viernes, 30 de octubre de 2015

Zapatillas Niungi

En La Jota, mi antiguo colegio, todo era muy sencillo, era conocido por alumnos, padres y profesores, y hasta el director sabía mi nombre y se hallaba accesible para hablar con él en cualquier momento, tenía mi sitio. En San Braulio, mi nuevo colegio, todo era más difícil, era un completo desconocido que tenía que encontrar su propio lugar. Y no es fácil hacerse un hueco cuando los demás juzgan cada aspecto de tu vida siguiendo sus propios criterios particulares y subjetivos, poniendo en tela de juicio desde tu forma de ser, de hablar, o de moverte, hasta la ropa y el calzado que llevas.

Zapatillas Niungi
© Zapatillas Niungi - tOrange

Todos los comienzos son complicados, y como muestra un botón. Un día, un patán de mi clase se me acercó en el patio de recreo y para intentar pincharme comenzó a reírse de mi calzado, unas deportivas baratas, diciendo que eran de la marca Niungi, "ni un gitano se las pone". Su ingenioso intento de ofensa no tuvo efecto en mi. Por fortuna o por desgracia, siempre he sido bastante inmune a las opiniones de los demás, al menos a los comentarios de la gente que no me importa en absoluto. Lo que más me desconcertaba del asunto era esa crueldad infantil gratuita a la que no estaba acostumbrado.

En realidad no era un mal chico, quizás un poco rebelde, sin duda mal estudiante, pero con algunos talentos ocultos, como una destreza natural para el dibujo artístico, y una envidiable aptitud para el ajedrez. En un campeonato interno que hacíamos los que nos quedábamos a comer en el colegio sufrí varias derrotas, pero la que me infligió él fue la más humillante, y la más dolorosa. A fin de cuentas, puede que sus hirientes comentarios si que me hubieran afectado de alguna manera.

lunes, 26 de octubre de 2015

La frustración del coleccionista

Cuando mi hermano Daniel hizo la Primera Comunión, alguien le regaló un álbum vacío de esos que se usaban para coleccionar sellos, lo que no dejaba de ser una forma de imponerle una afición por la filatelia que él no había elegido.

La frustración del coleccionista
La rubia de mis ojos - Dominio Público

Yo descubrí mis propios intereses cuando, viviendo todavía en el barrio La Jota, el padre de mi amigo Miguel Ángel nos llevó un día a la fábrica en la que trabajaba y, a escondidas, como si de un valioso tesoro se tratase, nos llenamos los bolsillos con unos pedazos de pirita de brillantes facetas plateadas. Con el tiempo, consiguiendo unas piezas aquí y otras allá, llegué a tener una colección de minerales bastante interesante.

Un día, viviendo ya en el Actur, mi padre se trajo del trabajo una moneda que algún pasajero listillo había hecho pasar por un duro (5 pesetas, o aproximadamente 3 céntimos de euro) para pagar el billete del autobús. Pero no era una moneda falsa, sino una peseta de plata fechada en el año 1901, con la efigie del rey Alfonso XIII cuando todavía era un niño. El tipo que quiso timar a mi padre no sabía lo que tenía entre manos, no es que valga una fortuna, pero actualmente puedes encontrar en eBay piezas similares por un precio que oscila entre 3 y 195 €. Mi padre me la entregó a mi, no porque fuera su favorito (todos sabemos que siempre ha sido mi hermano Rubén), sino porque en aquella época coleccionaba monedas de todo tipo. Al indagar sobre sus orígenes históricos, me entraron ganas de completar una colección de pesetas de todas las épocas, tamaños y colores que pudiera encontrar, desde la típica rubia con las caras del dictador Francisco Franco o del rey Juan Carlos I, hasta las de color aluminio que fueron disminuyendo progresivamente de tamaño, alcanzando proporciones ridículamente pequeñas en sus últimos años de existencia.

Casualmente, nuestro vecino de al lado, Salvador, también era un apasionado coleccionista de minerales y monedas. En un par de ocasiones me invitó a su casa para que contemplara sus piedras, mucho más numerosas que las mías, que tenía expuestas en varias estanterías metálicas en una de las habitaciones, y una vez hasta me regaló una roca de sal para mi recopilación.

Pero la pieza que más me gustaba, anhelaba y codiciaba era una de sus monedas, concretamente una peseta del año 1937 que yo no poseía. Alguna vez, en verano, cuando los vecinos se habían ido de vacaciones y nos habían dejado sus llaves para que regáramos sus plantas y por si surgía algún imprevisto, allanaba su morada y contemplaba esa moneda embobado durante un largo rato. Durante mucho tiempo estuve buscando afanosamente una igual, pero nunca la encontré. Aún guardo mi colección de pesetas a buen recaudo, pero desde la primera vez que le eché un ojo a aquella rubia de finales de la II República, la he notado siempre incompleta, y mis aspiraciones como coleccionista frustradas.

viernes, 23 de octubre de 2015

Dentadura postiza

Años después de que mi cuerpo se hubiera desprendido de mi último diente de leche, estando ya en plena adolescencia, una buena mañana me desperté con la inquietante y turbadora sensación de que uno de mis colmillos superiores comenzaba a moverse ligeramente.

Dentadura postiza
© sandervds - Flickr

Dejé pasar unos días sin decir nada a nadie, esperando que fuese una falsa alarma, pero la oscilación de la pieza y la holgura de la encía iban en aumento con el paso del tiempo. Estaba claro que iba a caerse, y no iba a haber ningún otro diente creciendo por debajo para sustituirlo. Ya me imaginaba usando dentadura postiza como mi abuelo Perico, y dejándola por las noches en un vaso de agua con una pastilla limpiadora como hacía él.

Afortunadamente, mis cálculos eran erróneos y en realidad aún me quedaban algunos dientes de leche. El colmillo volvió a brotar, algo inclinado hacia adentro debido a la falta de espacio, pero totalmente funcional. Cuando un tiempo después el otro colmillo comenzó a moverse también, no me pilló tan de sorpresa y el susto fue mucho menor.

lunes, 19 de octubre de 2015

Río León Safari

De pequeños nuestros padres solían llevarnos a veranear año tras año a la Costa Dorada, normalmente a Salou, conocida popularmente como la playa de Zaragoza debido a la gran cantidad de vecinos de la ciudad que nos acercábamos a pasar unos días de relax estival en dicha localidad tarraconense. Se decía que allí lo primero que se te ponía moreno era el sobaco, ya que no parabas de levantar el brazo para saludar a algún conocido.

Río León Safari
© yellowstonenps - Flickr

Como pasar todo un mes a dieta exclusiva de sol, arena y sal podía resultar excesivo, había que buscar actividades complementarias con las que distraerse de vez en cuando. A veces íbamos de visita a pueblos cercanos como Cambrils, La Pineda, Torredembarra o Altafulla. Algún año disfrutábamos de un día inolvidable lleno de atracciones y espectáculos en Port Aventura. Y dos o tres veces fuimos a divertirnos a Rioleón Safari, una curiosa mezcla entre parque acuático y reserva de animales situado cerca de El Vendrell.

La última vez que estuvimos, la visita por el hábitat de los animales salvajes se hacía dentro de un típico autobús rojo de dos plantas londinense, al que le habían reforzado las puertas y ventanas con resistentes barrotes metálicos. Pero no siempre fue así. Hace muchos años tenías que atravesar toda esa zona en tu propio vehículo, y por supuesto bajo tu propia responsabilidad.

Recuerdo que mi hermano Jesús era todavía muy pequeño y estaba tremendamente emocionado con la idea de ver un elefante de verdad de cerca. Al menos hasta el momento en que nuestro coche comenzó a empequeñecerse conforme nos aproximábamos al paquidermo. Mi hermano empezó a llorar asustado por el enorme tamaño del animal, intentando apartarse lo más posible de él pataleando y retorciéndose en el interior del habitáculo, y no se calmó hasta que nos alejamos del pacífico animal de piel reseca y agrietada. Después pasamos por la zona de los leones, que en su mayor parte estaban tumbados a la sombra sin incomodarse por nuestra presencia. Y llegamos al territorio de los osos.

Al avanzar por la carretera un enorme oso pardo venía caminando directo hacia nosotros, y conforme nos acercábamos a él nuestra inquietud iba en aumento, pues no parecía dispuesto a cambiar de rumbo por causa nuestra. Era casi tan grande como nuestro pequeño automóvil, y sólo en el último momento se desvió lo mínimo preciso para pasar rozándonos, bamboleando el coche como si fuera un simple juguete mientras en el interior, esta vez todos sin excepción, nos apartábamos lo más que podíamos de las ventanas y aguantábamos la respiración aterrorizados. Si hubiese querido hacernos daño habríamos sido presa fácil para sus afiladas zarpas, que hubieran podido destrozar la chapa del coche como si fuera papel de aluminio. Hasta que no dejamos atrás el recinto no empezamos a respirar tranquilos.

Una vez en el parque acuático, las risas y la adrenalina generada por los toboganes gigantes nos hicieron olvidar el mal trago que habíamos pasado. Pero estoy seguro de que esa noche, durmiendo profundamente para reponerme del cansancio acumulado por las emociones vividas a lo largo del día, volví a sufrir aquella pesadilla recurrente en la que me convertía en comida para osos mientras bajaba por las escaleras de casa.

viernes, 16 de octubre de 2015

La niebla

Volvía a casa andando después del colegio, avanzando con parsimonia entre una bruma densa como pocas veces he visto en la ciudad. Seguramente era otoño, a principios de curso, poco antes de las fiestas del Pilar, época en la que solían levantarse persistentes nieblas que bajaban por el valle del río Ebro cubriendo el barrio por completo.

La niebla
La niebla - Dominio Público

Me acompañaba mi amigo Rafa, que vivía junto al macro bloque de viviendas Kasan, a sólo dos centenares de metros de mi casa. Nos separamos a la altura de "la colmena" y, mientras yo seguía recto por la acera, él se dispuso a cruzar perpendicularmente la calzada. Aún no había llegado al otro lado de la avenida cuando la neblina ya lo había engullido completamente. "¿Estás ahí, Rafa?", le grité, pero no llegó respuesta alguna, había caído presa de la niebla y sus invisibles moradores, quizás para siempre. No me quedé del todo tranquilo hasta que lo vi aparecer de nuevo en clase al día siguiente.

lunes, 12 de octubre de 2015

Los primos de mis primos (no siempre) son mis primos

Una vieja canción de Objetivo Birmania decía que "los amigos de mis amigas son mis amigos", toda una promiscua declaración de intenciones que en la vida real no tiene porqué cumplirse. Sin embargo, si cambiamos "amigos/as" por "primos/as", la estrofa deja totalmente de tener sentido, tanto literal como figurado.

Los primos de mis primos (no siempre) son mis primos
Árbol genealógico con tirabuzón - Dominio Público

De pequeños teníamos mucha relación con nuestros primos y primas, sobre todo con los de edad más cercana a la nuestra. También coincidíamos a menudo con algún primo de nuestros primos, como Iván y Cristian, familiares de nuestros parientes Óscar y Sandra, hasta tal punto que no todos mis hermanos pequeños tenían claro que, a pesar de ser primos de nuestros primos, no eran primos nuestros. Parece un trabalenguas, pero sólo es un tirabuzón en el árbol genealógico.

Y como el mundo es un pañuelo, y Zaragoza es un cachirulo pequeñico, en el colegio San Braulio tenía una compañera de clase llamada Salomé, que era prima hermana de mis primas Conchita y Belén pero, al igual que Iván y Cristian, no tenía parentesco alguno conmigo, lo cual nos resultaba extraño, curioso y divertido a partes iguales.

viernes, 9 de octubre de 2015

Mal de ojo (annus horribilis III)

Para terminar de rematar el annus horribilis que médicamente supuso mi primer año en el colegio San Braulio, hacia final de curso sufrí una tremenda conjuntivitis en ambos ojos que me impidieron llevar una vida normal durante un par de semanas.

Mal de ojo (annus horribilis III)
© nyllow - Flickr

Tenía los ojos tan irritados que casi no podía ni abrirlos, y aún así la luz me molestaba de tal manera que llegué a un punto en el que necesitaba llevar gafas de sol a todas horas, incluso en espacios cerrados, como el aula. Algunos profesores fueron muy comprensivos, pero otros no tanto, y hacían comentarios hirientes a mi costa, o directamente pretendían obligarme a quitármelas, pensando que era una provocación o un capricho de adolescente más que una necesidad médica. En esas ocasiones agachaba la cabeza, intentaba hacer oídos sordos y aguantaba estoicamente hasta que amainaba el chaparrón.

Pensándolo detenidamente, es posible que no padeciera la conjuntivitis durante mi primer año en el nuevo colegio, sino algo más adelante. Creo recordar que las gafas de sol que usé eran unas un poco extravagantes y vistosas, con espejos como cristales y la montura blanca, que había llevado mi hermano Rubén para esquiar durante la semana blanca. Y me extrañaría que mis padres le hubieran dado permiso para ir a la nieve yendo todavía a 3º de E.G.B., era demasiado joven, aunque todo es posible.

lunes, 5 de octubre de 2015

Dolor de barriga (annus horribilis II)

Durante un par de meses, las tardes del fin de semana se convertían en mi infierno particular. Al rato de haber terminado de comer, un dolor muy intenso comenzaba a taladrarme el estómago, obligándome a recluirme un par de horas en mi habitación, recostado en la cama, mientras soportaba toda una colección de pinchazos, espasmos y retorcijones, a la espera de que el achaque remitiera por si solo. No había ninguna causa aparente, hasta que un buen día mi madre dijo que tenía los ojos amarillos, me llevó al médico y me diagnosticaron una hepatitis.

Dolor de barriga (annus horribilis II)
Vade retro, Satanás

Estuve postrado en la cama aproximadamente un mes, descansando y cogiendo fuerzas, a dieta de tomate y poco más, aburrido, jugando a ratos con Domingo (mi murciélago de goma, llamado así en honor a mi traicionero amigo de tiempos pasados), sufriendo a diario las inyecciones que me ponía en las nalgas un practicante sudamericano que trabajaba a domicilio, y saltándome prácticamente todo el primer cuatrimestre de 5º de E.G.B. en el nuevo colegio. Mi boletín de notas aparece en blanco en ese primer parcial, pero afortunadamente no tuve problemas para superar el curso sin mayores dificultades. Eso sí, años después me costó horrores aprenderme los huesos del cuerpo humano durante el curso para obtener el título de Monitor Nacional de Atletismo, ya que fue una de las materias que me perdí en su día mientras estaba convaleciente.

Siguiendo mi estela, mis hermanos Daniel y Rubén contrajeron la misma enfermedad, uno detrás de otro. Daniel fue el que sufrió la infección más fuerte, y especulaban con que posiblemente él había sido el paciente cero y me había contagiado una versión más benévola del virus mientras todavía lo estaba incubando. Por fortuna, todos nos recuperamos prontamente y los múltiples análisis y controles posteriores indicaron que no nos habían quedado secuelas. Aunque eso no es del todo cierto, puesto que yo al menos sí que padezco una, un odio permanente, visceral y racional a cualquier tipo de aguja.

viernes, 2 de octubre de 2015

Un mal trago (annus horribilis I)

Debido a mis hipertrofiadas amígdalas, pasé varios años sufriendo multitud de inconvenientes entre infecciones, inflamaciones, dificultades para respirar, e incluso tonsilolitos causados por restos de comida que se quedaban adheridos a las grandes criptas que presentaban mis apéndices intrabucales. Un buen día, los médicos decidieron finalmente extirpármelas. Pero habían esperado demasiado, ya había cumplido mi primera década e iba a recordar la operación para siempre con todo lujo de detalles, muchos más de los que hubiera deseado.

Un mal trago (annus horribilis I)
© rosarioaldaz - Flickr

Me ingresaron en el Clínico la noche anterior, compartiendo casualmente habitación con otro chico de mi antiguo barrio al que iban a someter a la misma operación a la mañana siguiente. Pasé la noche relajado, descansando tranquilamente, sin nervios, porque no tenía ni idea de lo que se me venía encima. Vinieron a buscarme temprano a la habitación, me sentaron en una silla de ruedas y me llevaron por un largo pasillo hasta la sala del quirófano, que estaba situado en la misma planta. Allí había 4 ó 5 sanitarios preparando la inminente intervención.

Cuando todo estuvo dispuesto me hicieron sentarme en el regazo de un enfermero que me sujetó firmemente con sus brazos, lo cual no presagiaba nada bueno. Me introdujeron en la boca un frío y aséptico retenedor metálico para impedir que volviera a cerrarla, mientras mi desasosiego iba en aumento exponencialmente. Otro miembro del equipo se plantó delante de mí blandiendo en sus manos una enorme jeringuilla de acero, rematada por la aguja más grande y larga que he visto mi vida, y mis ojos se abrieron como platos de par en par. Sin poder hacer nada por evitarlo, la aguja penetró en mi cavidad bucal y me anestesiaron toda la zona circundante a las amígdalas. Afortunadamente, la realidad fue mucho más benévola que mi desbocada imaginación y los pinchazos no fueron especialmente dolorosos. Pronto toda mi garganta se quedó adormilada, y el cirujano pudo dar comienzo a la extracción.

Con unas pinzas semiesféricas similares a las usadas para dar forma a las bolas de helado, atrapó una de mis bolas de carne y en sólo unos segundos la arrancó del resto de mi cuerpo. No sentí dolor, pero si la presión ejercida por el tirón. Depositó la amígdala sanguinolenta en una bandeja delante de mis narices, cual albóndiga bañada en salsa de tomate, y se dispuso a atacar la segunda, que no tardó en seguir los pasos de su compañera. Todo acabó muy deprisa. Me quitaron el retenedor maxilar, mi captor soltó la presa, y antes de darme cuenta estaba de nuevo en el pasillo, montado en la silla de ruedas de regreso a mi habitación, convencido de que era una de las experiencias más desagradables que podía sufrir alguien en la vida.

Así se lo hice constar a mi compañero de cuarto cuando nos cruzamos en el pasillo mientras lo llevaban camino de la carnicería. No podía hablarle, pero sacudí mi mano un par de veces mientras le transmitía mentalmente un pensamiento muy claro, "no sabes la que te espera".