lunes, 27 de abril de 2015

Dardos de verdad

Cuando yo era niño los dardos eran de verdad, con punta afilada de acero, no como esos de hoy en día que terminan en un pseudo-pincho de plástico que se dobla al primer impacto y no vuelve a quedar recto nunca más.

Dardos de verdad
© bogdansuditu - Flickr

Tampoco disponíamos de dianas electrónicas como las de ahora, así que cualquier conjunto de círculos concéntricos dibujados a mano en un trozo de cartón nos servían para practicar nuestra puntería. Los problemas venían cuando no acertábamos dentro del objetivo y el dardo terminaba alcanzando alguna superficie no apta para nuestros juegos. Definitivamente, como pudimos comprobar infinidad de veces, apoyar la diana en la pared de yeso de la casa o en la puerta de madera de entrada al piso era una mala idea.

viernes, 24 de abril de 2015

Dos rombos

Hubo una época en que las películas no aptas para menores de edad, ya fuera por un exceso de violencia, por contener escenas subidas de tono o por cualquier otra excusa que se le ocurriese a las autoridades censoras de turno, se identificaban con dos rombos blancos en la esquina superior derecha de la pantalla. Era el momento en que los pequeños nos teníamos que ir a la cama si o si, mucho más imperativo que si te lo cantaba la Familia Telerín o años más tarde el monstruo Casimiro.

Dos rombos
Historias para no dormir

Pero éramos muy curiosos, ¿qué tenían de especial aquellas películas que no nos dejaban ver? Cuando mis padres ya estaban relajados en el sofá, pensando que estábamos dormidos en nuestras habitaciones, salíamos con sigilo y nos asomábamos a la puerta del salón para espiar entre penumbras las imágenes prohibidas. Era una aventura arriesgada que nos llenaba de tensión y adrenalina, pero al final resultaba siempre bastante decepcionante, porque la verdad es que no recuerdo haber visto nunca nada fuera de lo habitual.

Siendo ya más mayores, mi madre cambiaba de canal o apagaba la televisión en cuanto aparecía un cuerpo desnudo. Nunca entendí tanto puritanismo, como si no hubiésemos visto mucha más carne miles de veces en la playa, en revistas o incluso en los libros de ciencias del colegio. En cambio, era muy divertido observar y analizar la actitud de mi padre. Estoy seguro de que él realmente quería ver esas escenas, pero para aparentar que no estaba de acuerdo con su emisión y que no le importaba perdérselo, hacía comentarios jocosos en voz alta destinados a apaciguar a mi madre, del estilo de "¡esa va a coger frío!", mientras no quitaba ojo de la pantalla. Qué pillo, todo un maestro.

lunes, 20 de abril de 2015

Tobogán improvisado

Mi madre nos contó una vez la historia de un niño que había sufrido un accidente mortal en una de las casas donde vivió de pequeña. Al parecer, los chiquillos solían utilizar inapropiadamente la barandilla de las escaleras como si fuera un improvisado tobogán, y aquel fatídico día uno de ellos perdió el equilibrio y cayó desafortunadamente por el hueco de las escaleras hasta estamparse mortalmente en el patio interior.

Tobogán improvisado
El tobogán de la muerte - Dominio Público

Claro que una desgracia así sólo podía suceder en los viejos caserones que tenían un gran espacio en el centro de las escaleras, y que en muchos edificios fue utilizado posteriormente para instalar un ascensor. En nuestra casa no había tal hueco, solo una pequeña abertura de apenas un palmo, y yo bajaba muchas veces de un piso a otro deslizándome por la madera del pasamanos sin correr el riesgo de precipitarme al vacío. Eso si, siempre sin testigos cerca que pudieran delatar mi pequeña travesura.

viernes, 17 de abril de 2015

Armas de fabricación casera

Siempre he querido poseer un tirachinas tradicional, como los que usan Zipi y Zape en sus traviesas aventuras, y aprender a lanzar piedras con destreza y velocidad, imaginándome en la piel de un cazador prehistórico en busca de alimento para su tribu. Pero nunca he tenido ninguno, ni comprado, ni regalado, ni de fabricación casera.

Armas de fabricación casera
Tirachinas ninja - Dominio Público

En cambio confeccionábamos algo parecido sujetando un globo con una goma elástica a la parte superior de una botella de plástico. Era muy sencillo de manejar, dejabas caer una piedra por el cuello invertido de la botella, la agarrabas a través del globo, estirabas, apuntabas y soltabas, lanzando a volar la china en medio de un sonido explosivo producido por la membrana elástica volviendo a su posición de reposo. Era muy preciso, y también bastante peligroso en las manos equivocadas.

También construíamos otro tipo de armas caseras, como las pistolas de pinzas, que si bien eran muy resultonas y elegantes no tenían un potencial dañino tan elevado. Y con un trozo largo de madera, una goma elástica, un par de clavos y dos pinzas creábamos un efectista aunque no muy efectivo fusil.

El clásico en las aulas era la cerbatana para proyectar trozos de papel, compuesta únicamente por la carcasa vacía de un bolígrafo. Era inofensiva pero molesta, sobre todo si el atacante era un poco torpe y al soplar te lanzaba más cantidad de saliva que de celulosa.

lunes, 13 de abril de 2015

Rasca y Pica

Mi madre nos compraba en invierno unos jerseys de lana de color verde, de esos llenos de pelitos por todas partes, que picaban como el demonio. No se si eran baratos y de mala calidad, o es que tenía la piel extremadamente sensible, pero era un auténtico suplicio meterse dentro de ellos. La única forma de lidiar con ese martirio era estarse totalmente quieto, pero claro, eso no era posible si supuestamente te ponías el jersey para salir a la calle. Y tampoco ayudaba mucho frotarte, porque te irritabas aún más la piel y entrabas en un círculo vicioso, cuanto más te rascabas más te picaba y cuánto más te picaba más te rascabas. La única escapatoria era protestar, gritar, llorar y patalear hasta que te dejaban ponerte otra cosa y se acababa el tormento.

Rasca y Pica
© petuniad - Flickr

viernes, 10 de abril de 2015

Hackeando cerraduras

En casa teníamos una hucha comunitaria que imitaba la forma de un libro. Disponía de una ranura en la parte superior para echar las monedas, y una tapa trasera removible sujeta por un pequeño candado que lo protegía de las malas tentaciones, sacar los ahorros para darte algún capricho innecesario. Aunque no era una defensa muy eficaz ya que, por pura diversión, sin ánimo de sisar unas monedas, a veces me entretenía forzando la cerradura del candado, logrando acceder al contenido de la hucha. El mecanismo era tan simple que cualquier utensilio servía, un palillo o un clip hacían de ganzúa a la perfección.

Hackeando cerraduras
© tawheedmanzoor - Flickr

Años más tarde aprendí que las cerraduras de la misma serie utilizan un modelo de llave muy similar, con pocas diferencias en su relieve, y que incluso puedes llegar a abrir cualquiera de esas cerraduras si tienes a mano la llave que pertenece a otra. Es tan simple como ir introduciéndola y sacándola poco a poco, intentando girarla a cada paso, hasta que si tienes suerte consigues alinear el mecanismo interior y se abre como por arte de magia. Más de una vez puse en práctica este conocimiento abriendo los buzones de mis vecinos con la llave del nuestro. Una vez más, por puro entretenimiento, pues jamás cotilleé ni extraje nada que hubiera en su interior. En una ocasión, con los nervios de la travesura, no fui capaz de cerrar de nuevo uno de los buzones y me marché dejándolo abierto cuando oí que alguien se acercaba.

Ampliando horizontes, también aprendí a abrir los registros metálicos que ocultaban las bocas de agua que hubieran alimentado las mangueras de los bomberos en caso de emergencia. Para eso no hacía falta una llave propiamente dicha, sino una pieza metálica cuadrada que ajustaba a la perfección y que tomábamos prestada de las herramientas que usaban los jardineros para poner en marcha manualmente los aspersores, en una época anterior a la automatización.

miércoles, 8 de abril de 2015

Fijación capilar

Muchos días coincido en el metro con un chico grandote que claramente adolece de algún tipo de discapacidad intelectual, aunque nada tan grave como para impedirle ser lo suficientemente autónomo y viajar sin acompañantes en el transporte público. Un buen ejemplo de ello es que normalmente va cargado con un par de aparatosas mochilas y un enorme abrigo que se le apoderan por momentos, pero siempre sale airoso de la situación y se baja en su parada con todas sus pertenencias bien amarradas.

Fijación capilar
© fictures - Flickr

Pero lo que más llama la atención es que de vez en cuando se acerca a algún señor, normalmente con una buena mata de pelo cubierta por una gorra, y le pregunta su nombre mientras comienza a sobarle la cabellera insistentemente, retirándole previamente el gorro si fuera preciso. Las víctimas se lo suelen tomar bastante bien y le dejan hacer durante unos momentos hasta que, cansados de esa intromisión en su espacio vital, le invitan amablemente a que ceje en su empeño. El chico siempre obedece sin poner resistencia y se aleja pidiendo perdón reiteradamente, supongo que algo avergonzado, porque nunca le he visto repetir la misma acción dos veces en el mismo día.

lunes, 6 de abril de 2015

El hombre que veía en la oscuridad

En 2º de E.G.B., un día la profesora nos hizo la siguiente pregunta: "¿podemos ver algo si estamos en completa oscuridad?". Por aquel entonces aún faltaban muchos años para que estudiara física y biología, así que no sabía nada sobre electromagnetismo, fotones, reflexión de las ondas, conos, retinas o nervios ópticos, etc. Así que mi respuesta se basó en la experiencia, y yo recordaba estar en mi cuarto por la noche con la luz apagada y la puerta cerrada, y aún con todo poder vislumbrar ciertas sombras y contornos, lo justo para no romperte las espinillas o la cabeza al moverte por la habitación. Fui el único de la clase que contestó afirmativamente y, por supuesto, mal.

El hombre que veía en la oscuridad
Gafas de visión nocturna - Dominio Público

Al instante se inició una acalorada discusión, yo contra el resto del mundo. Lo que pensaran mis compañeros no me importaba demasiado, pero que la máxima autoridad de la clase, la profesora, dijera que era imposible ver en la oscuridad me hizo dudar. Sin embargo, yo ya había expuesto mi opinión y, como buen aragonés, era cabezón hasta extremos insospechados, así que no di mi brazo a torcer y después de un rato quedó claro que no íbamos a alcanzar un consenso, no me iban a convencer. Seguramente a la vista de todos quedé como el rarito, qué le vamos a a hacer.

Hoy sé que en cierta medida ambos estábamos en lo cierto. Es verdad que en completa oscuridad no podemos ver nada con nuestros ojos desnudos, pero usando aparatos especiales para detectar frecuencias electromagnéticas por encima o debajo del espectro de lo que llamamos luz visible.. eso es otra historia.

viernes, 3 de abril de 2015

Mudanza

Cuando mis padres nos comunicaron que nos íbamos a trasladar a vivir a otra parte de la ciudad, para mi fue un auténtico shock. De repente, de la noche a la mañana, iba a perder todo aquello que me importaba: mi casa, mi colegio, mi barrio, mis amigos, e incluso a mis primas-vecinas que eran como otras hermanas más. Esa noche lloré en silencio en mi cama.

Mudanza
© Fletcher6 - Wikimedia Commons

Pero poco a poco nos fuimos haciendo a la idea y asumiéndolo. De vez en cuando visitábamos el terreno donde estaban construyendo nuestro futuro nuevo hogar, en un descampado del naciente barrio al que llamaban Actur. Estaba ubicado en un enorme espacio abierto, en su mayor parte cubierto de dorados campos de cereales y salpicado por unas pocas casas aquí y allá. Todo un mundo nuevo por explorar y conquistar, y a sólo un tiro de piedra del río Ebro. No estaba tan mal.

Al final el cambio no resultó tan duro: el nuevo piso era más grande y tenía un patio de luces enorme donde nos peleábamos o jugábamos a la pelota, el vecindario estaba plagado de parejas jóvenes con hijos de nuestra edad con los que trabar amistades imperecederas, en el nuevo colegio había una gran camaradería y descubrí mi pasión por el atletismo gracias a la increíble labor del mejor profesor de educación física que ha existido nunca, Don Andrés Gracia, y qué decir de mis primas, bueno, mis primas siguieron siendo como de la familia.

Además, había otros motivos para consolarse. Por ejemplo, ese año hubiera tenido que cambiar igualmente de colegio, ya que La Jota estaba demasiado saturado y, tras el sorteo que hicieron entre las cuatro letras de cada curso para ver quienes sobraban, me hubiera tocado trasladarme al nuevo colegio que habían construído al final del barrio, La Estrella. Seguramente allí hubiera descubierto también el atletismo de la mano de otro gran impulsor del deporte rey, Don José Luis Morte, casualmente padre de una futura compañera de violín y buena amiga mía.

El mundo es un pañuelo. Y para demostrarlo aún más, la familia de mi mejor amigo, Miguel Ángel, también se mudó a vivir al Actur ese año, y aunque nos perdimos la pista una temporada, un buen día nos reencontramos durante las fiestas del barrio y retomamos nuestros viejos proyectos e inquietudes, comenzando asimismo mil andanzas y aventuras nuevas, como si las circunstancias de la vida no nos hubieran separado durante unos pocos meses.