viernes, 5 de febrero de 2016

Mi querida almohada

Un día, de la noche a la mañana, mi madre decidió que la almohada de mi cama estaba demasiado deteriorada y ya no cumplía su función, así que me compró una nueva y tiró la vieja a la basura. Es verdad que la pobre llevaba muchos años soportando el peso de mi cabeza, estaba reblandecida por unos sitios y apelmazada por otros, de manera desigual, quizás hasta algo incómoda, pero no me importaba, al fin y al cabo era mi almohada.

Mi querida almohada
© Jessicaalderson - Wikimedia Commons

Aquella misma noche, antes de que fuese demasiado tarde, bajé a la calle y me acerqué hasta el contenedor de la basura para recuperar mi preciado reposacabezas con nocturnidad y alevosía. La oculté en un lateral de la cama, entre el colchón y la pared de la litera superior donde dormía, y cuando me acostaba daba el cambiazo para seguir apoyando mi dura cabezota entre sus desgastados tejidos, disfrutando de un sueño reparador. Era difícil que nadie se percatara de lo que estaba haciendo o la descubriera allí oculta en las alturas, máxime cuando era yo mismo quien se hacía la cama a diario. Pero al final acabó sucediendo.

Mi madre terminó por descubrirla y se deshizo de ella para siempre jamás mientras yo no estaba. ¡Qué disgusto me llevé cuando me enteré! Aunque debo reconocer que la nueva era mucho más cómoda, a mi siempre me han gustado las almohadas firmes y compactas. El usar la vieja mientras pude era sólo por una cuestión meramente sentimental, como esos niños que no quieren desprenderse nunca de su manta o su muñeco de trapo, aferrándose a la niñez con uñas y dientes. Pero algún día terminas por ceder y crecer.

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