lunes, 14 de julio de 2014

Una delicia prohibitiva

De pequeño, con menos de 10 años, no era raro que mis padres me enviasen a alguna de las tiendas del barrio a hacer pequeñas compras, como pan y leche fresca en bolsa de la marca Alba (¡qué rica estaba!) en el pequeño ultramarinos a la vuelta de la esquina, o frutas y verduras en algún puesto del mercadillo que había en los bajos de nuestro edificio. Después tenía que subir andando hasta casa, cargado, escalón a escalón, porque era demasiado joven para coger el ascensor yo solo, aunque no recuerdo que los 6 pisos se me hiciesen especialmente cuesta arriba. Seguramente ahora llegaría asfixiado, si llegaba.

De motu propio también frecuentaba de vez en cuando una tiendecita de chucherías al otro lado de la calle, a la que al principio llamábamos El Abuelo porque estaba regentada por un abuelito de unos 1.000 años de edad, y a la que después pasamos a denominar La Abuela por razones similares cuando la heredó su viuda.

Una delicia prohibitiva
© Tamorlan - Wikimedia Commons

Pero aunque goloso hasta extremos insospechados, había una delicatessen que me llamaba todavía más y sólo podía degustar muy de vez en cuando debido a su elevado coste. Por aquel entonces mis padres no nos daban propina, al fin y al cabo no teníamos gastos ni necesidades adicionales de ningún tipo, así que cuando de manera extraordinaria era capaz de reunir la asombrosa cantidad de un duro (5 de las antiguas pesetas, algo así como 3 céntimos de euro), corría raudo y veloz a un puesto de encurtidos del mercadillo a comprarme y saborear con pasión avinagrada el pepinillo más grande que pudiera encontrar.

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