lunes, 2 de noviembre de 2015

Salto de altura

Mi primer contacto con el atletismo de verdad, más allá de correr de un lado para otro en el patio de recreo, fue en clase de educación física en 5º de E.G.B., de la mano de uno de los grandes impulsores del deporte rey en los colegios de la capital aragonesa, Don Andrés Gracia. Un gran profesor y una gran persona, aunque algo chapado a la antigua en algunos aspectos, como sus famosas collejas a los alumnos revoltosos o perezosos, que a punto estuvieron de costarle algún que otro disgusto profesional.

Salto de altura
© Fritz Cohen - Wikimedia Commons

La disciplina elegida aquel primer día era el salto de altura. Contra todo pronóstico, a pesar de no ser ni de lejos de los más grandes, rápidos o fuertes de mi clase, fui el que más alto superó el listón, gracias a unas grandes dosis de flexibilidad, habilidad y propiocepción, las mismas que me hacían ser un vallista más que aceptable pese a mi falta de velocidad punta.

Si te apuntabas al equipo de atletismo del colegio y competías en los Juegos Escolares, tenías asegurado el sobresaliente en la asignatura de educación física. Así que a los 10 años debuté compitiendo en las pistas del Palacio de los Deportes de Zaragoza, "el huevo", saltando casi mi mejor registro, y quedando segundo de entre más de una veintena de chicos de otros colegios. El mejor premio, o al menos el más sabroso, no era el sobresaliente prometido, ni la euforia de haber hecho podio, sino la bolsita de Lacasitos que cada uno de los participantes recibíamos por parte de los patrocinadores de los juegos.

Aunque más tarde destacara y consiguiera mis mejores resultados en vallas y en carreras de medio fondo, el salto de altura siempre fue una de mis pruebas favoritas, y aprovechaba cualquier circunstancia y lugar para practicarla. En casa, para acceder sin emplear la escalera a mi cama situada en la litera de arriba. O en la calle, para sentarme de un brinco sobre el enorme depósito de hormigón que daba acceso a las canalizaciones de gas y electricidad mientras jugábamos a una versión propia del pilla pilla, o para superar sin apoyo el murete que protegía la rampa del garaje si había que ir a recuperar alguna pelota extraviada, e incluso para saltar la valla metálica que cercaba el recinto de la comunidad, simplemente porque sí, porque podía hacerlo.

Con tanto brinco podía haberme dado algún golpe desafortunado en cualquier momento y lugar, pero el único susto que tuve fue durante una competición en la Ciudad Universitaria. Llovía y la pista estaba resbaladiza, yo todavía no competía con zapatillas de clavos, y al ir a batir patiné sobre un charco de agua, me di un costalazo contra el listón y aterricé en el suelo de mala manera. En los dos siguientes intentos entré con algo de miedo y mucha precaución, hice nulos y caí eliminado antes de hora, magullado y decepcionado.

En el instituto también practicábamos el salto de altura en clase de educación física, pero con menos medios materiales que en el colegio, hasta el punto de que en vez de un listón de verdad usábamos una cinta negra atada a los postes para delimitar la altura deseada. Eso dificultaba enormemente alcanzar grandes cotas, por dos motivos. El primero es que perdías la referencia del apoyo debido al color y delgadez de la cinta, batiendo unas veces muy cerca y otras demasiado lejos. El segundo es que el profesor consideraba el salto nulo si la cuerda se movía, aunque sólo fuese ligeramente, aunque no la hubieses tocado y su oscilación se debiese simplemente al desplazamiento de aire provocado por tu cuerpo pasando por encima, lo que te obligaba a tener que superarla holgadamente para poder seguir avanzando.

Por eso, que alguien consiguiera destacar en esa disciplina era motivo más que sobrado de admiración. Como esa vez que me convertí en el centro de atención de medio instituto cuando, ya finalizada la clase de educación física, llegó la hora del recreo y yo seguía superando alturas ante los ojos asombrados de un público cada vez más numeroso, que aplaudía cada intento como si fuera la final de unos Juegos Olímpicos. Un bonito recuerdo.

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