lunes, 29 de febrero de 2016

Disgregación molecular

Una tarde, después de disfrutar de una mañana en la playa de Salou, como tantas otras verano tras verano, de repente empecé a encontrarme mal. Sentía escalofríos, calambres y espasmos por todo el cuerpo. Era una sensación muy extraña, como si mi carne estuviera formada por fibras sueltas que vibraran en diferentes direcciones, como si cada molécula que formaba parte de mi cuerpo fuera a disgregarse haciéndome desaparecer para siempre. También comencé a vomitar, no había alimento o líquido que retuviese en mi interior, y cuando estuve completamente vacío seguí teniendo arcadas y expulsando bilis. Pensaba realmente que me moría, creo que no lo he pasado tan mal en toda mi vida.

Disgregación molecular
© StormBringer - Wikimedia Commons

Mis padres llamaron a un médico que acudió a nuestro pequeño apartamento, y les recomendó seguir suministrándome el suero que ya me habían preparado para evitar un cuadro de deshidratación. Además, me puso una inyección de algo que por fin alivió mi tormento. Su diagnóstico fue que había sufrido un corte de digestión provocado por el calor acumulado tras largas horas de exposición al sol y los cambios bruscos de temperatura al zambullirme en el mar y la piscina. No es que quiera dudar de su parecer profesional, pero me resulta curioso que todo se desatase horas después de haber vuelto de la playa, aunque también es cierto que su intervención supuso el principio del fin de mi padecimiento. ¿Efecto placebo?

viernes, 26 de febrero de 2016

Cómo desgraciar una buena carne

Una compañera de trabajo de mi madre le pasó una receta de cocina que mezclaba carne con leche en la olla express. A priori no parecía mala idea, hasta que entré en la cocina, olí el guiso y se me revolvió el estómago. Fui incapaz de comerlo, no tanto por el sabor, que no estaba mal del todo, sino porque era incapaz de soportar el hedor que desprendía. Se me quedó tan impregnado en las fosas nasales que cuando detectaba ese olor característico automáticamente me entraban ganas de vomitar. Para mi gusto, una auténtica pena desgraciar una buena carne de esa manera.

Cómo desgraciar una buena carne
© topdrawersausage - Flickr

lunes, 22 de febrero de 2016

Un guante con poco aguante

No soy de los que van perdiendo o dejándose las cosas olvidadas por ahí, pero hace muchos años, al final de un largo y crudo invierno, volvía un día a casa después del colegio por un camino distinto del habitual, atravesando varios descampados, cuando uno de mis guantes de lana decidió conocer mundo y saltó de mi bolsillo. Evidentemente no me di cuenta en ese preciso instante, o lo habría recuperado al momento, sino que me percaté de su ausencia unos días después del suceso. Y aunque durante las semanas siguientes lo busqué por todas partes, no tenía ni idea de dónde lo había perdido y nunca apareció.

Un guante con poco aguante
¿Alguien ha visto mi guante? - Dominio Público

Al invierno siguiente tuve que utilizar otro par de guantes, obviamente. Ya entrada la primavera, después de unos días lluviosos, volvía a casa después del colegio atravesando los mismos descampados que un año antes cuando, de repente, vislumbré un tejido húmedo, sucio y raído medio enterrado en el barro, ¡era mi guante perdido! Aún tenía por casa guardado a su hermano gemelo, pero me dio tanto asco y repulsión que ni siquiera hice ademán de recuperarlo y lo dejé allí para que siguiera descomponiéndose, sirviendo de alimento y alojamiento a futuras generaciones de insectos.

viernes, 19 de febrero de 2016

Cocina Art Déco

Muchos fines de semana, después de comer, acudía a casa de mi amigo Miguel Ángel a jugar o trabajar en nuestros múltiples y normalmente inconclusos proyectos, que entre otras actividades incluían programar juegos de ordenador o aplicaciones de inteligencia artificial, crear juegos de tablero y estrategia, componer piezas musicales, escribir cuentos, dibujar historietas.. prácticamente cualquier cosa que pudiera encuadrarse dentro de las artes creativas. Nuestras sesiones sólo se veían interrumpidas a la hora de la merienda, durante la cual nuestra concentración decaía y en un ambiente más distendido bromeábamos y cotilleábamos como los adolescentes que éramos.

Cocina Art Déco
© marchorowitz - Flickr

Un día, no sé cuál fue el detonante, nos pusimos a sacudir y agitar nuestros bolígrafos pilot uno contra el otro como si lanzáramos rayos invisibles a diestro y siniestro, riendo a carcajadas. Hasta que nos dimos cuenta de que la tinta había empezado a escapar a chorros de su cubículo de contención y estábamos poniendo la cocina perdida. Mesa, frutero, lámpara, suelo, armarios, cortinas.. nada se libró de nuestros rayos negros y azules de la muerte. Tampoco nosotros nos libramos de una buena reprimenda, cuando la madre de Miguel Ángel se percató de lo que habíamos provocado. Si hubiéramos sido grandes pintores quizá hubiéramos podido vender el estropicio como una obra modernista, ¡así de extravagante y peculiar es el arte! Seguro que entonces ni siquiera Valentina nos habría obligado a limpiar nuestra creación.

lunes, 15 de febrero de 2016

Un diabético en la "familia"

Cuando eres joven, estás en forma y no tienes ningún achaque serio de salud, te sientes en la cima del mundo, invencible, prácticamente inmortal, y piensas que nada puede cambiar, que nada te puede afectar y todo va a seguir igual eternamente. Hasta que un mal día, directa o indirectamente, la realidad te pone en tu lugar. Puede ser un suceso sin vuelta atrás, como aquel compañero de clase de mi hermano Rubén que se ahogó en el río Ebro; o un simple recordatorio de que no somos máquinas infalibles diseñadas para funcionar durante eones, que en cualquier momento algo puede fallar, como el páncreas de mi amigo Miguel Ángel, que de la noche a la mañana dejó de producir insulina.

Un diabético en la "familia"
© brianjmatis - Flickr

Cuando me enteré de lo que le había pasado todavía estaba hospitalizado, asimilando la nueva vida que tenía por delante. Debía adecuar su dieta para no abusar de dulces y demás carbohidratos, hacerse una prueba del nivel de glucosa en sangre varias veces al día, pinchándose la yema del dedo con un aparato portátil no mucho más grande que un bolígrafo hipertrofiado, e inyectarse insulina en la barriga otras tantas veces, cuidando de no hacerlo siempre en el mismo sitio para no lastimarse demasiado la zona. La verdad es que, para ser una enfermedad crónica que le iba a acompañar el resto de su vida, se lo tomó bastante bien y se le veía animado. Hasta me enseñó con orgullo cómo se ponía sin la ayuda de nadie una inyección subcutánea.

Algún tiempo después, cuando empecé a sufrir mis primeras migrañas, Miguel Ángel insistía a menudo en que hiciera uso de su aguijonea-dedos para descartar una posible diabetes, pero yo siempre me negaba tajantemente, pues desde mi experiencia con la hepatitis unos años antes, ¡odiaba los pinchazos a muerte! Al principio estoy seguro de que lo hacía con toda su buena intención, pero creo que después disfrutaba viendo cómo me ponía blanco ante la posibilidad de sufrir una punción no deseada. Afortunadamente, los niveles de glucosa en sangre nunca han sido un problema para mi. Con lo goloso que soy y la poca fuerza de voluntad que tengo, sería todo un desafío dejar de consumir compulsivamente todo aquello que me gusta cuando se me pusiera a tiro.

viernes, 12 de febrero de 2016

Miedo a lo desconocido

Cuando eres un niño y todavía no sabes bien cómo funciona el mundo, es fácil tener miedo a lo desconocido, creer a pies juntillas relatos inquietantes que llegan a tus oídos, hacerlos crecer en tu imaginación hasta convertirlos en monstruos y, en definitiva, sentir pánico ante amenazas infundadas. Recuerdo dos de esas historias que en su día hicieron mella en mi por entonces diminuto círculo de protección frente a lo irracional.

Miedo a lo desconocido
También hay niños asesinos - Dominio Público

Cuando empecé a ir a clase en el nuevo colegio, los alumnos veteranos contaban historias sobre un tipo que vivía en el barrio, conflictivo, borracho, drogadicto, pendenciero y medio loco, que gustaba de colarse en el patio de recreo para atemorizar a los niños. Un par de veces lo vi merodeando cerca del colegio y, aunque en realidad daba más pena que miedo el pobre diablo, mis compañeros me habían comido el coco de tal manera que vivía con el temor a que un día asaltase por la fuerza el recinto vallado que nos protegía y se liase a gritos y golpes con nosotros. Algo que, por supuesto, nunca sucedió.

En otra ocasión, alguien me contó que en las afueras de Valencia habían surgido unas pandillas, formadas y comandadas exclusivamente por adolescentes y niños, que habían tomado el control de la periferia de la ciudad transformándola en su particular reino del terror, hasta el punto de que ni la policía se atrevía a adentrarse en su territorio sin ley. Las historias hablaban de robos y todo tipo de delitos, incluido el asesinato de niños y adultos que se encontraran en el lugar incorrecto a la hora equivocada. Aunque yo no había estado por allí en la vida, estaba absolutamente aterrorizado ante la posibilidad de tener que viajar a esa zona, por ejemplo si a mis padres se les ocurría ir a veranear a sus cálidas playas. Fue una época angustiosa, pero años después, cuando mi hermano Rubén se fue a vivir a Valencia durante una temporada, ni siquiera me acordé de aquellas historias truculentas, y sólo podía pensar en la suerte que tenía de poder disfrutar de una buena horchata siempre que quisiera.

lunes, 8 de febrero de 2016

Café para los muy cafeteros

Algunos fines de semana, nuestro vecino Salvador se presentaba en casa después de comer y se tomaba un café con mi padre, mientras charlaban tranquilamente de cosas de mayores. Ambos eran muy cafeteros y disfrutaban de ese brebaje amargo, sólo y sin azúcar, como si realmente les gustase. Algo que nunca he podido comprender, pues a mi lo único que me agrada del café es el aroma de los granos recién molidos, y por supuesto su efecto estimulante, aunque en realidad no me afecte demasiado, ya que nunca me ha quitado el sueño, sólo lo justo para no quedarme dormido al volante.

Café para los muy cafeteros
© anieto2k - Flickr

Acomodados en el sofá del salón, solían pedirme que fuera yo el encargado de preparárselo, porque les tenía perfectamente tomada la medida y sabía que les gustaba bien cargado, cuanto más fuerte mejor. Así que llenaba la cazoleta hasta el borde, bien repleta de café pero sin apelmazarlo en demasía, y lo ponía a fuego lento para que subiera despacio capturando todo el sabor.

Hubo una ocasión en que se terminó el café y apenas había llenado la mitad del recipiente pero, en lugar de molestarles con nimiedades o dejarles sin su ansiado néctar, eché mano sin que se percataran de un bote de Nescafé que teníamos por casa y rellené lo que faltaba con los polvos de ese pseudo-café que mi padre y el vecino repudiaban sin ambages. Cuando estuvo listo les serví un par de tazas y me quedé en segundo plano observando y esperando su inminente reacción de rechazo. Pero cuál no fue mi sorpresa cuando empezaron a alabarlo como el mejor café que les había preparado nunca.

¡Qué risa para mis adentros!, con lo que se las daban de grandes cafeteros y se la había colado con un sucedáneo barato de disolución instantánea. Me mordí la lengua, pero al final no pude evitar confesar mi jugada maestra mientras disfrutaba de sus caras de incredulidad. Aunque quizás hubiera sido más inteligente guardarme el secreto, por si necesitaba volver a emplear mi receta secreta más adelante sin levantar sospechas.

viernes, 5 de febrero de 2016

Mi querida almohada

Un día, de la noche a la mañana, mi madre decidió que la almohada de mi cama estaba demasiado deteriorada y ya no cumplía su función, así que me compró una nueva y tiró la vieja a la basura. Es verdad que la pobre llevaba muchos años soportando el peso de mi cabeza, estaba reblandecida por unos sitios y apelmazada por otros, de manera desigual, quizás hasta algo incómoda, pero no me importaba, al fin y al cabo era mi almohada.

Mi querida almohada
© Jessicaalderson - Wikimedia Commons

Aquella misma noche, antes de que fuese demasiado tarde, bajé a la calle y me acerqué hasta el contenedor de la basura para recuperar mi preciado reposacabezas con nocturnidad y alevosía. La oculté en un lateral de la cama, entre el colchón y la pared de la litera superior donde dormía, y cuando me acostaba daba el cambiazo para seguir apoyando mi dura cabezota entre sus desgastados tejidos, disfrutando de un sueño reparador. Era difícil que nadie se percatara de lo que estaba haciendo o la descubriera allí oculta en las alturas, máxime cuando era yo mismo quien se hacía la cama a diario. Pero al final acabó sucediendo.

Mi madre terminó por descubrirla y se deshizo de ella para siempre jamás mientras yo no estaba. ¡Qué disgusto me llevé cuando me enteré! Aunque debo reconocer que la nueva era mucho más cómoda, a mi siempre me han gustado las almohadas firmes y compactas. El usar la vieja mientras pude era sólo por una cuestión meramente sentimental, como esos niños que no quieren desprenderse nunca de su manta o su muñeco de trapo, aferrándose a la niñez con uñas y dientes. Pero algún día terminas por ceder y crecer.

lunes, 1 de febrero de 2016

Moda de invierno

La moda de invierno ha evolucionado mucho a lo largo de las últimas tres décadas, en gran parte debido a la mejora en la calidad y calidez de los tejidos empleados en su confección, pero seguro que también gracias a la mucha veces cuestionada tendencia climática hacia el calentamiento global. El frío de ahora no es como el de antaño, ni siquiera cuando el termómetro marca la misma temperatura.

Moda de invierno
© dm-set - Flickr

Antes, en pleno invierno, además de la trenca de lana (entonces todavía no conocíamos los plumas), los guantes o manoplas y la bufanda, mi madre nos ponía un pasamontañas que nos cubría toda la cabeza dejando a la vista únicamente los ojos. Hace años que no he visto ese tipo de prendas fuera de las pistas de esquí, de un comunicado de ETA o del vídeo de seguridad de algún comercio recién desvalijado. ¿Qué más pruebas necesitan los escépticos y negacionistas del calentamiento global?

Pero no sólo la moda ha salido ganando con la desaparición de este atuendo endemoniado. También mi pelo, que ya no se queda sudado y aplastado durante todo el día, y sólo se despeina cuando el cierzo me pilla de improviso al doblar una esquina. Al menos mientras me quede pelo.