lunes, 29 de diciembre de 2014

El secreto mejor guardado

El primer verano que fui de campamentos era muy joven, ni siquiera había cumplido la edad mínima requerida, pero como mi hermano mayor también estaba apuntado, y supuestamente iba a cuidar de mi, hicieron la vista gorda y me planté durante quince días en el mágico y maravilloso valle de Benasque.

Siempre hay algún niño que a esas edades no soporta estar alejado de sus padres y entre llantos y sollozos se amarga los primeros días del campamento, e incluso a alguno, en el caso más extremo, terminan viniéndolo a recoger antes de tiempo. Yo disfruté como un enano desde el primer momento hasta el último. Si bien las caminatas eran duras y acababas agotado, el paisaje en mitad de las montañas era increíble, los juegos y deportes que practicábamos excitantes, las babosas y saltamontes que cogíamos con las manos desnudas divertidos, ¡y había una piscina con trampolín!, ¿qué más se puede pedir a esa edad? Además tuve mi primer contacto con el atletismo, y ya entonces me produjo gratas sensaciones, aunque en la prueba de lanzamiento de jabalina tropecé en el último momento y la clavé justo a mis pies, provocando la risa general.

El secreto mejor guardado
© Cronopios - Wikimedia Commons

Mi único temor durante esos idílicos días era que se me escapara el pipí por la noche, como aún me sucedía de vez en cuando en casa, pero seguramente ese mismo temor hizo que mi vejiga se obstruyera y por fortuna no mojé las sábanas ningún día. Desgraciadamente manché otra cosa, mis calzoncillos, de caca, y me llevé una buena y merecida reprimenda por ello, no obstante hubiera sido mucho mayor de haberse conocido cómo y cuándo sucedió el percance.

Ya habíamos agotado todas las posibilidades que nos ofrecía el Monasterio de Guayente donde estaba ubicado el campamento, nos habíamos colado en la sacristía, habíamos aporreado el órgano y habíamos buscado infructuosamente el acceso al campanario para hacer repicar las campanas. Un amigo había descubierto como salir a hurtadillas del recinto del Santuario, así que de vez en cuando nos escapábamos a explorar los alrederores.

En una de esas ocasiones comenzamos a remontar el cauce seco de un torrente, ocultos bajo una bóveda de vegetación. El suelo estaba plagado de cañas que mostraban extrañas muescas, quizás debidas a la erosión o a la acción de algún insecto, pero en nuestra imaginación eran producto de la mano del hombre, seguramente pertenecientes a una antigua civilización prehistórica. Tras un buen rato de exploración me entraron ganas de ir al baño, pero no había servicios en mitad del bosque y yo no era/soy de los que se ponían/ponen a hacer sus necesidades en cualquier sitio, así que aguanté y aguanté todo lo que pude, pero al parecer no lo suficiente, y a nuestro regreso había quedado algo de rastro en mi ropa. Aunque afortunadamente ni una huella del delito mayor, nuestra gran aventura secreta.

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