lunes, 28 de julio de 2014

Karate Kid

De vez en cuando, en el pabellón-comedor-salón de actos del colegio La Jota, instalaban un proyector de cine y una pantalla gigante y nos ponían una película infantil, acorde a nuestra edad. No estoy seguro de si esas ocasiones coincidían con algún periodo vacacional, o de si pertenecían a alguna actividad extraescolar y cultural más, pero sí de que eran fuera del horario lectivo. Además debía de ser gratis, o al menos más económico que un cine convencional, porque acudíamos en masa a disfrutar de la proyección y el salón acababa completamente abarrotado de chicos y chicas.

Karate Kid
© nevilzaveri - Flickr

En una ocasión nos pusieron "Karate Kid", todo un clásico de mi generación, y quedamos tan embelesados con las aventuras, el entrenamiento, los combates y la victoria final del joven Daniel-san, que a la salida estábamos todos muy excitados y nos sentíamos cual pequeños e invencibles karatekas. Yo caminaba con un par de amigos comentando las mejores escenas cuando, de repente, aún bajo los soportales del colegio, cual malos de la película, se nos plantaron delante unos camorristas buscando problemas. Uno de ellos llevaba en la mano una lama de plástico proveniente de alguna persiana rota y la blandía a modo de espada. No recuerdo qué nos dijeron, pero en un momento dado apoyó la punta de su improvisada arma en mi pecho y, sin pensar demasiado en las consecuencias, la sujeté fuertemente con mi mano derecha. El macarra dió un tirón seco hacia atrás para liberar su espada de mi presa, y por un momento sentí como el plástico, al deslizarse fuera de mi mano, cortaba profundamente la carne entre la primera y la segunda falange de mi dedo anular. No grité, ni siquiera sentí dolor, simplemente puse cara de asombro y pensé que la habíamos liado buena. Los asaltantes huyeron rápidamente de la escena del crimen en cuanto vieron cómo empezaba a manar abundante sangre de mi mano, y yo marché para casa consternado por la manera tan tonta en que se había torcido una tarde hasta entonces magnífica.

Mis padres no estaban en casa, no se si aquel día trabajaban o simplemente habían aprovechado el rato del cine para hacer algún recado sin tener que preocuparse de sus hijos, así que bajé al piso donde vivían mis primas y mi tío Rafa me puso un aparatoso vendaje. Agradecí que en esa ocasión ni siquiera me llamara gilipollas. Cuando por fin llegaron mis padres echaron un vistazo a la herida y como tenía mala pinta me llevaron a urgencias, donde finalmente me pusieron 3 ó 4 puntos de sutura. Yo quería mirar cómo me cosían pero uno de los médicos no me dejó por si me mareaba. Aunque era mentira, para intentar convencerle le dije que de mayor quería ser médico, pero para cuando accedió a mi petición ya habían terminado.

Con el tiempo tan sólo me quedó una cicatriz casi imperceptible, disimulada entre los pliegues naturales de la articulación del dedo. Es mi marca de guerra de aquel lejano día en el que todos fuimos por un rato Karate Kid.

No hay comentarios:

Publicar un comentario