lunes, 30 de noviembre de 2015

Nunca bajes la guardia durante un examen

Tenía tan asumido e interiorizado mi rol de empollón de la clase, que a veces iba de sobradito y bajaba demasiado la guardia. Como aquella vez que terminé un examen de matemáticas en la mitad del tiempo disponible, y se lo entregué a Don Luis para que me lo corrigiera, mientras el resto de compañeros seguía batallando contra él. El profesor me dio la oportunidad de repasar mis contestaciones antes de darlo por terminado, pero yo estaba tan confiado que rechacé esa posibilidad. Era un monográfico sobre fracciones, un tema que acababámos de estudiar y que, a priori, no parecía demasiado complicado si tenías claros los conceptos. Y ese fue el problema, al parecer yo no tenía claros todos los conceptos. Mi nota, un simple 6, un bien, un fracaso absoluto comparado con las notas a las que estaba acostumbrado. Pero al menos la experiencia me sirvió para asimilar algo tan básico como la idoneidad de repasar las respuestas de un examen antes de entregarlo.

Nunca bajes la guardia durante un examen
© albertogp123 - Flickr

Hubo otra ocasión en la que también saqué un bien, aunque esta vez inmerecidamente. Fue en sexto de E.G.B., en la asignatura de música, donde durante todo el curso la profesora me puso un bien en el boletín de notas, impidiéndome obtener un pleno de sobresalientes. Me parecía un insulto que me pusiera una nota tan baja cuando tenía el mejor oído musical de mi familia, era un cantante más que aceptable y estaba aprendiendo solfeo con mi abuelo pianista como profesor. Sinceramente creo que me tenía manía, que su valoración de mis cualidades y actitudes estaba sesgada desde una de las primeras clases en que me llamó la atención junto a otros alumnos, porque uno de los compañeros revoltosos estaba haciendo el gamberro a mi lado y creyó que estábamos compinchados. Una profesora pésima, la odié siempre por eso.

Afortunadamente, no todos los profesores juzgaban tan a la ligera. Si así fuera podría haberme metido en un serio lío cuando, ya finalizado el tiempo establecido para realizar un examen, me levanté dispuesto a entregárselo al profesor y un compañero que había estado insistiéndome durante todo el rato para que le pasara las soluciones me las arrancó literalmente de las manos, dispuesto a copiarlas rápidamente. El profesor no vio el robo con sus propios ojos, pero se percató inmediatamente de que algo estaba pasando y no tardó en deducir correctamente lo sucedido. Mi compañero se llevó una reprimenda y, aunque yo pude entregar mi examen sin mayores consecuencias, aprendí otra valiosa lección, ¡protege tus respuestas con tu vida!

viernes, 27 de noviembre de 2015

Marchando una de calamares

Un día estábamos en el interior del aula con Don Andrés. No recuerdo si es que fuera el tiempo estaba demasiado revuelto como para hacer deporte, o estaba sustituyendo a algún profesor que había faltado a clase, o simplemente quería hacer algo diferente. El caso es que nos propuso un reto muy simple, un concurso de preguntas y respuestas, dos equipos, chicos contra chicas, y los perdedores tendrían que pagarle un bocadillo de calamares a los ganadores. Aceptamos, jugamos, y perdimos.

Marchando una de calamares
© Lagambadeoro - Wikimedia Commons

Durante muchos días nadie dijo nada sobre pagar la deuda contraída con las chicas, pero a mi todo ese asunto me estaba reconcomiendo por dentro, ya que mi madre me había enseñado desde pequeño a cumplir mis promesas. Cuando no pude soportar más esa pesada carga le pregunté a mis padres si debía hacer algo, y me animaron a ello. Así que hablé con mi tía Jovita, que regentaba un bar en el Arrabal, para ver si nos prepararía unos calamares a la romana, y cuando me dio el visto bueno escribí de mi puño y letra unas papeletas para todos mis compañeros, indicando el día y lugar donde por fin íbamos a saldar nuestra deuda. Sólo tenían que indicarme quién iba a acudir y quién no, para que mi tía lo tuviera todo dispuesto.

No se animaron todos, pero si muchos más de los que esperaba, más de la mitad de la clase. Pero llegó el día señalado y sólo acudimos a la cita 4 ó 5 personas. Fue un fracaso absoluto. Y aunque al final nos lo pasamos muy bien y comimos calamares hasta reventar, a mi tía no le hizo mucha gracia haber comprado y cocinado provisiones de más.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Presidente por accidente

Durante mi estancia en el colegio San Braulio, fui elegido delegado de clase por mis compañeros al menos en un par de ocasiones. No recuerdo haber tenido ninguna responsabilidad adicional por ostentar ese cargo, y aunque así hubiera sido no me hubiera importado demasiado, me gustaba, era un reconocimiento al aprecio y la confianza que los demás depositaban en mi.

Presidente por accidente
© Davidpar - Wikimedia Commons

Por la misma época, mientras cursaba sexto de E.G.B., se estaba instaurando por primera vez el Consejo Escolar en los colegios de la ciudad, un organismo de gestión y decisión que iba a contar con representación de todos los estamentos educativos, desde profesores y trabajadores no docentes del centro, hasta alumnos y padres de los mismos, pasando por un representante de la administración. Me presenté a las elecciones sin saber muy bien de qué iba el asunto ni esperanzas reales de salir elegido. Y así fue, quedé cuarto en las votaciones, estando la representación estudiantil limitada a tan sólo tres alumnos.

Pero era final de curso, el primer alumno de la lista estaba terminando octavo e iba a abandonar el colegio para dar el salto al instituto, y además el Consejo Escolar no iba a empezar realmente sus actividades hasta después del verano. Así que, extraoficialmente, iba a acabar formando parte del mismo. Yo no tenía ni idea de todo esto, hasta que varios profesores comenzaron a darme la enhorabuena por los pasillos.

Al final pasé dos años acudiendo a cansinas reuniones periódicas fuera del horario lectivo que a mi juicio no aportaban nada realmente destacable a la vida escolar. Hasta parecía que algunos profesores se aburrían más que yo, por ejemplo Don Javier se pasaba todo el rato realizando elaborados dibujos con el bolígrafo, y regalándoselos a algún otro asistente al final de la reunión. La única asamblea que recuerdo es una en la que se discutió la conveniencia o no de expulsar una temporada a un chico de mi clase algo conflictivo, y ni siquiera me acuerdo de cómo acabó aquel tema. Al menos el Consejo Escolar sirvió para darme cuenta de que la vida política y de despachos no estaba hecha para mí.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Míster Universo

Un día, no sé con qué propósito, Don Javier nos pasó un cuestionario donde cada uno de nosotros debíamos responder a una serie de cuestiones sobre nuestros compañeros del sexo opuesto. Los chicos debíamos decidir cuál era la chica más lista, la más guapa, la más limpia, la más ordenada, la mejor deportista, etc. Una vez que hubimos completado la encuesta, nos hizo responder en voz alta uno a uno a todas las preguntas planteadas, mientras él iba contabilizando los votos y tomando nota de qué alumnos eran los más populares.

Míster Universo
© Dominic James - Wikimedia Commons

Fue un momento muy vergonzoso para mi, porque pensando que la encuesta era anónima había respondido tontamente a todas las cuestiones con el nombre de Sofía, la chica que más me gustaba de clase. Salvo a la pregunta sobre la más guapa, donde había contestado Silvia porque realmente pensaba que era la más atractiva. Quedé como un idiota delante de todos, y encima Sofía me recriminó después de clase no haberle votado también a ella en la única categoría que no lo había hecho, ya que al finalizar el recuento Silvia le había ganado por un escaso margen. Yo también quedé segundo, por detrás de Jose María, uno de los gamberretes de la clase que, aún siendo mal estudiante y peor deportista que yo, era muy simpático y un auténtico donjuán que volvía locas a casi todas las chicas.

Creo recordar que ese mismo año Don Andrés publicó un artículo en la revista del colegio donde dilucidaba sobre cómo sería para él el alumno ideal. Debía ser tan listo como fulanito, tan alto como menganito, tan fuerte como zutanito, tan guapo como José Luis.. ¿Qué? Para, para, un momento, ¿tan guapo como yo? Vale, me halaga, no lo voy a negar, ¿a quién no le gusta que le consideren no sólo agraciado, sino de los más atractivos de su curso?, pero la verdad es que hubiera preferido ser recordado como el más listo. ¡En aquella época todavía estaba bien visto sacar buenas notas!

lunes, 16 de noviembre de 2015

Cóctel Mólotov

El laboratorio del colegio era una sala multiusos que normalmente utilizábamos para su propósito principal, realizar diversos experimentos que complementaran el contenido de las clases de ciencias. Otras veces servía como aula de desdoble, o para trabajos manuales, e incluso como cocina improvisada en unas sesiones sobre labores del hogar que dieron origen a mi primera tortilla de patata, curiosamente de buen aspecto y comestible.

Cóctel Mólotov
© deradrian - Flickr

Un día, unos cuantos alumnos estábamos en el laboratorio haciendo experimentos con un mechero Bunsen. El profesor, Don Javier, nos dejó solos un momento para ir a dar vuelta por el aula donde otros estudiantes estaban realizando una actividad diferente. A pesar de que estábamos literalmente jugando con fuego, se fiaba de nosotros porque mi equipo estaba formado en su mayor parte por los empollones de la clase. Pero entre mis compañeros también estaba el patán de las zapatillas Niungi, al que el profesor tenía en muy buena estima, quizás porque se sentía identificado con él debido a las dotes artísticas que ambos compartían.

En un momento dado la llama del mechero empezó a decaer rápidamente y, antes de que pudiera reaccionar, contemplé horrorizado cómo el patán cogía un frasco de alcohol y derramaba un chorro de líquido inflamable sobre el mechero. Su intención era buena, avivar el fuego. Pero el resultado final era más que previsible, el alcohol ardió con un fogonazo y se desparramó por la mesa, que para colmo de males estaba totalmente recubierta con papel de periódico. El incendio se descontroló en un abrir y cerrar de ojos, como si un cóctel Mólotov hubiera estallado bajo nuestras narices. Y en ese instante el profesor entró de regreso en el laboratorio y se hizo cargo del problema, sofocando las llamas antes de que la cosa fuera a peor. Ni que decir tiene que nunca volvió a confiar en nosotros ni a dejarnos solos, ni para cocinar una simple tortilla de patata.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Alas de mariposa

Un año, en el colegio San Braulio pusieron en práctica un pionero programa de desdoble que ofrecía apoyo a los estudiantes más necesitados y una ampliación de contenidos para los alumnos más aventajados. Un par de horas a la semana nos juntaban con los compañeros de la otra clase, nos dividían en dos grupos, y mientras unos se dedicaban a repasar y reforzar conocimientos básicos, otros aprendíamos algo tan valioso como.. poesía.

Alas de mariposa
© juan_e - Flickr

Don Javier era el profesor con mayor sensibilidad artística que he tenido nunca. Era un magnífico dibujante, y el que nos enseñaba en aquellos ratos los entresijos de versos y estrofas, animándonos a crear nuestras propias composiciones literarias. A final de curso, recopiló de entre todos los alumnos los mejores poemas y los publicó internamente en un pequeño volumen encuadernado artesanalmente por él mismo. Hasta hizo su propio pegamento a base de cola de pescado para unir los lomos. Una de mis creaciones formó parte de esa selección, aunque no era precisamente la que más me gustaba a mi, y además la retocó de acuerdo a sus propios criterios sin ni siquiera pedirme permiso, lo cual me pareció una profanación artística en toda regla.

Asimismo, algunos alumnos le facilitamos una antología de todos nuestros escritos de aquel año (en mi caso mecanografiados con una vieja Olivetti, pues los ordenadores e impresoras caseros aún eran cosa del futuro), junto a unas tapas de cartón decoradas a mano, y nos confeccionó nuestro propio librito, un recuerdo que aún conservo en algún rincón de casa. Mis versos trataban fundamentalmente sobre vivencias personales: el día de la madre, las palomas de la plaza del Pilar, la supuesta araña que me picó un día en el pie, un homenaje a un amigo y compañero de clase.. Eso si, no aconsejo releerlos hoy en día, pues la calidad literaria dejaba bastante que desear, al fin y al cabo eran las rimas facilonas de un chiquillo.

Don Javier también nos enseñaba ciencias, y en el laboratorio tenía una colección de insectos disecados que nos animaba a ampliar incorporando nuestros propios hallazgos. Con esa idea en mente, estaba un día rebuscando entre la hojarasca del Parque Deportivo Ebro intentando hallar algún buen ejemplar de escarabajo, cuando me topé con un montón de enormes alas de mariposa desperdigadas por el suelo. No eran aptas para la disección, pues faltaban los cuerpos de los insectos, pero su tamaño y coloración bien podrían haber dado para una buena oda. Lástima que en ese momento no tuve la inspiración adecuada.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Atletismo vs Judo

Empecé a practicar Judo cuando todavía vivíamos en el barrio La Jota, siguiendo los pasos de mi hermano mayor, que llevaba varios años entrenando esa disciplina y coleccionando un abanico multicolor de cinturones. A menudo acudíamos toda la familia a animarle a las competiciones, donde mi madre lo pasaba fatal, siempre hecha un amasijo de nervios, ya que no era raro que acabase magullado o lesionado. A veces también nos acompañaban mis primas, y si Arancha veía que le estaban pegando a su primo mayor, se ponía tan furiosa que había que sujetarla fuertemente para que no saltara al tatami a arrancarle los ojos a su contrincante de turno.

Atletismo vs Judo
© hultstrom - Flickr

Cuando nos mudamos a vivir al Actur, la logística para acudir a los entrenamientos se complicó enormemente. Al principio, aunque nos pillaba muy a desmano, seguíamos yendo al mismo club de siempre, el "Nippon Karate Club", atravesando a pie el Actur, el Arrabal y las vías abandonadas del tren hasta llegar a La Jota, y muchas veces desandando el camino de vuelta ya de noche y en solitario, con temor de que algún yonki te diera un buen susto en cualquier momento. Aún no me explico cómo mis padres me permitían realizar ese trayecto sin la compañía de un adulto. Afortunadamente, esa situación no duró mucho, porque el dueño del club decidió suprimir las clases de Judo y dedicar todo el horario disponible a Karate, su especialidad, dejándonos al resto en la estacada.

Nuestro profesor, Ernesto Granell, consiguió un local en un lugar más remoto todavía, en algún barrio o pueblo de la periferia cuyo nombre no recuerdo. Fuimos por allí un par de veces, pero resultaba inviable, ya que dependíamos del coche y de mis padres por completo. Al final, mi hermano acabó apuntándose al Club de Judo Las Fuentes y yo a las actividades extraescolares del colegio Maristas, muy cerca de casa. En realidad yo no estudiaba allí, así que mi admisión fue un favor personal del entrenador del colegio, Félix Asín, que era amigo de mi antiguo maestro y además conocía y apreciaba a mi hermano Daniel.

Por aquella época ya había empezado a practicar y competir en atletismo, y no sólo me gustaba más, sino que tenía la impresión de que se me daba mejor. La constatación final llegó en Navidad. Por un lado, en una competición-exhibición en la Feria de Muestras fui incapaz de ganar un solo combate. Por otro, algunos compañeros de Judo pusieron en duda mi credibilidad al comentarles mis marcas en diversas pruebas de atletismo, ya que les parecía que eran estratosféricas, por no decir imposibles. Fue la gota que colmó el vaso. Así que, cuando llegó el momento de decidirme por un deporte u otro, la elección fue muy sencilla.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Récord del colegio

Aunque me defendía bastante bien en salto de altura y en carreras de medio fondo, fueron las vallas las que me otorgaron mi primera medalla, el bronce en los 200 metros vallas del Campeonato Provincial de Zaragoza en categoría infantil. Además, vino acompañado de un un preciadísimo récord del colegio, que posiblemente todavía perdure ya que no era una distancia habitual, pero que en cualquier caso inscribió mi nombre para siempre en la historia deportiva del colegio. Un gran mérito si se tiene en cuenta que no era especialmente alto ni rápido, que atacaba la valla desequilibrado al elevar a la vez la pierna y el brazo del mismo lado, y que lo hacía sacando y mordiéndome ligeramente la lengua, lo que podía haber sido fatal de haber tenido algún tropiezo.

Récord del colegio
© Raffaello.fabio.ducceschi - Wikimedia Commons

Ese récord del colegio, junto a mis resultados en las competiciones y mis marcas en saltos de altura y longitud, los 1.000 metros lisos y el resto de pruebas que Don Andrés nos hacía practicar, me hicieron ganar el trofeo al mejor deportista del año durante mi último curso en el colegio. El atletismo, entre otras cosas, me había hecho ganarme mi propio hueco en la vida estudiantil. Era conocido y respetado por casi todos, hasta el punto de que los camorristas de mi clase me defendían si algún gamberro de otra clase tenía la osadía de meterse conmigo en el patio de recreo.

Curiosamente, mi última medalla, casi 20 años después, también fue en vallas. Un oro, mi único oro, en los 110 metros vallas del Campeonato de Aragón absoluto. Entre medias quedaron múltiples platas y bronces en todas las categorías inferiores, tanto en 800 y 1.500 metros lisos, como en 110 y 400 metros vallas. Y muchos recuerdos no menos importantes, como formar parte del equipo del C.N. Helios en la liga de Primera División nacional, compitiendo en diversos rincones de la geografía española, o la participación en el Campeonato de España de Cross por equipos, corriendo junto a grandes leyendas como Martín Fiz, flamante campeón mundial de marathon. Todo un honor.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

La familia está completa

Hoy es un gran día, un día feliz, un día inolvidable. Hoy ha nacido mi segundo hijo, un bebé precioso tan parecido a su hermano mayor que si veo por separado fotos de ambos con la misma edad me cuesta horrores distinguirlos. Y eso es bueno, porque el mayor es un bombón, y lo que más deseaba es que el chiquitín fuera al menos parecido a él en cuanto a tranquilo, dormilón, glotón, adorable.. Si, soy de esos padres babosos, qué le voy a hacer, pero es por una buena razón. Viniendo de familia numerosa nunca quise tener un sólo vástago, así que ya puedo decir que la familia está completa, al menos de momento. Hoy es un gran día, un día feliz, un día inolvidable.

La familia está completa
© kelin - Pixabay

lunes, 2 de noviembre de 2015

Salto de altura

Mi primer contacto con el atletismo de verdad, más allá de correr de un lado para otro en el patio de recreo, fue en clase de educación física en 5º de E.G.B., de la mano de uno de los grandes impulsores del deporte rey en los colegios de la capital aragonesa, Don Andrés Gracia. Un gran profesor y una gran persona, aunque algo chapado a la antigua en algunos aspectos, como sus famosas collejas a los alumnos revoltosos o perezosos, que a punto estuvieron de costarle algún que otro disgusto profesional.

Salto de altura
© Fritz Cohen - Wikimedia Commons

La disciplina elegida aquel primer día era el salto de altura. Contra todo pronóstico, a pesar de no ser ni de lejos de los más grandes, rápidos o fuertes de mi clase, fui el que más alto superó el listón, gracias a unas grandes dosis de flexibilidad, habilidad y propiocepción, las mismas que me hacían ser un vallista más que aceptable pese a mi falta de velocidad punta.

Si te apuntabas al equipo de atletismo del colegio y competías en los Juegos Escolares, tenías asegurado el sobresaliente en la asignatura de educación física. Así que a los 10 años debuté compitiendo en las pistas del Palacio de los Deportes de Zaragoza, "el huevo", saltando casi mi mejor registro, y quedando segundo de entre más de una veintena de chicos de otros colegios. El mejor premio, o al menos el más sabroso, no era el sobresaliente prometido, ni la euforia de haber hecho podio, sino la bolsita de Lacasitos que cada uno de los participantes recibíamos por parte de los patrocinadores de los juegos.

Aunque más tarde destacara y consiguiera mis mejores resultados en vallas y en carreras de medio fondo, el salto de altura siempre fue una de mis pruebas favoritas, y aprovechaba cualquier circunstancia y lugar para practicarla. En casa, para acceder sin emplear la escalera a mi cama situada en la litera de arriba. O en la calle, para sentarme de un brinco sobre el enorme depósito de hormigón que daba acceso a las canalizaciones de gas y electricidad mientras jugábamos a una versión propia del pilla pilla, o para superar sin apoyo el murete que protegía la rampa del garaje si había que ir a recuperar alguna pelota extraviada, e incluso para saltar la valla metálica que cercaba el recinto de la comunidad, simplemente porque sí, porque podía hacerlo.

Con tanto brinco podía haberme dado algún golpe desafortunado en cualquier momento y lugar, pero el único susto que tuve fue durante una competición en la Ciudad Universitaria. Llovía y la pista estaba resbaladiza, yo todavía no competía con zapatillas de clavos, y al ir a batir patiné sobre un charco de agua, me di un costalazo contra el listón y aterricé en el suelo de mala manera. En los dos siguientes intentos entré con algo de miedo y mucha precaución, hice nulos y caí eliminado antes de hora, magullado y decepcionado.

En el instituto también practicábamos el salto de altura en clase de educación física, pero con menos medios materiales que en el colegio, hasta el punto de que en vez de un listón de verdad usábamos una cinta negra atada a los postes para delimitar la altura deseada. Eso dificultaba enormemente alcanzar grandes cotas, por dos motivos. El primero es que perdías la referencia del apoyo debido al color y delgadez de la cinta, batiendo unas veces muy cerca y otras demasiado lejos. El segundo es que el profesor consideraba el salto nulo si la cuerda se movía, aunque sólo fuese ligeramente, aunque no la hubieses tocado y su oscilación se debiese simplemente al desplazamiento de aire provocado por tu cuerpo pasando por encima, lo que te obligaba a tener que superarla holgadamente para poder seguir avanzando.

Por eso, que alguien consiguiera destacar en esa disciplina era motivo más que sobrado de admiración. Como esa vez que me convertí en el centro de atención de medio instituto cuando, ya finalizada la clase de educación física, llegó la hora del recreo y yo seguía superando alturas ante los ojos asombrados de un público cada vez más numeroso, que aplaudía cada intento como si fuera la final de unos Juegos Olímpicos. Un bonito recuerdo.