lunes, 27 de junio de 2016

Mallorca

Para conmemorar el final de etapa de la Educación General Básica, era costumbre hacer un viaje fin de curso o viaje de estudios a algún destino elegido por los propios alumnos, bajo la tutela de varios profesores y/o padres de alumnos dispuestos a aceptar semejante responsabilidad. El año que me tocaba a mí decidimos por consenso ir a Mallorca, y desde principio de curso estuvimos preparándonos para ese gran acontecimiento.

Mallorca
© oggd - Flickr

Con el fin de sufragar parte del coste que suponía un viaje de esas características preparamos diversas rifas, mercadillos y demás actividades por el estilo, y en las semanas previas a Navidad nos recorrimos todos los pisos del barrio intentando vender algunos boletos de lotería. Era una labor muy desagradecida, te daban con la puerta en las narices, te decían que ya le habían comprado el día anterior a otro compañero cuando nos acababan de repartir los talonarios esa misma tarde, te abría la puerta un negro enorme medio desnudo gritándote cosas ininteligibles en otro idioma.. Al final conseguí vender muchos aparentando que sólo me quedaba uno, parece que entonces la gente se sentía más predispuesta a hacerte el favor de ayudarte a terminar la tarea.

El día de la partida estaba muy excitado. No era la primera vez que salía de casa, pues llevaba años asistiendo a campamentos de verano, pero sí era la primera ocasión en que iba a volar en avión. Estaba tan nervioso que no me percaté de que llevaba un cortauñas en el bolsillo del pantalón, y el arco de seguridad del aeropuerto se puso a pitar como loco. Varias veces me palpé los bolsillos y al no encontrar nada volvía a pasar y la máquina volvía a delatarme con su estridente sonido, ¡qué vergüenza! Hasta que al final hallé al culpable en un recodo casi oculto y pude pasar el control dejando el utensilio atrás, ya que quedó confiscado como peligrosa arma blanca.

No recuerdo gran cosa de las visitas por la isla, tan sólo que desde el hotel bajábamos a una playa cercana plagada de piedras en lugar de arena, que fuimos a visitar las espectaculares Cuevas del Drach, donde nos pasearon en barca por el lago subterráneo mientras unos músicos interpretaban en directo la preciosa "Barcarola de Los cuentos de Hoffman" de Offenbach, junto a otras obras de Chopin y Mozart, que nos condujeron a la fábrica de perlas Majorica bajo un diluvio de proporciones bíblicas con la esperanza de que gastásemos lo que no teníamos, o que una noche nos llevaron a una discoteca apta para menores de edad donde tenían preparados varios juegos para que el público se lo pasase bien y bailamos como locos al son de la música del momento, yo como Jon Travolta en "Fiebre del sábado noche" si hacemos caso a los comentarios de mi compañeros, que supongo que sólo se estaban quedando conmigo.

Como no podía ser de otra manera, al estar lejos de sus padres muchos chicos y chicas aprovecharon para hacer gamberradas, como reventar naranjas contra el techo de las habitaciones del hotel, dejando una mancha de zumo coloreando todo aquello que la explosión había alcanzado, o pasar de unas habitaciones a otras andando sobre unas vigas que atravesaban el patio de luces, en un claro e irresponsable acto precursor del balconing moderno, o simplemente fumar a escondidas. Qué desilusión pillar in fraganti a una chica sensata e inteligente como Silvia con un cigarrillo en la mano. Pero mayor decepción fue que al verme intentó esconderlo, como si yo fuera a revelar su terrible secreto a alguien, qué poca confianza.

El día que volvíamos a casa casi pierdo el autobús que debía llevarnos al puerto para embarcar rumbo a Barcelona. Pero es que no podía irme de Mallorca sin llevar conmigo al menos un par de sus famosas ensaimadas para compartir y degustar en familia a mi regreso. El problema es que pasé tanto hambre en las 8 horas de travesía en barco por el Mediterráneo que acabé por comerme una de ellas, y para no terminar con la restante tuve que comprarme un bocadillo de jamón. Tanta hambre tenía que me comí hasta el tocino que habitualmente separo, a pesar de que mucha gente afirma que es la mejor parte. En este caso la mejor parte es que la segunda ensaimada sobrevivió, aunque era demasiado pequeña para que nos tocara a mucho en una familia numerosa. Sí, nos, yo también tuve mi parte, al fin y al cabo era quien la había porteado, y sin probarla no hubiera podido decir si estaba mejor o peor que la que me había comido en solitario. ¿No he contado nunca lo goloso que soy?

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