viernes, 1 de abril de 2016

Maxi, la mejor amiga del hombre

Tras la mala experiencia con Charly, tardamos algunos años en volver a disfrutar de la compañía de un perro. Fue por iniciativa de los hermanos mayores que, en respuesta a un anuncio del periódico, juntamos todos nuestros ahorros y acudimos a La Muela para hacernos con un cachorro de tres meses mezcla entre Husky Siberiano y Alaskan Malamute. Sus anteriores dueños lo llamaban Max, pero era perra, así que por no andar cambiando toda la documentación la rebautizamos como Maxi, diminutivo de Maximiliana.

Maxi, la mejor amiga del hombre
© Jerolek - Flickr

Maxi era una perra extraordinariamente cariñosa y sociable, sobre todo teniendo en cuenta la fama de ariscos e independientes que han tenido siempre los huskies. Cuando mi hermana pequeña me acompañaba en su paseo diario, la perra iba siempre pendiente de ella, protectora, siguiéndola por detrás a muy corta distancia. A pesar de su pelaje adaptado a fríos extremos, le encantaba tumbarse al sol en el salón, bajo la puerta acristalada del balcón, y ser el foco de atención de infinitas caricias. Y, si decidía que no le habías hecho todos los mimos que merecía, se recostaba a tus pies y empezaba a gemir lastimósamente hasta que acababas cediendo a sus exigencias, harto de escuchar ese penetrante y desagradable sonido.

Maxi era tan miedosa como tranquila. Cuando, durante las fiestas del Pilar, lanzaban fuegos artificiales en la cercana Plaza de Europa, corría a esconderse en el baño, acurrucada y echa un ovillo con el rabo entre las piernas y las orejas gachas, hasta que terminaba de escucharse el ruido sordo de las explosiones. Es curioso que eligiera ocultarse allí, porque para conseguir bañarla siempre teníamos que arrastrarla literalmente hasta la bañera. También nos tocaba arrastrarla cuando había que llevarla al veterinario. La consulta estaba un par de portales más allá de nuestra casa, y pasábamos por delante a diario sin ningún problema. Pero tenía un sexto sentido para percatarse de cuando íbamos a entrar y nada más bajar a la calle se cerraba en banda y se negaba a avanzar, sentándose en el suelo y resistiéndose con todas sus fuerzas, que no eran pocas.

Maxi también tenía sus momentos salvajes, y en alguna ocasión me hizo correr como alma que lleva el diablo detrás de ella, pues salía disparada persiguiendo vete tú a saber el qué. Lo más peligroso es que cruzaba la carretera como un rayo sin ningún cuidado, aunque afortunadamente en aquella época todavía no había tanto tráfico en el barrio como ahora. Si jugábamos a peleas de hermanos se ponía muy nerviosa, aullaba como un lobo y se lanzaba a sujetar con su fuerte mandíbula repleta de afilados dientes el brazo de mi hermano Rubén. Curiosamente siempre el suyo, independientemente de que fuera el agresor o el agredido.

Maxi hasta te enseñaba los dientes y gruñía en contadas ocasiones, por ejemplo si intentabas acercarte a su plato de comida mientras estaba masticando. Pero sobre todo si decidía que se encontraba frente a alguien raro o amenazante, como aquella vez que nos cruzamos con un tuno que casi tiene que salir corriendo, o cuando venía a casa mi inquietante compañero Viruete, o mi tío Jesús con alguna copa de más. A veces era algo renconrosa, y estuvo ignorando durante un par de semanas a mi hermano Rubén, al que normalmente adoraba, porque un día volvió de madrugada después de una noche de juerga, aprovechó a bajarla antes de acostarse, y subió a casa sin ella, dejándola olvidada en la calle varias horas hasta que un vecino nos avisó de que la pobre estaba desesperada dando vueltas por la manzana.

Ya hace unos cuantos años que Maxi salió de nuestras vidas, al igual que Yacko, su inseparable amigo y compañero de aventuras. Pero su recuerdo sigue en nuestros corazones, inmutable y eterno, como corresponde a quienes fueron parte de nuestra familia y de nuestras vidas. Estoy seguro de que ellos también se acuerdan y velan por todos nosotros desde el cielo de los perros.

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