lunes, 26 de mayo de 2014

Terrones de azúcar

Desde que tengo uso de razón he sido extremadamente goloso, aunque seguramente lo he sido desde mucho antes incluso. No tengo la fuerza de voluntad necesaria para decirle "no" a un dulce que me guste (¡afortunadamente no me gustan todos!), y una vez que empiezo una tableta de chocolate o una caja de galletas soy incapaz de detenerme hasta haber acabado completamente con ella.

Terrones de azúcar
© Humusak - Pixabay

De pequeño solía guardarme los terrones de azúcar, esos que venían envueltos en papel, para comérmelos más tarde a escondidas. Los ocultaba en el balcón, sobre un pequeño saliente que había en la parte superior de la puerta de entrada al salón. Mis preferidos eran los que contenían dos terrones de azúcar, pero tampoco hacía ascos a uno solitario. Cuando no había moros en la costa rescataba un terroncillo de mi particular despensa y lo masticaba con fruición, escuchando con inmensa satisfacción el crepitar de los cristales de azúcar al ser machacados entre mis dientes, y saboreándolo como si fuera la mayor delicatessen sobre la faz de la Tierra.

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