viernes, 15 de enero de 2016

Flipi y Flape

El campamento de verano que recuerdo con mayor satisfacción, de entre los muchos a los que asistí de joven, es sin lugar a dudas el de Broto. Puede deberse a que ya era más mayor y lo disfruté de otra manera, o a que tenía la compañía de mi hermano Rubén y nuestro vecino José Pedro, que en aquella época éramos como uña y carne, o a que todavía estuviese flotando en una nube de felicidad porque acababa de nacer mi hermana pequeña, o seguramente debido a una suma de todo ello, aderezado con un entorno idílico y paradisíaco perdido entre las montañas del Pirineo aragonés.

Flipi y Flape
© Escobar - Zipi y Zape, los primos revoltosos de Flipi y Flape

Cada jornada era intensa y agotadora, realizábamos tantas actividades distintas que todos los días terminábamos extenuados. Excursiones por el monte calzados con las legendarias chirucas, baños bajo la Cascada de Sorrosal años antes de que lo prohibieran por motivos de seguridad, juegos, concursos y pruebas de lo más variadas, como recorrer el pueblo con un calzoncillo en la cabeza, canciones e himnos para cohesionar el grupo, mis primeras trepadas por el muro de una iglesia, carreras por la pradera, tumbarse a recuperar el aliento sobre el mar de hierba mientras cientos de pequeños saltamontes brincaban a tu alrededor, el indómito Marco, el monitor que fabricó un arco casero utilizando únicamente materiales silvestres, el antiguo cementerio con sus lápidas abandonadas entre la maleza, historias de miedo a la luz y el calor de una hoguera, las estrellas llenando el firmamento nocturno..

Cuando llegaba el anochecer no me quedaban fuerzas suficientes para mantener los ojos abiertos, era incapaz de concentrarme en las actividades que aún no hubieran finalizado y andaba dando tumbos de un lado a otro como un borracho, totalmente derrotado, hasta el punto de que uno de los monitores me llevó un día a un rincón apartado y me preguntó si estaba flipado, si tomaba alguna droga. Quiero pensar que no lo decía en serio, siempre me quedará la duda, pero de algún modo la anécdota llegó a oídos de más gente, se corrió la voz, y a partir de entonces todos empezaron a llamarme Flipi. Y, por extensión, a José Pedro, mi amigo inseparable, le llamaron Flape. Flipi y Flape, en clara alusión a Zipi y Zape, los traviesos gemelos del cómic español.

Poco antes de finalizar el campamento, los monitores idearon una gala para resaltar las características, manías y/o virtudes individuales de cada uno, y hacernos entrega de diferentes títulos honoríficos que reflejaran esa realidad de forma amena y divertida. Aún con la sombra de Flipi revoloteando sobre mi cabeza, hubo sorpresa, y tanto mi hermano como yo fuimos acusados de tragones y zampabollos por diversos motivos. En mi caso porque después de una de las primeras cenas acabé vomitando por empacho, y en el de mi hermano porque durante un desayuno hundió el cuchillo en el tarro de la mantequilla, que estaba algo reblandecida, y se llevó más de medio bote de una tacada. Pero la verdad es que eso fueron sólo dos hechos puntuales y que tragábamos como limas en cada desayuno, comida, merienda y cena. Nos habíamos ganado el galardón a pulso.

Un día, durante una de esas comidas, alguien en mi mesa comentó en voz alta que yo no le quitaba el ojo de encima a Marta, una chiquilla de Barcelona del grupo de al lado. Ni siquiera me había fijado especialmente en ella, simplemente estaba absorto pensando en mis cosas, y dio la casualidad de que mi mirada se dirigía hacia el infinito en esa dirección. Pero el mal ya estaba hecho, el rumor corrió como la pólvora entre jóvenes y mayores e incluso Marco se lo tomó a asunto personal, hasta el punto de que prácticamente me obligó a pedirle a Marta el primer baile de la fiesta de despedida, y se encargó de elegir para la ocasión la canción más larga y lenta que pudo encontrar.

La misma noche del famoso baile me escabullí de la fiesta en cuanto tuve la oportunidad, no me sentía cómodo en ese ambiente, con todas las miradas puestas en mí. Una mano invisible me guió hacia la pradera, donde me encontré a uno de los chicos más mayores tumbado sobre una manta contemplando el precioso cielo estrellado. Estaba deprimido porque había discutido con su novia, que casualmente era la hermana pequeña de Marco, y además la joven ayudante de cocina del campamento. Estuvimos hablando largo y tendido de muchas cosas, como si fuésemos viejos amigos, y algo mágico sucedió. No tengo ni la más remota idea de qué le dije exactamente, pero al parecer mis palabras ayudaron de alguna manera a la posterior reconciliación de la pareja. De hecho, más tarde ambos me lo agradecieron efusivamente, dejándome en mi libreta de recuerdos unas emotivas y especiales dedicatorias. Fue el colofón perfecto a unos días inolvidables.

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