viernes, 2 de octubre de 2015

Un mal trago (annus horribilis I)

Debido a mis hipertrofiadas amígdalas, pasé varios años sufriendo multitud de inconvenientes entre infecciones, inflamaciones, dificultades para respirar, e incluso tonsilolitos causados por restos de comida que se quedaban adheridos a las grandes criptas que presentaban mis apéndices intrabucales. Un buen día, los médicos decidieron finalmente extirpármelas. Pero habían esperado demasiado, ya había cumplido mi primera década e iba a recordar la operación para siempre con todo lujo de detalles, muchos más de los que hubiera deseado.

Un mal trago (annus horribilis I)
© rosarioaldaz - Flickr

Me ingresaron en el Clínico la noche anterior, compartiendo casualmente habitación con otro chico de mi antiguo barrio al que iban a someter a la misma operación a la mañana siguiente. Pasé la noche relajado, descansando tranquilamente, sin nervios, porque no tenía ni idea de lo que se me venía encima. Vinieron a buscarme temprano a la habitación, me sentaron en una silla de ruedas y me llevaron por un largo pasillo hasta la sala del quirófano, que estaba situado en la misma planta. Allí había 4 ó 5 sanitarios preparando la inminente intervención.

Cuando todo estuvo dispuesto me hicieron sentarme en el regazo de un enfermero que me sujetó firmemente con sus brazos, lo cual no presagiaba nada bueno. Me introdujeron en la boca un frío y aséptico retenedor metálico para impedir que volviera a cerrarla, mientras mi desasosiego iba en aumento exponencialmente. Otro miembro del equipo se plantó delante de mí blandiendo en sus manos una enorme jeringuilla de acero, rematada por la aguja más grande y larga que he visto mi vida, y mis ojos se abrieron como platos de par en par. Sin poder hacer nada por evitarlo, la aguja penetró en mi cavidad bucal y me anestesiaron toda la zona circundante a las amígdalas. Afortunadamente, la realidad fue mucho más benévola que mi desbocada imaginación y los pinchazos no fueron especialmente dolorosos. Pronto toda mi garganta se quedó adormilada, y el cirujano pudo dar comienzo a la extracción.

Con unas pinzas semiesféricas similares a las usadas para dar forma a las bolas de helado, atrapó una de mis bolas de carne y en sólo unos segundos la arrancó del resto de mi cuerpo. No sentí dolor, pero si la presión ejercida por el tirón. Depositó la amígdala sanguinolenta en una bandeja delante de mis narices, cual albóndiga bañada en salsa de tomate, y se dispuso a atacar la segunda, que no tardó en seguir los pasos de su compañera. Todo acabó muy deprisa. Me quitaron el retenedor maxilar, mi captor soltó la presa, y antes de darme cuenta estaba de nuevo en el pasillo, montado en la silla de ruedas de regreso a mi habitación, convencido de que era una de las experiencias más desagradables que podía sufrir alguien en la vida.

Así se lo hice constar a mi compañero de cuarto cuando nos cruzamos en el pasillo mientras lo llevaban camino de la carnicería. No podía hablarle, pero sacudí mi mano un par de veces mientras le transmitía mentalmente un pensamiento muy claro, "no sabes la que te espera".

No hay comentarios:

Publicar un comentario