viernes, 8 de mayo de 2015

Compañeros de pupitre

De vez en cuando los profesores hacían una reestructuración completa de los sitios que ocupábamos habitualmente en el aula. Era casi como jugar al juego de las sillas, salvo que había premio para todos. La excusa oficial era promover el compañerismo y la integración, pero todos sabíamos que en realidad querían tener controlados a los alborotadores, separándolos y colocándolos en las filas más cercanas al profesor. Con esa premisa, más de una vez me tocó sentarme al fondo del todo de la clase.

Compañeros de pupitre
© ajari - Flickr

En 4º de E.G.B., durante una de esas reorganizaciones, el profesor me permitió elegir entre sentarme en un pupitre solitario junto a la ventana, o en uno al lado de María Dolores, ¡la chica que más me gustaba de toda la clase! Mi cabeza se volvió loca analizando en unas décimas de segundo un millar de posibilidades, reacciones y consecuencias a una elección tan simple. Así que, ruborizado hasta el extremo, para salvaguardar mis sentimientos decidí aislarme en el pupitre solitario. ¡Qué tonto! Aunque ella no sintiera nada especial por mi, no creo que se tomara muy a bien ser despechada sin contemplaciones de esa forma.

Ese mismo año, volvía un día a casa caminando por la Avenida de la Jota con mi mochila cargada de libros como única compañía, cuando me percaté de que María Dolores caminaba unos metros por detrás de mi. A pesar de que vivíamos en la misma calle, mi excesiva timidez me impedía pararme a esperarla y darle conversación. Pero ella me alcanzó, nos pusimos a hablar, y en un momento dado, no sé por qué, quizás en venganza por el asunto de los pupitres, me confesó que le gustaba nuestro compañero Raúl, el gemelo guapo de Jesús. Me quedé de piedra y con el corazón partido, pero con cara de póker para no dejar traslucir ni un ápice mi aflicción. Si no era capaz de mostrar mis sentimientos buenos, al menos tampoco iba a dar rienda suelta a los malos.

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