lunes, 28 de septiembre de 2015

Rebelión en la granja-escuela

Desde los 7 a los 14 años, cada verano pasaba un par de semanas en algún campamento o colonia urbana, lejos de mis padres y de la civilización. Cada vez iba a un sitio diferente (Benasque, Cantavieja, Broto.. ), pero siempre acompañado de algún hermano, prima y/o vecino. Por ejemplo, un año estuve en una granja escuela con mi hermano Rubén y mi prima Arancha. Fue una experiencia muy interesante, diferente, hacer todas las cosas que se hacen habitualmente en este tipo de vacaciones (excursiones, juegos, competiciones, bailes y cantos a la luz de una hoguera..), aderezado además con el cuidado diario de los típicos animales de granja (cerdos, cabras, gallinas, patos..). ¡Fue la primera (y última) vez que he ordeñado a una cabra! Pero aquellas dos semanas dieron para mucho más.

Rebelión en la granja-escuela
© cronopiazul - Flickr

Para el asombro. Fue allí donde descubrí estupefacto que también los animales no humanos, en concreto los cánidos, pueden mantener relaciones sexuales entre individuos del mismo sexo, desmintiendo así una de las mayores falacias que repiten insistente y machaconamente los detractores de ese comportamiento supuestamente antinatural en nuestra sociedad.

Para el miedo. Un par de veces fuimos de paseo hasta un caserón abandonado situado en la cima de una colina no muy distante. Al anochecer, la silueta del edificio, recortada contra las luces y sombras del ocaso, adquiría un aspecto fantasmal, de película de terror, y los escalofríos te recorrían de arriba a abajo toda la columna vertebral. Una sensación de desasosiego acentuada por una línea de alta tensión cercana, cuyos campos magnéticos te ponían literalmente los pelos de punta. Explorando con las linternas el destartalado interior pronto nos topamos con sus actuales inquilinos, cientos de pequeños murciélagos colgados de paredes y techos, que algunos chicos intentaron atrapar sin demasiado éxito, y que, para terminar de completar la atmósfera de inquietud y desazón, dieron pie a historias de vampiros y muertos vivientes.

Para las travesuras. Al lado de la granja discurría la zanja de una acequia seca. Estaba canalizada con largas tuberías de hormigón de varias decenas de metros, cuyo interior era accesible, pues ambos extremos terminaban abruptamente, abiertos al aire, como invitándonos a explorarlos. A la luz de nuestras linternas nos asomamos a un mundo oscuro, frío y húmedo, lleno de ecos, barro, y alguna que otra rana saltarina. Un primer insensato se envalentonó, se introdujo a duras penas en el estrecho orificio y, tras varios minutos de angustiosa lucha, consiguió pasar a rastras hasta el otro extremo. No fui yo, ni tampoco fui el segundo, ni el tercero. De hecho, no tenía ninguna intención de meterme en un lugar potencialmente claustrofóbico y arrastrarme por el fango. Pero al final la presión de grupo pudo con mis reticencias y yo también pasé por el aro. No fue una experiencia placentera, más bien todo lo contrario. Era un túnel angosto y sucio, que parecía infinitamente más largo una vez que estabas en su interior. Aunque hubiese querido, no hubiera sido sencillo dar marcha atrás, así que la única opción viable era seguir avanzando, intentando mantener a raya la ansiedad y el inevitable subidón de adrenalina que aparece en las situaciones límite. No sé cuánto tiempo estuve allí dentro, pero sí que los últimos metros, ya con la luz al final del túnel casi al alcance de mi mano, fueron un alivio. Tampoco sé si alguien repitió la aventura, pero desde luego yo no. Pero lo peor vino después, cuando tomé conciencia de lo que podía haber pasado si, mientras alguno de nosotros permanecíamos allí atrapados, se hubieran abierto las compuertas de la acequia dando paso al flujo de agua. Sinceramente creo que a veces no hay más accidentes y tragedias por simple y pura suerte.

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