lunes, 4 de agosto de 2014

Tarzán de los monos

Al lado de casa, atravesando una amplia explanada de tierra donde solíamos jugar al fútbol, discurría una estrecha acequia de caudal normalmente escaso y muchas veces inexistente. La orilla izquierda estaba flanqueada por un ancho muro de tierra de aproximadamente metro y medio de altura, coronado por un manto de árboles y matorrales que albergaban una amplia variedad de alimañas, como ratas, ratones, arañas o culebras de agua.

Tarzán de los monos
© skayne - Flickr

Un día, jugando por la zona, descubrimos que alguien había dejado atada a la rama de un árbol una soga, que pendía a más de dos metros de altura sobre el cauce seco de la acequia. Casi de inmediato, decidimos hacer uso de ella para balancearnos como si fuéramos Tarzán de los monos. Desde lo alto del muro de tierra nos lanzábamos al vacío bien sujetos con ambas manos a nuestra improvisada liana y, tras una o dos oscilaciones, pisábamos tierra firme de nuevo y le pasábamos la cuerda al siguiente.

Después de varias rondas disfrutando sin ningún percance de nuestro improvisado juego llegó mi turno de nuevo, agarré la soga y, sin pensármelo demasiado, me impulsé con todas mis fuerzas. Cuando me encontraba en lo más alto de la trayectoria, prácticamente en la horizontal, la soga se rompió y caí hacia el suelo a plomo. El choque fue muy duro, aterricé totalmente plano, golpeando con toda la espalda contra el fondo de la acequia, y por un momento me quedé sin respiración. Pero una vez que pasó el primer instante de shock pude incorporarme sin mayores problemas, magullado pero entero. Podía haber sido mucho peor, porque justo donde tenía que haber aterrizado mi cabeza había una piedra puntiaguda que evité sólo por milímetros. Por suerte, las clases de Judo me habían enseñado cómo caer y protegí mi cabeza instintivamente llevando la barbilla hacia el pecho con rapidez durante el fugaz descenso. Eso sí, el dolor de espalda me duró varias semanas.

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