariciones aparentemente inexplicables. Sin duda, la escena cumbre del capítulo ocurre cuando una de las primeras víctimas, un niño, vuelve de entre los muertos y, flotando en el aire en mitad de la noche, comienza a golpear las ventanas desde fuera de la habitación de su mejor amigo, que se despierta aterrorizado. ¡Demasiado impactante para la mente de un niño!

Cuando me metí en la cama, un fuerte cierzo estaba agitando violentamente las persianas de mi habitación, pero en mi imaginación no podía ser otra cosa sino un vampiro que venía a apoderarse de mi sangre y de mi alma. Llamé a gritos a mis padres, lloriqueé, pataleé e imploré para que me dejaran dormir con mi hermano mayor, "el protector de los desvalidos", pues por nada del mundo estaba dispuesto a pasar solo aquella noche. Creo que al final mis padres me hicieron hueco es su propia cama. Eso sí, como es natural, ese primer capítulo fue el primero y el último que me permitieron ver.

lunes, 20 de julio de 2015

Doña Urraca

Este no es un recuerdo cualquiera, es el "Recuerdo", con mayúsculas, esa historia que siempre acabamos rememorando entre risas en las reuniones familiares, la que dio pie al proyecto de recopilar y escribir estos retales de mi infancia, que poco a poco se han convertido, casi sin darme cuenta, en unas memorias casi completas de mi juventud.

Doña Urraca
© sandid - Pixabay

Estábamos jugando en la calle con mis primas, que habían venido de visita a nuestro nuevo barrio. Aburridos de permanecer cerca de casa atravesamos el pasaje que daba acceso a la calle adyacente, justo a la altura de la papelería. Delante del establecimiento había una zona ajardinada muy bien cuidada, protegida por una pequeña verja metálica de un palmo de altura, que además de albergar algunos árboles, estaba cubierta por un frondoso manto de tréboles de un verde intenso, donde algunas veces habíamos buscado infructuosamente el famoso trébol de cuatro hojas de la suerte.

Dentro del jardín había un niño pequeño jugando entre nuestros tréboles. Mi prima Ana le dijo que no podía estar ahí pisoteando y arrancando las plantas, y de repente, cuando ya nos habíamos dado la vuelta, el chiquillo se echó a llorar desconsoladamente como si le hubiéramos revelado que los Reyes Magos son en realidad los padres. Sorprendidos por su reacción, le miramos a él y nos miramos los unos a los otros como diciendo, "yo no he sido", "yo tampoco". Pero la madre andaba cerca y no tardó en encararse con nosotros, increpándonos y acusándonos poco menos que de haber pegado a su hijo, a lo que mi prima respondió que no le habíamos puesto una mano encima.

La señora, alta, delgada y de gran nariz aguileña desde nuestro limitado punto de vista, comenzó a decir que si el niño se quejaba era por algo, que éramos unos gamberros malcriados y Ana una maleducada por contestar a una persona mayor, pero cometió el error de terminar su retahíla con la coletilla "guapa, aunque de guapa no tienes nada". Y ni corta ni perezosa, sin pensárselo dos veces, mi prima la dejó perpleja al replicar "¡pues anda que usted, que parece una urraca!".

Antes de que la mujer pudiera reaccionar, y sin mediar una palabra, salimos corriendo como alma que lleva el diablo, desandando los pasos a través del pasaje y volviendo a nuestra zona de seguridad al lado de casa. Más tarde, cuando se disiparon los efectos de la adrenalina, rompimos a reír a carcajadas. Y, sólo por si acaso, tardamos algún tiempo en volver a visitar el jardín de los tréboles.

viernes, 17 de julio de 2015

En la silla eléctrica

Después de pasar más de un año en el paro, mi padre encontró por fin trabajo como operario en una planta de Industrias Sobrino, una empresa familiar dedicada entre otras cosas al tueste, distribución y venta de frutos secos.

En la silla eléctrica
© soamplified - Flickr

Tenía sus ventajas, al igual que mi tío Pepe nos obsequiaba con golosinas de la fábrica de caramelos donde trabajaba, mi padre nos traía bolsas enormes de pipas de calabaza y todo tipo de frutos secos, que en casa siempre nos han vuelto locos. Pero también tenía sus inconvenientes. El dueño de la fábrica era un impresentable, un explotador autoritario al que le importaban más las pipas que las personas, el mantenimiento de sus instalaciones o el cumplimiento de las más mínimas medidas de seguridad.

Por culpa de esto último, mi padre estuvo a punto de morir electrocutado. Un día estaba manipulando una máquina cuando se quedó enganchado por el brazo, sufriendo una descarga letal que, según los testigos, le hizo brillar con todos los colores del arcoiris y mostrar al mundo entero su esqueleto, como si de una radiografía viviente se tratase. Por fortuna un compañero tuvo la suficiente sangre fría como para reaccionar adecuadamente y cortar el paso de la corriente, salvándole de una muerte segura. Mi padre estuvo de baja mucho tiempo, y a pesar de la rehabilitación, nunca ha llegado a recuperar el 100% de la movilidad que disfrutaba en ese brazo antes del accidente. Nunca volvió a trabajar en la fábrica, y en casa nunca volvimos a comer frutos secos de esa marca.

Guardando las distancias, puedo hacerme una ligera idea del dolor que debió de sentir mi padre durante esos interminables segundos, porque una vez yo también sufrí en mis carnes los efectos de una pequeña descarga eléctrica. Estaba en un cursillo de natación en las piscinas del parque de bomberos, acababa de hacer unos largos y estaba mojado fuera del agua aguardando mi siguiente turno, sentado sobre una larga bancada, cuando de repente, sin mirar, palpé algo que colgaba de la pared entre mis piernas. Fue como si me arrancaran el brazo de un tirón, un dolor muy intenso que recorrió toda mi extremidad colapsando cada terminación nerviosa en una súbita agonía. Afortunadamente, no me quedé enganchado. Donde debería haber estado la tapa de un registro eléctrico había unos cables sueltos y mal aislados que podían haber causado una desgracia mucho mayor que pasarme los siguientes minutos frotándome el dolorido brazo.

lunes, 13 de julio de 2015

Auto confabulación de un cuerpo adolescente

El cuerpo humano es una máquina muy compleja sumida en un proceso de evolución y cambio constante, compuesta por multitud de subsistemas que pueden desajustarse en cualquier momento o sufrir comportamientos extraños de forma puntual.

Auto confabulación de un cuerpo adolescente
© frolicsomepl - Pixabay

De vez en cuando, y sin motivo aparente, notaba cómo se formaba y escurría una gota de líquido por el interior de mi nariz, y cuando iba a secármela descubría horrorizado que no era moquita como había sospechado en un primer instante, sino sangre de un color rojo brillante. A veces el líquido vital comenzaba a manar tan rápidamente que no me daba tiempo a usar un pañuelo y dejaba un rastro bermellón a mi paso, como aquella vez que iba vestido con el kimono de Judo, de un blanco impoluto, y lo usé como lienzo donde plasmar mi peculiar estilo de involuntario arte abstracto biodegradable. Nunca supimos la causa real de mis pequeñas hemorragias, los médicos decían que probablemente era alguna venita que simplemente se irritaba y provocaba el flujo carmesí, y que una posible solución era cauterizarla. Pero no hizo falta. Un buen día, tan súbitamente como había empezado, todo terminó y no volví a sangrar espontáneamente cual estigmatizado en pleno trance de iluminación trascendental.

También hubo una temporada en que mis ojos se volvieron locos y cada uno quería salirse de su cuenca en direcciones opuestas. En realidad el problema radicaba en que sentía una molestia, como una sequedad continua, y en vez de aliviarme restregándome los ojos con las manos, gesticulaba con toda la cara y parpadeaba de forma rápida y exagerada tratando de mitigar mi incomodidad. Un profesor del colegio le comentó a mis padres que había que ponerle freno cuando aún estábamos a tiempo, antes de que esa conducta gestual se convirtiera en un tic crónico e incontrolable. Así que cada vez que notaba que me estaba sucediendo, hacía un esfuerzo de autocontrol y, con el tiempo, los espasmos acabaron remitiendo y desapareciendo para siempre. El poder de la mente sobre el cuerpo en plena acción.

viernes, 10 de julio de 2015

El mejor amigo del hombre, ¿y viceversa?

"En aquella época aún vivíamos en el pueblo, y yo era todavía una niña pequeña, más joven de lo que sois vosotros ahora. Un día, uno de los perros mató a algunas gallinas, y mi padre me ordenó que lo sacrificara y me deshiciera del cuerpo para siempre. Sin pensármelo dos veces le até una cuerda al cuello, lo llevé a las afueras, lo ahorqué de un árbol y lo dejé allí colgado mientras regresaba tranquilamente a la civilización. Acababa de llegar a la puerta de casa cuando, de repente, apareció el perro correteando entre mis piernas, con la cuerda todavía colgando del cuello. Ni corta ni perezosa volví a llevarlo hasta el mismo árbol que antes y, asegurándome en esta ocasión de que el nudo fuera lo suficientemente fuerte, repetí el ahorcamiento. En el camino de regreso a casa eché la vista atrás de vez en cuando, sólo por si acaso, pero el perro no volvió de entre los muertos una segunda vez."

El mejor amigo del hombre, ¿y viceversa?
© albertojaspe - Flickr

Miguel Ángel y yo escuchábamos entre absortos, maravillados, divertidos y escandalizados a partes iguales, esta historia que nos contaba su abuela de vez en cuando en la cocina de la casa de mi amigo. Una historia rescatada de la memoria de otra época, de otro lugar, una historia surgida del hambre y la posguerra, de unas circunstancias que no alcanzábamos a comprender y que esperemos que no nos toque vivir nunca jamás.

lunes, 6 de julio de 2015

Karateka en paro

Poco tiempo después de irnos a vivir a nuestro nuevo barrio, en la empresa de mi padre hicieron un recorte de plantilla y él fue uno de los afectados que se quedó sin trabajo. Estuvo en el paro una larga temporada, pero no fue una época perdida, porque entre otras cosas aprovechó para sacarse el Graduado Escolar.

Karateka en paro
© teegardin - Flickr

No recuerdo que pasáramos apuros económicos, o al menos, si los hubo, nuestros padres se encargaron de no transmitírnoslos para que no nos preocupáramos y nos dedicáramos de lleno a nuestro oficio, estudiar. Sin embargo yo era plenamente consciente de la situación, por lo que procuraba no hacer gastos innecesarios y siempre que podía ahorraba la abultada propina que recibía, 25 pesetas a la semana, unos 15 céntimos de euro, por si llegaba de verdad una época de vacas flacas.

Así que un día que Miguel Ángel estaba jugando al clásico juego "Karateka" en la máquina recreativa del bar que su padre frecuentaba demasiado a menudo, yo no quise malgastar mis 25 pesetas en una partida. Además, tampoco es que se me dieran muy bien las maquinitas y sabía que mi aventura seguramente sería demasiado breve. Pero Miguel Ángel insistió e insistió y al final prácticamente me arrancó la moneda de la mano y la introdujo en la ranura.

Como había supuesto no fui capaz ni de vencer al primer adversario y el "Insert Coin" inicial se transformó rápidamente en un "Game Over". Cuando salimos del bar estaba cabizbajo, pero no por el resultado de la partida o las burlas de Miguel Ángel ante mi ineptitud con los mandos, sino por no haber sido lo suficientemente firme para hacer valer mi postura y mis intenciones ahorrativas iniciales.

viernes, 3 de julio de 2015

DI: Los Dos Investigadores

Miguel Ángel siempre andaba (anda y andará) ideando juegos y entretenimientos nuevos, como aquella vez que quería que desarrolláramos nuestra propia técnica de artes marciales, o como cuando quiso formar un club de detectives al más puro estilo de Los Cinco o Los Siete Secretos. Con la salvedad de que sólo éramos dos.

DI: Los Dos Investigadores
© paurian - Flickr

Estuvimos días enteros pensando dónde íbamos a situar nuestro cuartel general. Algunas propuestas eran coherentes, como utilizar el trastero de sus padres, pero otras eran tremendamente locas e infantiles, como escarbar un hueco en la tierra de alguno de los múltiples solares sin edificar que todavía había en el barrio, o construir una cabaña en lo alto de un gran árbol.

Sin embargo, lo que más quebraderos de cabeza nos produjo fue encontrar el nombre apropiado para nuestra agencia de detectives, y sobre todo ponernos de acuerdo en cómo pronunciarlo. Éramos "Los Dos Investigadores", abreviado "DI", pero mientras Miguel Ángel lo decía "di" de un tirón, a mi me gustaba más "de, i", deletreando cada letra por separado. Al final acabó ganando mi opción, aunque un tiempo después Miguel Ángel aseguraba convencido que la idea había sido suya, ¡siempre quería tener razón!

Nuestra primera (y última) misión consistió en seguir con la bicicleta a todos los calvos que veíamos por el barrio, porque es bien sabido que los hombres sin pelo en la cabeza guardan un montón de horribles e inconfesables secretos, ¿verdad? Después de acosar a un par de tipos sin descubrir nada turbio tuvimos que desistir, y nada más se supo de la prometedora carrera detectivesca del "De, i, Los Dos Investigadores".