viernes, 25 de marzo de 2016

Por un perro que maté..

Durante una de nuestras incursiones por el barrio con la pandilla de la calle, llegamos con las bicis junto a la verja que nos separaba de las obras de un edificio en construcción. Siendo fin de semana no había nadie trabajando, pero un fugaz movimiento captó nuestra atención junto a la caseta prefabricada del capataz. Nos pusimos en tensión, era algo pequeño y peludo, quizás una de esas enormes ratas que acechaban en los rincones más insospechados de nuestro territorio a medio urbanizar. Pero no, falsa alarma, al final resultó ser un simpático cachorrito que, nada más vernos, se acercó meneando el rabo compulsivamente reclamando mimos y caricias.

Por un perro que maté..
¿Quieres jugar conmigo? - Dominio Público

Debido a su pequeño tamaño, salió al mundo exterior atravesando los huecos de la valla sin ningún impedimento. Durante un buen rato anduvo correteando y saltando con desmesurada alegría, jugó a perseguirnos de un lado a otro incansablemente, se restregó como un poseso contra nuestras manos y piernas, pasó de unos brazos a otros reiteradamente, fue sobado hasta la saciedad y, cuando llegó el momento de marcharnos.., el perrito aún tenía ganas de mucho más. Cada vez que intentábamos alejarnos salía corriendo en pos nuestro y, completamente ajeno al peligro, se metía entre las ruedas de nuestras bicis, provocando más de un susto y algún que otro amago de caída. Varias veces lo depositamos en el interior del enrejado, pero nos volvía a dar alcance antes de habernos distanciado lo suficiente. No podíamos irnos así, no queríamos arriesgarnos a que se extraviase o le pasase algo.

Fue entonces cuando tuve una idea brillante. Decidí dejarlo confinado sobre el tejado de la caseta del capataz, seguro de que no sería tan insensato como para saltar al vacío, y de que los operarios lo encontrarían y rescatarían a la mañana siguiente. Sin pararme a pensar detenidamente en mi improvisado plan, tomé al cachorro entre mis manos y lo lancé con fuerza hacia arriba. Pero el techo estaba demasiado alto, calculé mal, y por unos instantes interminables el pobre animal se quedó al borde del precipicio, con medio cuerpo a salvo y el otro medio colgando en el aire, mientras agitaba desesperadamente sus patas traseras intentando izarse y alcanzar la seguridad completa, hasta que la gravedad hizo valer su Ley y el cachorro cayó a plomo sobre el duro suelo.

El ruido sordo de su cabeza golpeando la acera fue espantoso, y el perrito se quedó inmóvil. Todos pensamos que se había matado, que yo lo había matado.. Mi hermano Jesús salió corriendo hacia casa llorando desconsoladamente y acusándome a voz en grito de haber asesinado al indefenso animal. No se quedó el tiempo suficiente para ver cómo el cachorro recuperaba el conocimiento y, perdidas las ganas de seguir jugando con nosotros, se adentraba en el recinto de las obras camino de su guarida, cojeando ligeramente y gimoteando cabizbajo. A pesar del susto y la congoja, respiramos aliviados al comprobar que no sufría graves secuelas, al menos aparentemente, y marchamos por fin lejos del lugar.

Está claro que mi acción fue una pésima decisión, pero afortunadamente el animalito se recuperó sin mayores problemas, y en posteriores ocasiones lo vi correteando por la zona como si nada hubiera pasado. Aunque mi hermano pequeño siempre pensó que había muerto y, con toda la rabia de que era capaz, me llamaba mataperros insistente y machaconamente cuando quería herirme. Mil veces le conté el final de la historia que no había llegado a presenciar, pero nunca terminó de creerme, pensando que simplemente se lo decía para limpiar mi imagen y mi conciencia, además de aliviar su sufrimiento, Pero así es como sucedió realmente.

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