lunes, 29 de junio de 2015

Incendio descontrolado

Al cambiar de casa y de colegio perdí la pista de mi amigo Miguel Ángel durante unos meses, hasta que el destino, o el puro y simple azar, quiso que nos reencontrásemos durante las fiestas de nuestro nuevo barrio, pues él también se había mudado a vivir al Actur con su familia y seguíamos siendo vecinos. Una vez reunidos, no tardamos ni un día en perpetrar nuestra primera travesura de la nueva era.

Incendio descontrolado
© bertknot - Flickr

En la calle de Miguel Ángel había varios chiringuitos de fiestas donde dejamos abandonados a nuestros padres mientras marchamos a explorar un descampado cercano. Estaba infestado de cañas resecas, el material perfecto para hacer una pequeña hoguera, y casualmente teníamos una caja de cerillas, así que una cosa llevó a la otra y pronto teníamos una pequeña fogata ardiendo a nuestros pies. Pero el fuego no tardó en escapar totalmente de nuestro control. Al principio intentamos sofocar las crecientes llamas pisoteándolas afanosamente, pero pronto alcanzaron un tamaño similar al nuestro y, asustados, tuvimos que salir corriendo para no terminar abrasados.

El incendio se extendió rápidamente por buena parte del descampado y un montón de gente que hasta ese momento estaba disfrutando de las fiestas se arremolinó en la periferia sin saber qué hacer. Algún adulto intentó contener las llamas, pero fue inútil, y al final tuvo que intervenir una dotación de bomberos del parque situado a la entrada del barrio.

Afortunadamente no hubo que lamentar mayores daños que un trozo de tierra renegrido. Ni siquiera hubo castigo para nosotros, porque Miguel Ángel y yo nos habíamos mezclado entre la multitud rápidamente y nunca confesamos ser los causantes del pequeño desastre. Pero el susto en el cuerpo y el miedo a una reprimenda ejemplar si nos pillaban fue suficiente penitencia como para no repetir jamás semejante acto de irresponsabilidad. Algo es algo.

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