lunes, 6 de octubre de 2014

Ojos que no ven, corazón que no siente

Estábamos en una calle poco transitada situada en un lateral de la iglesia-guardería del barrio. Mi padre me ayudaba a mantener el equilibrio sujetando con fuerza la vieja BH, de la que previamente había retirado los dos ruedines que venía utilizando hasta entonces. La bicicleta había pertenecido a mi hermano mayor, pero acabé heredándola yo cuando se le quedó pequeña y le compraron una versión más grande del mismo modelo.

Ojos que no ven, corazón que no siente
© Antranias - Pixabay

Comencé a pedalear, bamboleándome, inestable, ganando velocidad y la vertical poco a poco mientras mi padre seguía mi estela sin soltarme. Habría recorrido unos 50 metros cuando sentí que la euforia me inundaba, ¡lo había conseguido! Volví ligeramente la cabeza para cruzar una mirada de complicidad con mi padre y compartir con él ese momento tan especial, y entonces lo vi de pie allí a lo lejos, a unos 40 metros de mi, casi en el mismo punto donde habíamos empezado juntos aquella trepidante aventura. Había dado mi primer paseo en bici de dos ruedas sin ninguna ayuda más allá de la red de seguridad que me proporcionaba el convencimiento de que mi padre se encontraba a mi lado.

La euforia dejó paso a la indignación, me sentía traicionado, así que no tardé en perder la concentración, y con ella el equilibrio, y me fui al suelo de bruces. Pero la verdad es que ya había comenzado a interiorizar la mecánica de montar en bici y la siguiente vez fue mucho más fácil.

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