viernes, 28 de noviembre de 2014

¡Ah, del castillo!

No sé cuántas veces fuimos de excursión al castillo de Loarre cuando éramos pequeños, supongo que no más de 2 ó 3, pero en mi recuerdo podrían haber sido muchas más. Y en cada una de ellas hacíamos el trayecto en autobús junto a las monjas del trabajo de mi madre, que para amenizar el viaje siempre traían varias docenas de las rosquillas caseras más ricas que he comido en mi vida.

¡Ah, del castillo!
Castillo de Loarre - Dominio Público

Conforme nos íbamos acercando a la fortaleza, situada en lo alto de una colina, su imponente silueta recortada contra el cielo espoleaba nuestra imaginación, y comenzábamos a soñar despiertos con reyes y princesas, caballeros de brillante armadura, torneos y justas a caballo, pasadizos secretos e intrigas palaciegas.

Una vez dentro del recinto, tras la seguridad de los muros, teníamos libertad para movernos por donde quisiéramos, y recorríamos todas las estancias y pasillos hasta aprendernos de memoria cada rincón. Así fue como descubrimos que entrando en una pequeña habitación oscura, casi una mazmorra, medio oculta bajo unas escaleras, podías acceder a un angosto pasadizo aún más oscuro que desembocaba en unas estrechas y desgastadas escaleras que ascendían hasta una trampilla que se abría en mitad del suelo del salón del trono. Si unos simples chicos habíamos sido capaces de dar con ese pasadizo secreto, sólo podíamos preguntarnos, ¿qué otros secretos aguardaban ser descubiertos entre esas viejas paredes?

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