lunes, 2 de marzo de 2015

¿Pechuga de pollo o de pato?

De vez en cuando, en el supermercado del barrio obsequiaban a los clientes con pollitos vivos y coleando, de piar escandaloso e irritante, que compensaban de sobra con un plumón amarillo y sedoso que no podías dejar de acariciar. Apenas recién salidos del cascarón, inevitablemente acababan muriendo en casa por mucho tesón que pusieras en cuidar de ellos, haciéndoles una casita con una caja de zapatos, dándoles calor con una lámpara y alimentándolos con migas de pan, cereales e incluso leche (¿leche?, ¡pero si los pollos no son mamíferos!). A veces venían pintados de vivos colores, supongo que siguiendo alguna extraña campaña de marketing que nunca llegué a comprender, pero el resultado siempre terminaba siendo el mismo, y no sobrevivían más allá de unos pocos días fuera de su hábitat natural, la granja de engorde. Pobres bichos.

¿Pechuga de pollo o de pato?
© vladimix - Flickr

En una ocasión cambiaron los pollitos por patitos, y no sé si tuvimos más suerte, pusimos más empeño y cuidado, o simplemente los patos son más resistentes que sus primos lejanos, pero el caso es que el palmípedo sobrevivió. No tardó mucho en crecer y convertirse en un pato hecho y derecho, y cuando estaba hambriento era muy gracioso contemplar sus bamboleantes andares mientras nos seguía por toda la casa graznando en pos de su comida. Pero un mal día se hizo demasiado grande y se fue de casa, y aunque no nos dijeron nada al respecto para no herir sensibilidades, no dudo de que de un modo u otro acabó en nuestra cazuela. No tengo ningún inconveniente en comer pato, me encanta, pero hubiera sido incapaz de comerme a mi pato. Pobre bicho.

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