viernes, 29 de mayo de 2015

Vecinos del dios Baco

En el piso de arriba vivía una pareja que, independientemente del día u hora en el que te los encontraras, tanto él como ella apestaban siempre a vino. Allá por donde pasaban dejaban un hedor característico, y si subías en el ascensor después de que lo hubieran hecho ellos lo detectabas al instante. Claro que era mucho peor subir en el ascensor con ellos, era complicado aguantar la respiración hasta el 6º piso. A lo largo de los años he conocido a algunas otras personas con problemas de alcoholismo, pero lo de aquella gente estaba a otro nivel, cualquiera hubiera dicho que éramos vecinos del mismísimo dios Baco romano.

Vecinos del dios Baco
© lanpernas2 - Flickr

lunes, 25 de mayo de 2015

Deshojando alcachofas

Estábamos de visita en un pueblo, no recuerdo si era Cabolafuente o Torrevelilla, aunque probablemente se tratara del primero, porque juraría que entre nosotros estaba mi primo Javi, de la rama familiar materna.

Deshojando alcachofas
© LoggaWiggler - Pixabay

Mientras paseábamos por sus calles nos topamos a las puertas de una casa un solitario cesto de mimbre repleto de alcachofas recién cogidas. Muchas veces habíamos visto a nuestra madre preparar ese vegetal de sabor metálico y desagradable arrancando una a una las hojas de las primeras capas hasta alcanzar el corazón, la parte más tierna y comestible.

De algún modo, nos pareció divertido realizar ese proceso nosotros mismos, así que nos hicimos con una alcachofa por cabeza y comenzamos a deshojarlas. Pero había un problema, no sabíamos cuándo parar, y antes de darnos cuenta habíamos sobrepasado el límite y estábamos con las manos prácticamente vacías.

Después de repetir el mismo proceso un par de veces más con idéntico resultado, decidimos que había llegado el momento de alejarnos de aquel lugar antes de que algún vecino nos pillara con las manos en la masa y su provisión de alcachofas reducida drásticamente. Al menos en un futuro próximo, seguiría siendo más provechoso para nuestros estómagos dejarle a nuestra madre la exclusividad de las labores culinarias.

viernes, 22 de mayo de 2015

A lomos del caballo metálico

Mi tía María Pilar y mi tío Mariano, hermana mayor y hermano menor de mi padre respectivamente, solían pasar muchos fines de semana y veranear con todos sus hijos, mis diez primos paternos, en un pueblecito de Teruel llamado Torrevelilla. Nosotros, en cambio, sólo íbamos por allí de visita en muy contadas ocasiones.

A lomos del caballo metálico
© bitxi - Flickr

Éramos muchos primos y no había camas para todos, así que si nos quedábamos a dormir tocaba compartir jergón, y a mi me emparejaban siempre con mi primo Pablo, físicamente cuatro años mayor que yo, pero más joven mentalmente debido a una ligera discapacidad intelectual. A mi no me importaba ser compañeros de cuarto, pero a veces era demasiado cariñoso y podía terminar bastante hastiado de sus caricias y besuqueos.

Una de las cosas que más me sorprendía cuando paseaba por el pueblo era que todas las casas tenían las puertas abiertas y ningún vecino guardaba bajo llave sus pertenencias, algo totalmente impensable en la gran ciudad donde me había criado.

Pero el recuerdo más nítido que tengo de ese pueblo es que fue allí la primera (y última) vez que he montado en moto. De paquete, por supuesto, pues aún era demasiado joven para pilotarla yo mismo. Mi primo Miguel me llevó por una estrecha carretera sobre una vieja y ruidosa motocicleta y, aunque supongo que no alcanzamos mucha velocidad, notar el viento en la cara y esa sensación de libertad fue muy estimulante. Naturalmente, ninguno de los dos llevábamos casco, ese tipo de medidas de seguridad son muy modernas.

Por ejemplo, en aquellos tiempos montábamos en el 850 de mi padre todos los que cupiéramos, primos y más primos apiñados encima de otros primos o algún adulto, ¡y sin cinturón de seguridad! Ahora ni se nos ocurriría hacer nada semejante, y no sólo por la multa y perdida de puntos del carné de conducir que ello conllevaría, sino porque estamos mucho más concienciados con la seguridad vial. Por suerte nunca nos pasó nada y estamos aquí para contarlo.

lunes, 18 de mayo de 2015

Juguetes analógicos

Mucho antes de la llegada del entretenimiento digital en forma de maquinitas, videoconsolas, máquinas recreativas u ordenadores personales, existían diversos juegos analógicos que se ponían de moda cíclicamente tanto en la calle como en los patios de recreo de los colegios.

Juguetes analógicos
© megavas - Flickr

Algunos no se me daban del todo mal, como las canicas, esas pequeñas esferas, normalmente moldeadas en cristal transparente, que encerraban coloridas e hipnóticas formas. También las había opacas, cubriendo toda la gama de colores del arcoíris, de diversos tamaños e incluso fabricadas con materiales cerámicos o metales. Aunque no te gustara el juego en si, eran verdaderas joyas, dignas piezas de coleccionista.

Dominaba el arte de subir y bajar el yo-yó y ejecutar varios trucos básicos, como el perrito o el columpio. Y me defendía razonablemente bien en las carreras ciclistas, simuladas con chapas de botella que portaban en su cara interna fotos de los mejores corredores del Tour de Francia, el Giro de Italia o la Vuelta Ciclista a España.

Uno que nunca me atrapó demasiado era el taco, un trozo de goma en forma de tacón de zapato que se lanzaba hacia una pared o una línea dibujada en el suelo para ver quién era capaz de situarlo más cerca del objetivo. Los chicos solían clavarles chinchetas para, supuestamente, compensar el peso y mejorar su estabilidad y control, aunque dudo que supiesen realmente de qué hablaban. Yo sólo lo hacía por imitación y motivos puramente estéticos.

Otro juego que gozaba de gran popularidad era coleccionar cromos. A primera vista puede parecer un juego muy tonto reservado a la intimidad, pero la gracia consistía en el intercambio con otros coleccionistas para intentar completar el álbum de turno, mostrando uno a uno los cromos del fajo que querías cambiar mientras los demás iban canturreando el típico "repe, repe, repe, ¡fal!".

viernes, 15 de mayo de 2015

La banda sonora de mi vida

Mucho antes de la llegada de internet y de los servicios de streaming que permiten oír música a la carta, prácticamente la única fuente que teníamos para descubrir nuevos artistas, o donde escuchar los más recientes LP de nuestros cantantes y grupos favoritos, era la radio, y de vez en cuando algún que otro programa de televisión que emitían los sábados por la mañana.

La banda sonora de mi vida
© cseeman - Flickr

Más allá de los grupos infantiles como Parchís, y de los viejos casetes de mi padre del estilo de Nino Bravo, Adamo, Cecilia, Nat King Cole y tantos otros, crecí disfrutando de un montón de canciones que me apasionaban y formaban la auténtica banda sonora de mi vida: "Hoy no me puedo levantar", "Me colé en una fiesta", "Maquíllate", "Barco a Venus", "Hawaii-Bombay", "Aire" y tantas otras.

Tiempo más tarde descubrí que, curiosamente, todas ellas pertenecían al mismo grupo, el que fue mi favorito durante muchos años, Mecano. El primer CD que me compré fue de Mecano. El primer concierto al que asistí fue de Mecano. Sin embargo, por aquel entonces, no conocía ni el nombre del grupo, ni mucho menos quienes eran sus componentes, sus orígenes, aficiones o cualquier otro aspecto de sus biografías. Nunca entendí ni fui presa del fenómeno fan.

Pero también había música más allá de Mecano. En la época en que mi tío-padrino-tocayo y su familia se trasladaron a vivir definitivamente a Zaragoza, sonaba otro éxito que se incorporó rápidamente a la banda sonora de mi vida. Cuando íbamos a su casa de visita escuchábamos la radio junto a mi prima Carmina, la pequeña de la casa, aunque de la misma edad que mi hermano mayor. En su flamante radiocasete grabábamos las canciones que más nos gustaban, y entre ellas había una que quedó registrada para siempre en la cinta magnética y en mi memoria. "Y se irán lejos, a una isla desierta donde el sol brille, lejos de su casa y de aquel viejo profesor que los torturaba". No es que me sintiera identificado o torturado de ninguna manera, pero para mi mente infantil esas palabras evocaban grandes aventuras en lugares paradisíacos, el sueño de cualquier niño.

lunes, 11 de mayo de 2015

Alta traición

La fachada de la iglesia-guardería albergaba varios recovecos y terrazas amuralladas, provistas de canales de desagüe, situadas a diversas alturas fácilmente accesibles para pequeños monos trepadores como nosotros.

Alta traición
© Myrabella - Wikimedia Commons

Un día estábamos jugando en una de ellas cuando a mi prima Arancha le entraron unas incontenibles ganas de ir al baño. Sin pensárselo dos veces se bajó las braguitas e hizo aguas menores allí mismo. No nos escandalizamos en absoluto, no es que fuera lo habitual, pero desde luego no era la primera ni sería la última vez que alguno de nosotros aliviábamos nuestras necesidades fisiológicas delante de los demás. Salvo en mi caso quizás, ya que yo era bastante más reservado que mis hermanos y primas en lo concerniente a mi intimidad. El problema es que en algún momento posterior me fui de la lengua y se lo conté a Domingo, un amigo y compañero de clase.

Pocos días después volvíamos del colegio un grupo de unos cuantos compañeros, María Dolores y Domingo entre otros, cuando me di cuenta de que todos habían empezado a mirarme de forma extraña y a reírse entre ellos. No había dudas de que yo era el motivo de sus chanzas, más no sabía el por qué. Pero todo quedó aclarado cuando María Dolores me preguntó en voz alta, para que nadie perdiese detalle, que si solía espiar a mis primas cuando estaban en sus momentos más íntimos.

Mientras me ponía rojo de vergüenza, intenté farfullar una excusa y quitarle importancia, pero ellos siguieron con sus risas y sus crueles comentarios. Fracasado mi intento de explicación, fulminé a Domingo con la mirada, y me adelanté hacia casa solitario y completamente abochornado. Tardé mucho tiempo en volver a dirigirles la palabra.

viernes, 8 de mayo de 2015

Compañeros de pupitre

De vez en cuando los profesores hacían una reestructuración completa de los sitios que ocupábamos habitualmente en el aula. Era casi como jugar al juego de las sillas, salvo que había premio para todos. La excusa oficial era promover el compañerismo y la integración, pero todos sabíamos que en realidad querían tener controlados a los alborotadores, separándolos y colocándolos en las filas más cercanas al profesor. Con esa premisa, más de una vez me tocó sentarme al fondo del todo de la clase.

Compañeros de pupitre
© ajari - Flickr

En 4º de E.G.B., durante una de esas reorganizaciones, el profesor me permitió elegir entre sentarme en un pupitre solitario junto a la ventana, o en uno al lado de María Dolores, ¡la chica que más me gustaba de toda la clase! Mi cabeza se volvió loca analizando en unas décimas de segundo un millar de posibilidades, reacciones y consecuencias a una elección tan simple. Así que, ruborizado hasta el extremo, para salvaguardar mis sentimientos decidí aislarme en el pupitre solitario. ¡Qué tonto! Aunque ella no sintiera nada especial por mi, no creo que se tomara muy a bien ser despechada sin contemplaciones de esa forma.

Ese mismo año, volvía un día a casa caminando por la Avenida de la Jota con mi mochila cargada de libros como única compañía, cuando me percaté de que María Dolores caminaba unos metros por detrás de mi. A pesar de que vivíamos en la misma calle, mi excesiva timidez me impedía pararme a esperarla y darle conversación. Pero ella me alcanzó, nos pusimos a hablar, y en un momento dado, no sé por qué, quizás en venganza por el asunto de los pupitres, me confesó que le gustaba nuestro compañero Raúl, el gemelo guapo de Jesús. Me quedé de piedra y con el corazón partido, pero con cara de póker para no dejar traslucir ni un ápice mi aflicción. Si no era capaz de mostrar mis sentimientos buenos, al menos tampoco iba a dar rienda suelta a los malos.

viernes, 1 de mayo de 2015

Multiplícate por cero

Durante la época en que estuvimos aprendiendo y memorizando las tablas de multiplicar en el colegio, la profesora nos sacaba en pequeños grupos a la pizarra, nos ponía alineados de cara al resto de compañeros y nos iba preguntando uno a uno algún resultado al azar, "3 por 7, 5 por 2, 6 por 8", en una especie de trivial matemático.

Multiplícate por cero
© Onderwijsgek - Wikimedia Commons

No recuerdo con exactitud la mecánica del juego, creo que si acertabas te movías una posición hacia un lado y si fallabas te movías en la dirección contraria. Al cabo de varias rondas los más rápidos de reflejos, no obligatoriamente los más listos, terminaban en los primeros puestos, y los últimos eran ocupados por aquellos cuyo fuerte no era el cálculo mental. A menudo yo solía ser el ganador absoluto.

Obviamente, debido a su complejidad, los entresijos de la división se explicaban mucho más tarde. Pero un día me enteré de que mi tío Rafa se había adelantado al colegio y ya estaba aleccionando a mi prima Ana así que, como yo no podía ser menos que ella, le pedí a mis padres que me ilustraran a mi también. ¡Qué mala idea! Recuerdo aquellos días con especial desagrado y aversión. No sé si mi padre se explicaba mal, o no tenía la paciencia suficiente, o yo todavía no estaba mentalmente capacitado para comprender una operación tan abstracta, pero el caso es que hubo regañinas, pataletas, gritos y llantos antes de hacerme finalmente con ella.