viernes, 12 de diciembre de 2014

Indiana Jones y la casa maldita

Muy cerca de la iglesia-guardería del barrio, en la calle donde aprendí a montar en bici, se encontraba un viejo caserón de dos plantas completamente abandonado. Tenía la puerta de entrada y las ventanas medio tapiadas, pero no lo suficiente como para disuadir a un grupo de vándalos revienta cristales, a un yonki en busca de un viaje solitario, o a un par de niños curiosos.

Indiana Jones y la casa maldita
© Xosema - Wikimedia Commons

Un día, camino del colegio junto a mi amigo Miguel Ángel, íbamos con tiempo de sobra y decidimos dar un pequeño rodeo para acercarnos a la casa abandonada a investigar un poco. Sabíamos por otras incursiones recientes que la puerta principal estaba rota, le faltaba toda la mitad superior, así que podíamos echar un vistazo al interior. Desde la entrada se veía parte de alguna habitación y unas escaleras que subían al primer piso, todo en un estado deplorable, lleno de suciedad y escombros.

No sé cómo, supongo que a causa de un "a que no te atreves..", terminé encaramado sobre los restos de la puerta, y mi amigo sólo tuvo que propinarme un pequeño empujón para que acabara dando con mis huesos en el interior. Al instante la adrenalina puso todo mi cuerpo en tensión, ¡ni siquiera sabíamos si había alguien más en la casa! No creo que Miguel Ángel lo tuviera planeado de antemano, pero en respuesta a mis protestas decidió que no me iba a dejar salir hasta que no subiera todo el tramo de escaleras y me asomara a la primera planta. Yo estaba muerto de miedo, pero el tiempo corría inexorablemente y aún teníamos que recorrer un buen trecho antes de llegar al colegio, así que armándome de valor comencé a subir lentamente un peldaño tras otro. Cuanto más arriba me encontraba más agarrotado me sentía, pero finalmente alcancé el último escalón y asomé la cabeza al interior de una gran habitación igual de destartalada que las del piso inferior, y afortunadamente también deshabitada. Con el reto ya cumplido el descenso fue vertiginoso, creo que batí algún récord mundial, y en un abrir y cerrar de ojos estaba otra vez en el exterior, completamente relajado, camino del colegio mientras comentábamos los detalles de la gran aventura vivida.

Sólo había un pequeño detalle que se nos había escapado por completo, desde el balcón de mi casa se tenía visión directa de la fachada principal del caserón abandonado, y mi madre había estado observándonos sin que nos percatáramos en absoluto de ello. Me enteré unas horas más tarde, cuando regresé a casa después del colegio.

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