viernes, 17 de junio de 2016

Esquí estilo kamikaze

La primera vez en mi vida que fui a esquiar estaba ya en la Universidad. Un amigo de clase que pertenecía al Opus Dei me invitó a unirme a una escapada de fin de semana junto a algunos integrantes de su secta, La compañía me echaba para atrás, pero la oportunidad de disfrutar de una experiencia como aquella fue más fuerte que mi aversión, así que pronto estaba camino del Pirineo aragonés, en dirección a una bonita casa que el acaudalado padre de alguno de ellos tenía cerca de la estación de Astún.

Esquí estilo kamikaze
Nivel principiante - Dominio Público

A primera hora de la mañana nos plantamos en la entrada de las instalaciones, ataviados con todo el equipo necesario, dispuestos a aprovechar cada minuto del día. Yo era el más novato de todos, pero había algún otro, como mi compañero de clase, que tampoco tenía demasiada experiencia, de modo que nos llevaron a una pista verde, larga, recta y de escasa inclinación, para darnos los primeros consejos, practicar la cuña y aprender a guardar el equilibrio. Fácil, hicimos el recorrido un par de veces y lo básico estaba dominado. Siguiente parada, ¿una pista roja? Yo no lo sabía entonces, era un principiante e iba a donde me llevaban, pero acabábamos de saltarnos las pistas intermedias, las de color azul.

Allí estábamos, en lo más alto de una pequeña colina cuya pronunciada pendiente casi producía vértigo. Cuando llegó mi turno me lancé hacia abajo en línea recta sin pensármelo dos veces. Fui ganando velocidad rápidamente, demasiada, tanta que la cuña era totalmente inútil y no conseguía reducir mi creciente inercia ni tan solo un ápice. Aguanté como pude el equilibrio, pero finalmente un pequeño bache que en otras circunstancias no hubiera supuesto un mayor problema me desestabilizó por completo, salí volando por los aires y acabé rodando por la nieve mientras mis esquíes eran lanzados a metros de distancia. El golpe fue brutal, pero afortunadamente no me hice nada.

Volví a subir a lo alto de la colina y a lanzarme por esa pista muchas veces, y siempre acababa de la misma manera, dando con mis huesos en el suelo, tragando nieve mientras me deslizaba sin control hasta una zona más llana, y tremendamente magullado. Hasta que una persona, no alguien de mi grupo, sino un esquiador anónimo que me había estado observando, me dijo que no tenía que lanzarme en línea recta sino bajar haciendo zig-zag. ¡Claro, eso tenía sentido! Estaba indignado de que nadie me lo hubiese explicado antes, ¿acaso estaban esperando a que me rompiese la cabeza?

A partir de ese momento todo mejoró. Empecé a bajar la pista una y otra vez, deslizándome con soltura mientras trazaba amplias curvas, disfrutando de la sensación de libertad y velocidad, pero sin caerme y jugarme el tipo cada vez. Pasaron las horas, y mi amigo comenzó a sufrir calambres en las piernas debido a tanta actividad, pero en aquella época yo estaba bien entrenado y para mi no suponía un gran esfuerzo físico, quería más, necesitaba más, tenía que aprovechar cada segundo, pues no sabía cuando volvería a tener una oportunidad semejante, así que seguí subiendo y bajando la pista en solitario..

Al final llegó lo inevitable, la hora de marchar. Para bajar hasta los aparcamientos teníamos que seguir otra pista roja que partía de la que nos habíamos adueñado durante horas. Mientras bajábamos nos topamos casualmente con otra chica de la Universidad, no sé cómo nos reconocimos mutuamente con tanta parafernalia contra el frío como llevábamos puesta. Después de saludarnos nos preguntó si veníamos mucho a esquiar, yo le dije que era mi primera vez, y entonces la expresión de su cara se transformó en una mezcla entre asombro y terror y exclamó, "¿y estás bajando por aquí?". Fue entonces cuando realmente me di cuenta de que quizás había estado tentando a la suerte más de la cuenta, y me acordé de otro compañero de clase que se fue a esquiar y volvió con la pierna escayolada. Quedaban pocos metros hasta los coches, pero el resto del descenso lo hice con mucho más cuidado, por si acaso.

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