viernes, 6 de febrero de 2015

Antz

No me siento muy orgulloso de ello pero, cuando aún era pequeño e inconsciente, si me topaba con un hormiguero solía dedicar un buen rato a pisotear indiscriminadamente a sus indefensos habitantes. Los diminutos insectos debían lanzar algún tipo de señal química de alarma, porque al instante oleadas de hormigas comenzaban a salir de su escondrijo a borbotones, desesperadas, sin percatarse de la disparidad de fuerzas y de que sólo en las profundidades de su hogar estaban a salvo. Cuantas más hormigas pisaba más salían, y cuantas más salían más pisaba, en un círculo vicioso que acababa cuando me cansaba de jugar a ser un dios vengativo, como el del Antiguo Testamento castigando a pueblos enteros que le habían ofendido por alguna causa, generalmente por el mero hecho de existir y mostrar voluntad propia.

Antz
© Hans - Pixabay

Existía otra variante del genocidio que yo no practicaba, pero de la cual fui testigo en diversas ocasiones. Cuando nos juntábamos con los amigos de mi hermano mayor y unos cuantos petardos, colocaban una carga explosiva en la entrada del hormiguero, prendían fuego a la mecha y salíamos corriendo para alejarnos lo más posible de la detonación. Cuando volvíamos a contemplar el cráter no quedaba nada ni remotamente parecido a un hormiguero, ni se veía rastro alguno de los habitantes de la colonia, seguramente porque los supervivientes estaban aturdidos y atrapados en los derruidos corredores de tierra. Resulta curioso que esta práctica me pareciera infinitamente más cruel y fría que la mía, ya que técnicamente no se manchaban las manos. No en vano se dice que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio.

Pero un buen día vi la luz. Recuerdo que estábamos de vacaciones en Salou y había empezado a pisotear una fila de hormigas que trabajaban afanosamente para procurarse el sustento de cara al invierno, justo a las puertas del apartamento que habían alquilado mis padres. De repente empecé a pensar en cómo se sentiría la gente, o más bien en cómo me sentiría yo, si de repente un gigante insensible se pusiera a aplastarnos indiscriminadamente a mi y a mi familia. Algo hizo clic en mi cerebro y dije "nunca máis". Y desde entonces rara vez he vuelto a aniquilar a un insecto, ya sea hormiga, araña o cucaracha, sin tener un motivo de peso para ello.

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