lunes, 30 de marzo de 2015

Cebolla, premio y castigo

Un verano, durante mi estancia en unos campamentos, los monitores nos propusieron un reto muy sencillo. Se trataba de formar equipos y jugar una simple partida al trivial de toda la vida. No recuerdo cuál era el premio para los ganadores, pero la peculiaridad residía en que si fallabas alguna pregunta uno de los miembros de tu equipo tenía que morder una cebolla cruda como castigo.

Cebolla, premio y castigo
© Sabrosas y picantes cebollas - Dominio Público

Al cabo de un rato de estar jugando, y haber demostrado sobradamente que nuestro equipo era bastante penoso, nos preguntaron cuál era el nombre artístico del dúo formado por los actores Stan Laurel y Oliver Hardy. ¡Yo sabía la respuesta!, sin duda eran el gordo y el flaco, que tan buenos momentos me habían hecho pasar en blanco y negro ante el televisor. Pero no dije nada, ya habíamos metido la pata varias veces y me dio vergüenza tenerlo tan claro y que resultara ser otro error. Al final, un compañero contestó algo incorrecto y nos ganamos otro bocado de una enorme y picante cebolla. En esa ocasión me ofrecí voluntario, en parte como castigo para expiar mi culpa y remordimiento por no haber contestado correctamente a la pregunta, y en parte como premio, porque tenía hambre y en contra de toda lógica la cebolla me gustaba mucho.

viernes, 27 de marzo de 2015

Pastel de vaca

Aquel día habíamos ido al campo de picnic. Estábamos dando un paseo entre los árboles, disfrutando del entorno y cansándonos un poco antes de sentarnos a disfrutar de un merecido reposo y una suculenta comida que habían preparado y porteado mis padres. Casi a cada paso que dábamos teníamos que esquivar las enormes boñigas de vaca que florecían como setas por todas partes. Algunas se veían secas y marchitas, pero otras se apreciaba a simple vista que eran mucho más recientes.

Pastel de vaca
© Lmbuga - Wikimedia Commons

Tanto era así, que de repente nos topamos con las legítimas propietarias, un rebaño de vacas que se estaba desplazando a pastar hacia donde nos encontrábamos. Mis padres pensaron que no era buena idea quedarse por allí en medio con varios niños pequeños al alcance de las patas y los cuernos de los bovinos, así que terminamos marchándonos a casa antes de tiempo. Hambrientos, habiendo saboreado únicamente curiosidad e ilusión de primer plato, consternación y miedo de segundo, y pastel de vaca para postre.

lunes, 23 de marzo de 2015

Protección solar para puercoespines

La primera vez que visité un zoológico, o al menos la primera vez de la que tengo constancia, ocurrió hace muchos años, en Madrid, aprovechando uno de los viajes que hicimos para ver a mi tío-padrino-tocayo y su familia, cuando todavía vivían en la capital del reino.

Protección solar para puercoespines
© JimmyDominico - Pixabay

Sólo guardo un fugaz recuerdo en mi memoria, estar asomándome a una especie de foso para contemplar a un puercoespín, y ver mi gorra amarilla de leche Pascual cayendo al fondo del agujero, perdida para siempre en los dominios del enorme roedor. Espero que hiciera buen uso de ella, porque me dió mucha rabia extraviarla de una forma tan tonta después de haberme acompañado durante varios años, desde aquel día en que una avioneta de propaganda sobrevoló la playa de Salou ondeando al viento una enorme pancarta de leche Pascual y arrojando montones de gorras iguales a los bañistas.

También fue en Madrid la primera vez que recuerdo haber entrado en contacto con la nieve, pero seguramente fue en un viaje diferente, porque no creo que en invierno hubiera necesitado la gorra para protegerme del ardiente sol, ni que hubiéramos pasado el día visitando el zoo en la época más fría del año. Es más, pensándolo bien, tampoco estoy seguro de que mi gorra perdida en la guarida del puercoespín fuera la de leche Pascual, es probable que fuera otra distinta y con el tiempo he mezclado ambas en un único recuerdo. Jugarretas de la memoria.

viernes, 20 de marzo de 2015

Comer hasta reventar, literalmente

Qué adorables nos parecen los cachorros y recién nacidos, independientemente de la especie animal a la que pertenezcan, pero especialmente si comparten nuestros propios genes. No cabe duda de que éste hecho está relacionado con algún tipo de ventaja evolutiva para garantizar que los padres protejan a sus crías, enseñándoles cómo desenvolverse con seguridad en el mundo hasta que puedan valerse por sí mismas sin ayuda. Aunque la supervivencia no está garantizada en ningún caso, si te falta esa guía puedes verte en serias dificultades antes de lo previsto.

Comer hasta reventar, literalmente
© dgoomany - Flickr

Hace muchos años alguien nos regaló un cachorrito de perro, de alguna raza empleada habitualmente para la caza, aunque no recuerdo exactamente cuál. Era una preciosidad, cariñoso, alegre, inquieto, de mirada inteligente y pelaje suave y sedoso. En definitiva, una auténtica monada. Pero en aquel momento mis padres decidieron que en casa no podíamos hacernos cargo de él, así que acordaron que mi tío Pepe se lo llevara al pueblo, Villafranca de Ebro, para que viviera al aire libre junto al resto de perros que tenía. Era una buena solución, porque así podíamos ir a visitarlo siempre que quisiéramos.

Por aquel entonces, mis tíos todavía no vivían de forma continua en el pueblo, aunque se pasaban a dar vuelta por la casa, el huerto y los animales al menos una vez a la semana. Mi tío Pepe les dejaba a los perros suficiente comida para los días que iba a faltar, y ellos mismos se encargaban de racionársela adecuadamente. Pero nuestro cachorrito no estaba acostumbrado a ese estilo de vida. La primera vez que se quedó sólo, sin supervisión humana, engulló con ansia voraz mucho más de lo que su pequeño estómago podía aguantar y reventó, literalmente. O al menos eso es lo que nos contaron. Que descanses en paz en el cielo de los perros.

miércoles, 18 de marzo de 2015

La venganza de la escalera mecánica

Cada mañana, al apearme de la línea 10 del metro, atravieso el intercambiador de Plaza de España y asciendo por sus interminables escaleras mecánicas hacia la conexión con la línea 3, camino del trabajo. Como es natural, por la tarde cuando salgo cansado de la oficina realizo el camino inverso, que resulta mucho menos cansino ya que, gracias a la gravedad, siempre ha costado menos esfuerzo bajar que subir.

La venganza de la escalera mecánica
© rhythmuswege - Pixabay

Un día acababa de empezar a trepar a buen ritmo por las escaleras mecánicas cuando, de repente, sin tropezar en ningún sitio ni recibir ningún empujón, perdí apoyo y caí de bruces hacia el suelo. Instintivamente extendí ambas manos para amortiguar el golpe, y aterricé con las dos palmas abiertas sobre el abrupto borde metálico de uno de los peldaños. El golpe fue duro, y el frío y vil metal se me clavó en la blanca y blanda piel dejando varias marcas rojizas y una pequeña punción sanguinolienta.

La gente que me rodeaba enseguida me preguntó si estaba bien. Si, gracias, sólo un poco magullado y con el orgullo herido. La escalera mecánica ni siquiera se disculpó, seguro que lo hizo a propósito, en venganza por tantos pisotones que le he propinado durante el último año y medio.

lunes, 16 de marzo de 2015

A prueba de bombas nucleares

De vez en cuando, en el pequeño apartamento que teníamos en Salou, alguna insolente y audaz cucaracha se paseaba impunemente por el pavimento como si fuera la reina del lugar y todo aquel espacio vacío fuera una parte más de sus sombríos dominios. Y seguramente así era durante la mayor parte del año, cuando el apartamento estaba vacío y semiabandonado.

© alwbutler - Flickr

En una de esas ocasiones en que una descarada cucaracha irrumpió en nuestras vidas, alterando nuestras vacaciones estivales, mi madre se puso histérica pidiéndome a gritos que la aplastara antes de que se escondiera en algún rincón inaccesible. Pero hacía tiempo que yo ya no mataba insectos sin un buen motivo, así que, aún a riesgo de llevarme una buena reprimenda, me resistí a cumplir sus exigencias. Al final ocurrió lo inevitable, el coprófago logró huir cobijándose debajo de la lavadora y yo me quedé castigado toda la tarde sin salir, enfadado por un castigo que consideraba injusto, pero al menos con la conciencia tranquila.

viernes, 13 de marzo de 2015

Adiós, ratoncito Pérez

Estábamos en familia cenando, tal y como solíamos hacerlo habitualmente, reunidos en el pequeño cuarto de estar situado hacia la mitad del largo pasillo que comunicaba la casa de un extremo a otro. Sólo faltaba mi padre, que se había demorado más de la cuenta en alguna otra estancia, terminando la tarea que tuviera entre manos.

Adiós, ratoncito Pérez
© Lynette - Pixabay

De repente, escuchamos cómo se acercaba corriendo por el pasillo armando un gran estrépito, nos volvimos hacia la puerta y lo vimos pasar raudo y veloz por delante de ella, medio encorvado, con una zapatilla en la mano, golpeando el suelo con saña justo por delante de él. Perseguía algo que no veíamos, ¿otra intrépida cucaracha que se había atrevido a invadir nuestro espacio vital?

Al cabo de unos instantes reapareció ya de regreso, caminando erguido y triunfal, mostrándonos con orgullo su pequeño gran trofeo que yacía inmóvil sobre la palma de su mano, aturdido por un golpe certero. Era un diminuto ratoncito, que había pagado cara la mala ocurrencia de colarse en nuestra casa. ¿En un sexto piso?, no lo había pensado hasta ahora pero, ¿es posible que lo hubiera introducido a escondidas alguno de mis hermanos? En cualquier caso, intruso o invitado, no tuvo un final feliz. Una lástima, porque era un roedor muy mono y hubiera podido llevar una vida de lujo como mascota familiar.

miércoles, 11 de marzo de 2015

Casting

Una chica de edad incierta, ciertamente no una jovencita, pero tampoco una señora de mediana edad, subió un día a mi vagón con un fajo de papeles en la mano y los auriculares en las orejas, escuchando algo que la mantenía aislada del mundanal ruido.

Casting
© geralt - Pixabay

Alguna vez me he encontrado con algún joven moviéndose al ritmo de la música que sonaba en sus oídos, con los ojos cerrados, contoneándose y disfrutando como si no hubiera nadie observándole.

Pero lo que hacía mi nueva compañera de viaje era diferente. Ella movía los labios en silencio, echaba miradas furtivas a los papeles y, de vez en cuando, gesticulaba con los brazos como si estuviera recitando algún poema clásico y no pudiera contener sus emociones. Ciertamente, imaginé que estaba ensayando para algún casting, espero que le fuera bien, ¡mucha mierda!

lunes, 9 de marzo de 2015

Volando voy, volando vengo

Probablemente, el tipo de mascota que más veces ha pasado por nuestra casa sean los pájaros, y dentro de ellos, sin duda alguna los periquitos. Los hemos tenido de todos los colores imaginables, unos más simpáticos que otros, de mayor o menor inteligencia, que han sobrevivido meses o incluso años.. pero todos ellos sin excepción han tenido un rasgo en común, nombres tan ridículos como Pío, Perico, Periquín, etc.

Volando voy, volando vengo
© Andrey_Photos - Pixabay

Sin duda el que más tiempo pasó con nosotros, el más listo y cariñoso de todos, fue uno que capturó al vuelo mi primo Javi mientras paseaba en bici por el barrio La Jota. Le dejábamos la puerta de la jaula abierta para que saliera cuando le apeteciera, revoloteaba por el pasillo y el salón, se posaba en el hombro de mi padre cuando éste le llamaba por su absurdo nombre ofreciéndole pipas, y cuando tenía hambre, sed o ganas de descansar, él mismo volvía a su jaula, que claramente consideraba su hogar. Además, era de agradecer que nunca intentara arrancarte la yema del dedo con su pico ganchudo cuando le querías acariciar el suave plumaje. Pero un mal día Aurora, la vecina que subía a echar una mano con las tareas del hogar, se dejó una ventana abierta y el pájaro voló en busca de nuevos horizontes siguiendo la llamada de la naturaleza. No regresó jamás.

Años más tarde, viviendo ya en el Actur junto a otro periquito, un buen día comenzó a poner diminutos huevos similares a los de codorniz, y así descubrimos que en realidad era una periquita. Por aquel entonces mi prima Almudena, hermana mayor de Javi, venía a casa a cuidar de mi hermana pequeña y a ayudar con las tareas del hogar. Sin ningún tipo de escrúpulos, cocinó los huevos hirviéndolos durante unos minutos y se los comió. Yo no tuve estómago para probarlos, aunque no dudo de que estaban igual de exquisitos que los huevos de otras aves que solemos degustar como manjares. La pobre periquita falleció después de aquella experiencia, al parecer a causa de un huevo a medio poner que se le quedó atascado dentro, obstruyéndole el aparato digestivo. Que descanses en paz en el cielo de los pájaros.

viernes, 6 de marzo de 2015

Por agosto, la codorniz en el rastrojo

Un día, mi padre llegó del trabajo cargando al hombro un enorme saco que no paraba de agitarse misteriosamente. Nos reunió a toda la familia en la pequeña habitación donde solíamos comer y, al abrir el fardo, de su interior surgió un amasijo de seres vivos que, en cuanto vieron la más mínima oportunidad de recuperar su libertad perdida, huyendo despavoridos en todas las direcciones posibles entre una nube de plumas y aleteos. Resulta que mi padre había estado haciendo unos trabajos en una granja de codornices y los dueños le habían obsequiado con unas cuantas aves para que nos diéramos un buen homenaje gastronómico. Hasta aquí todo perfecto, ¡si no fuera porque se las había traído vivas!

Por agosto, la codorniz en el rastrojo
© ariesa66 - Pixabay

Rápidamente cerramos la puerta del cuarto para que no escaparan por toda la casa, pero aún quedaba la laboriosa tarea de capturarlas y volver a meterlas dentro del saco. No fue sencillo, porque las codornices no paraban de moverse nerviosa y velozmente de un lado a otro de la estancia, encaramándose al armario, trepando por las cortinas, correteando por debajo de la mesa y las sillas, y lo peor de todo, ¡defecando por todas partes! Así que, cuando finalmente conseguimos atrapar a la última, comenzó una faena mucho más tediosa y desagradable, limpiar todo aquel desaguisado. El guiso fue el premio final, y aunque no recuerdo haberlo probado ni la receta, probablemente codornices escabechadas, seguro que estuvo riquísimo.

miércoles, 4 de marzo de 2015

El gancho

Hace unos días, en la estación de la Plaza de España, había un hombre de pie junto al borde del andén acompañado por un par de trabajadoras del metro. Al parecer se le había caído un objeto de pequeño tamaño a las vías, una tarjeta o algo parecido, y en vez de lanzarse al foso para recuperarlo rápidamente por sus propios medios, había solicitado sensatamente la ayuda de las autoridades pertinentes.

El gancho
© Antranias - Pixabay

Alguna vez me había planteado qué pasaría si, por ejemplo, se me cayera el móvil por el estrecho hueco entre el vagón y el andén al acceder o al bajarme del convoy, pues está terminantemente prohibido descender al nivel de los raíles bajo ninguna circunstancia. Ahora conozco la respuesta, y de hecho ni siquiera las operarias se atrevieron a tanto. En lugar de eso, trajeron un largo mástil que venía provisto de un gancho en la parte superior y un accionador manual en la parte inferior, y durante un rato intentaron pescar el objeto con pésimos resultados.

Me recordó la famosa escena del gancho de "Toy Story", cuando los muñecos alienígenas decían "el gancho es quien decide quién se va y quién se queda". En esta ocasión el que decidió fue el dueño del objeto cuando, al ver que ninguna de las dos mujeres lograba recuperar su preciada posesión, se hizo con el gancho y, en sólo un par de intentos, logró apresarla y subirla de vuelta hasta sus manos. Justo a tiempo, porque el metro estaba a punto de entrar en la estación.

lunes, 2 de marzo de 2015

¿Pechuga de pollo o de pato?

De vez en cuando, en el supermercado del barrio obsequiaban a los clientes con pollitos vivos y coleando, de piar escandaloso e irritante, que compensaban de sobra con un plumón amarillo y sedoso que no podías dejar de acariciar. Apenas recién salidos del cascarón, inevitablemente acababan muriendo en casa por mucho tesón que pusieras en cuidar de ellos, haciéndoles una casita con una caja de zapatos, dándoles calor con una lámpara y alimentándolos con migas de pan, cereales e incluso leche (¿leche?, ¡pero si los pollos no son mamíferos!). A veces venían pintados de vivos colores, supongo que siguiendo alguna extraña campaña de marketing que nunca llegué a comprender, pero el resultado siempre terminaba siendo el mismo, y no sobrevivían más allá de unos pocos días fuera de su hábitat natural, la granja de engorde. Pobres bichos.

¿Pechuga de pollo o de pato?
© vladimix - Flickr

En una ocasión cambiaron los pollitos por patitos, y no sé si tuvimos más suerte, pusimos más empeño y cuidado, o simplemente los patos son más resistentes que sus primos lejanos, pero el caso es que el palmípedo sobrevivió. No tardó mucho en crecer y convertirse en un pato hecho y derecho, y cuando estaba hambriento era muy gracioso contemplar sus bamboleantes andares mientras nos seguía por toda la casa graznando en pos de su comida. Pero un mal día se hizo demasiado grande y se fue de casa, y aunque no nos dijeron nada al respecto para no herir sensibilidades, no dudo de que de un modo u otro acabó en nuestra cazuela. No tengo ningún inconveniente en comer pato, me encanta, pero hubiera sido incapaz de comerme a mi pato. Pobre bicho.