lunes, 19 de enero de 2015

Pasen y vean al asombroso tragaclavos

Aquella tarde habíamos quedado al cuidado de nuestros abuelos paternos, tres niños revoltosos e hiperactivos recluidos en una habitación llena de juguetes, bajo la atenta mirada de nuestros queridos ancestros. Después de asegurarse de que estábamos entretenidos y tenían la situación bajo control, mi abuela se dispuso a tejer un jersey de lana y mi abuelo a leer el periódico. De vez en cuando levantaban la cabeza para echarnos un vistazo y regalarnos una reprimenda gratuita con el fin de cerciorarse, mediante el abuso de autoridad, de que no cometiéramos ninguna travesura.

Pasen y vean al asombroso tragaclavos
© Gelpgim22 - Wikimedia Commons

Pero no funcionó. En un momento de descuido mi hermano mayor se tragó un pequeño objeto metálico, no estoy seguro de si era una moneda, un tornillo o un clavo, y estalló la revolución. No es que se atragantara y casi muriera asfixiado, de hecho en mi recuerdo lo engulló limpiamente y mostraba al mundo una sonrisa picarona, como quien ha realizado una gran proeza. Pero mis abuelos montaron un enorme alboroto y entre gritos y aspavientos acabaron llevando a mi hermano a urgencias, donde los médicos poco pudieron hacer salvo indicarles que tuvieran paciencia mientras esperaban a que el cuerpo se deshiciera del elemento intruso de forma natural.

Nunca me he explicado qué pasó por la cabeza de mi hermano Daniel en el instante previo a cometer semejante estupidez. Quizás había oído eso de que el hierro es bueno para la salud, o que Popeye obtenía su fuerza sobrehumana gracias al hierro contenido en las latas de espinacas que consumía en cada episodio, y atando cabos decidió acelerar el proceso. En cualquier caso no parece una explicación demasiado coherente, porque a mi, que soy tres años menor que él, jamás se me habría ocurrido tamaña insensatez.

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