viernes, 9 de enero de 2015

Bailes regionales

Viviendo en el barrio La Jota y yendo desde pequeños al colegio La Jota, no es de extrañar que tarde o temprano alguno acabáramos asistiendo a clases extraescolares para aprender a bailar la jota (aragonesa, por supuesto). Lo curioso es que, siendo mi interés por los bailes regionales tan nulo o más que el de mis hermanos, ellos se libraron y yo no. Supongo que fui el único que no supo decir un no a tiempo ante la proposición de nuestros padres.

Bailes regionales
© manelzaera - Flickr

El primer año las clases de jota eran la novedad del barrio y acudíamos muchos niños en tropel, tantos que nos tenían que impartir las clases en una enorme y lúgrube bodega que había en los bajos de un edificio del vecindario. Era imposible hacerse con el control de todos nosotros a la vez, así que las profesoras nos dividían en pequeños grupos y mientras explicaban algún paso de baile a unos pocos, el resto campábamos a nuestras anchas explorando, jugando y alborotando como sólo lo saben hacer los niños de esa edad. Nos llevamos más de una reprimenda por alterar el transcurso natural de las clases.

Debo reconocer que el baile nunca ha sido uno de mis puntos fuertes, y la jota no es una excepción, pero es que además no empecé su aprendizaje con buen pie. El primer día de clase, cuando le llegó el turno a mi grupo, me pusieron frente a una niña a la que le indicaron que adelantara el pie derecho apoyando en el suelo únicamente la puntera (la punta del famoso punta-tacón). A continuación me dijeron que hiciera lo propio, así que obedientemente adelanté el pie derecho, visualmente el contrario a mi pareja de baile, pero lo que realmente esperaban era que adelantara el izquierdo para que nuestras puntas casi se tocaran como si fuéramos el uno la imagen especular del otro. No hacía mucho que había aprendido los secretos de tu imagen reflejada en un espejo, cuando al mover un brazo o una pierna tu álter ego mueve el miembro contrario, así que me costó un poco asimilar lo que se esperaba de mi, pero al final me hice con ello.

Aún así, años después aún seguía equivocándome de vez en cuando al ejecutar algún giro en espejo, dando la vuelta en el sentido contrario al esperado. Era especialmente bochornoso si me sucedía encima del escenario, durante el festival de fin de curso, vestidos con el traje de baturro, las castañuelas y demás parafernalia, y mostrando nuestras habilidades frente a los alumnos de otros colegios y sus familiares. Y aunque debo reconocer también que durante toda esa época disfruté de muchos momentos inolvidables, la jota nunca me cautivó, ni en su modalidad bailada, ni mucho menos en la cantada.

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